Prólogo
La Noche de los Pétalos Rojos
La sangre no olvida, y las sombras no perdonan. En el principio, no hubo guerra, sino un pacto roto. Una mentira disfrazada de verdad. De ese pecado original nacieron las razas que hoy se enfrentan, atadas al odio eterno por la sangre y la traición. Y aunque los siglos han borrado las huellas de los primeros días, la historia no ha olvidado sus nombres: Lilith, la exiliada; Caín, el maldito; y Licaón, el transformado. Sus decisiones, sus pecados, trazaron el sendero hacia la masacre que marcó la caída del Consejo de Sangre y con él el último bastión de paz.
Esto es lo que se sabe, o lo que se ha permitido recordar.
Así comienza esta crónica, no con el propósito de justificar los eventos, sino con el de conservar su recuerdo. Muchos desearían que este conocimiento se perdiera para siempre, pero no debemos temer a la verdad, pues la historia, por muy oscura que sea, debe ser conocida. No soy el primero en narrar la historia de los descendientes de Licaón y Caín, y sin duda no seré el ultimo. Sin embargo, entre las leyendas de este interminable conflicto, hay una noche que marca el principio del fin, una traición que todavía resuena en las venas de los sobrevivientes.
Esta crónica, querido lector, abarca siglos de historia, desde los días primitivos hasta eventos más recientes que todavía repercuten en nuestro presente. Relata los días que precedieron a la última oportunidad de paz, un momento crítico en la lucha entre las razas condenadas a la discordia.
Todo comenzó mucho antes de los hechos que te han llevado hasta este relato, en un tiempo en que los nombres de Lilith, Caín y Licaón no eran susurros en la oscuridad, sino los que definían los destinos de muchos.
En los tiempos primordiales, cuando la luz del día ignoraba los secretos que acechaban en la oscuridad, Lilith la primera desobediente, reveló su voluntad ante los cielos. Como consecuencia, fue arrojada a las sombras del exilio. En su soledad y deseo de poder, se encontró con Caín, el primer asesino y su historia se entrelazó con la de él, y juntos, a través de su unión, crearon una nueva raza, los vampiros, criaturas de la oscuridad, condenadas a la inmortalidad y a la sed insaciable de sangre. Su condena no era solo el deseo de poder, sino también la necesidad de subsistir a través de la muerte de otros.
Mientras tanto, en las tierras del norte, en la vasta y salvaje Arcadia, Licaón, un rey lleno de orgullo y desobediencia, desafió a los dioses. En su arrogancia, quiso superarlos, y por su pecado fue castigado. Fue transformado en bestia, y con él, su linaje se convirtió en la primera generación de hombres lobo. Criaturas salvajes, cuyos corazones palpitaban con el salvajismo de la luna llena. Su existencia no era de dominación, sino de supervivencia en una naturaleza hostil, marcada por la fuerza bruta.
El destino les había otorgado la misma naturaleza indomable a ambos, pero un linaje estaba destinado a vivir en las sombras mientras el otro vagaba bajo la luna. Así nacieron los vampiros y los hombres lobo, seres condenados a una lucha eterna, atrapados en una guerra que jamás podría ser ganada.
Debido a esto, las dos razas nacidas de la oscuridad nunca pudieron coexistir. Los vampiros consideraban a los hombres lobo una amenaza a su dominio, bestias primitivas que no comprendían la elegancia de la inmortalidad. Por su parte, los hombres lobo veían a los vampiros como una abominación, criaturas que se alimentaban de la vida ajena, pero que, al igual que ellos, se creían por encima de las leyes naturales.
Sin embargo, no siempre fue así. Hubo un tiempo, en un pasado no tan distante, cuando vampiros y hombres lobo coexistían en armonía, luchando juntos bajo un mismo estandarte. Eran épocas en las que la unión de ambas razas no solo era posible, sino deseada, en la búsqueda de un futuro compartido. En esas jornadas, el eco de sus armas resonaba en un solo canto, una melodía de esperanza y compañerismo que trascendía sus diferencias. Su colaboración se forjaba en el calor del combate, enfrentándose a enemigos que amenazaban su existencia.
Las huellas de esas batallas, que hoy parecen olvidadas, aún resuenan en los ecos de la historia humana. Desde la Guerra de Arauco hasta la Guerra de Independencia y la Guerra del Pacífico, estos eventos son testimonios de la valentía y la fuerza que ambas razas compartieron en su lucha. También se registran eventos como la resistencia a la invasión turca en el principado de Valaquia y las impactantes convulsiones de la Primera y Segunda Guerra Mundial. Estas historias son recordatorios de que, en algún momento, el odio no dominaba sus corazones, y que el deseo de unidad podía ser más fuerte que el rencor. Pero esos tiempos parecen lejanos, como un susurro perdido en el viento, y la lección de la paz se ha desvanecido entre las sombras de la guerra.
Con el paso del tiempo, la tensión entre ambas razas se intensificó. Sus enfrentamientos, inicialmente esporádicos, se convirtieron en terribles batallas, inundando el campo de lucha con el dolor de la perdida. La sangre derramada no apaciguó el odio, al contrario, lo avivó. Las generaciones siguientes heredaron no solo el rencor, sino también las maldiciones que surgieron de esta fractura. Y, como suele ocurrir, la verdad se convirtió en leyenda y la leyenda en mito.
Pero, como ocurre con todo lo eterno, los susurros de paz llegaron. Tras la guerra, conocida en las crónicas de la época como La Guerra del Amor Maldito, iniciada por un amor prohibido que llevó casi al exterminio total, surgió una tregua, un pacto forjado en el miedo, un juramento sellado bajo una noche sin estrellas. Así nació el Primer Consejo de Sangre, destinado a preservar la frágil paz alcanzada. Y por un tiempo, hubo paz. Pero, como todo pacto nacido del miedo, estaba destinado a romperse. Las sombras de la traición se alzaron desde dentro, y lo que alguna vez fue una alianza se transformó en un campo de batalla bañado en fuego y ceniza.
Sin embargo, la historia siempre puede ser más oscura. Y es aquí donde esta, nuestra historia se torna más sombría, donde las sombras que habitan el pasado se entrelazan con las de tu presente, lector. En una noche sin luna, bajo un cielo tan oscuro y tormentoso como el alma de un traidor ocurrió el evento que sellaría el destino de esta guerra interminable. El conflicto entre vampiros y licántropos no es solo un enfrentamiento de fuerza y estrategia, es una danza de traiciones, ambiciones y cicatrices que se niegan a sanar.
Recuerdo que esa noche el aire estaba cargado de electricidad. Aunque no llovía, el cielo, ennegrecido por las nubes, presagiaba tormenta. La oscuridad solo se rompía por los relámpagos que rasgaban el cielo de vez en cuando.
Amelia permanecía inmóvil junto a la gran ventana del salón principal. A lo lejos, más allá del portón cerrado, la silueta de Lucius se dibujaba entre los relámpagos avanzando con determinación, escoltado por un grupo de figuras sombrías que fluctuaban entre lo humano y lo bestial.
—Está aquí… —murmuró Amelia, girándose hacia el centro de la sala.
Sus palabras resonaron en el salón, interrumpiendo la música y captando la atención de Aria, quien yacía en el sofá central. Con ojos cansados pero severos, Aria buscó a Amelia.
—¿Qué has hecho? —preguntó, su voz áspera y casi inaudible.
Amelia no pudo responder, las palabras se le enredaban en la garganta, asfixiadas por el peso de su traición. ¿Había realmente traicionado? ¿O era simplemente una elección inevitable?
La puerta principal se abrió con un estruendo que vibró en las ventanas. Lucius entró, su figura imponente envuelta en un abrigo negro. Sus ojos brillaban con la intensidad de un depredador que ha encontrado a su presa.
—Aria —dijo con una sonrisa torcida—. ¿No es este un reencuentro encantador?
Aria se levantó con esfuerzo, manteniendo la mirada fija en Lucius.
—Esto no es un reencuentro. Esto es una sentencia —respondió, con el odio contenido retumbando en su voz.
Lucius se detuvo frente a ella, su sonrisa desvaneciéndose poco a poco. En el salón reinaba el silencio, interrumpido solo por las primeras gotas de lluvia que comenzaron a golpear los cristales y el crujido de las botas de quienes lo acompañaban.
—Aiden no está aquí, ¿verdad? —preguntó Lucius.
Amelia dio un paso adelante, su voz temblando, pero firme.
—Por favor, Lucius, basta. Esto no tiene que terminar así.
Lucius dirigió su mirada fría hacia ella.
—Tú no tienes derecho a pedirme nada, Amelia. Ya has elegido tu bando.
—No lo hice por mi… Lo hice por él… —logro articular con su voz quebrándose.
El rostro de Lucius se endureció, su mandíbula se tensó, pero no pronunció una palabra. En lugar de eso, levantó una mano y los licántropos que lo acompañaban avanzaron hacia Aria.
El grito de Amelia resonó en el salón, pero se perdió entre el rugido de las bestias y el estallido de un trueno. La masacre había comenzado. En medio de la sangre, las sombras y el caos, una promesa rota brillaba más intensamente que nunca.
No olvidaré los gritos, el estruendo de muebles destrozados y el inconfundible olor a sangre fresca mezclándose con las cenizas de vampiros incinerados. La policía humana, manipulada por las facciones rivales, llegó para llevarse al único superviviente de la masacre, quien solo alcanzó a ver morir a Aria en sus brazos. Fue acusado de crímenes que no cometió y condenado al exilio tras los muros de un penal.
Aquella noche, la mansión se convirtió en un mausoleo, no solo para los muertos, sino para los ideales de paz. Lo que debería haber sido una celebración de unión entre razas terminó en caos. Las cenizas se asentaron, pero el eco de la traición perduró.
Veinte años han paso desde aquella noche, conocida como La Noche de los Pétalos Rojos, y las cicatrices de la traición aún permanecen frescas. Los vampiros y hombres lobo continúan luchando en un conflicto interminable, sus facciones divididas no solo por su naturaleza, sino también por el rencor sembrado.
He vivido lo suficiente para saber que esta guerra no tendrá vencedores. Pero he visto algo más, un fragmento de esperanza enterrado bajo capas de odio.
Como cronista de estos eventos, mi deber no es solo relatar lo sucedido, sino advertirte, lector, esta historia no es solo un testimonio de lo que fue, sino un presagio de lo que vendrá.
La figura de un hombre que se alza contra todo pronóstico, un hombre que no busca justicia, sino algo más profundo, más oscuro. Busca venganza.
Mientras tanto, en las sombras, siempre vigilante, alguien aguarda el momento en que los hijos de Licaón y Caín se destruyan por completo.
Recuerda, lector, la sangre llama a la sangre.
Las promesas rotas nunca dejan de sangrar, y sus ecos resuenan en los corazones de aquellos que aún caminan por este mundo marcado por la traición.
Fragmentos del Códice perdido Bellum Fraternum: Fracta Fidelitas. Preservado en la Biblioteca Oscura, este manuscrito fue transcrito por Lucien el Antiguo, cronista vampiro y guardián de las sombras del pasado.
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