Al medio día, Bimo sacaba a los bueyes a pastar en ese día libre de tantos en que Tan desaparecía y después volvía como si nada.
Acababa de sacar a los animales de la bodega frente al río, cuando Lian Areng reconoció a Bimo. Con un alborozo de abrazos y de gritos le recordó a Bimo los días en que trabajaron juntos con Chen Ajin en el puerto, y el día en que casi lo dieron por muerto.
—Ya veía que te ibas para el otro mundo, ¡pero nada te envidio, porque la envidia es tiña y ya sabes que distintas cerraduras se deben abrir con diferentes llaves!
Cuando llegó a East Street, Bimo pasó un rato más en las proximidades de la tienda, hasta que Helmer Wood dejó salir a la kuli perempuan y la guio hacia el Padang, aprovechando que el sol por fin se había asomado.
Dio de comer a los bueyes cereales y verduras y la invitó a ayudarlo. Lucy no rechazó la invitación, en su cara se veía que disfrutaba alimentando a los animales y rio con fuerza cuando uno limpió con su lengua gigante unos granos pegados a su muñeca, dejando su brazo cubierto de baba. Fue la primera vez que Bimo la vio reírse. Tenía una dulce sonrisa que dio al color pálido de sus ojos un brillo más cálido mientras alimentaba a los animales, además se notaba el cómo disfrutaba del sol y del aire del mar.
Bimo volvió a preguntarle si le gustaba su nuevo trabajo. Lucy no lo miró al responder que sí y su huesudo rostro se contrajo. Lo decía en serio.
—¿Cómo es? ¿Qué más haces?
—Solo limpio.
—Lo haces muy bien. ¿Entiendes algo de lo que ellos te dicen?
—No mucho—lamentó Lucy en voz baja.
—Puedo ayudarte, si quieres. También hablo inglés.
Se sintió torpe informándolo. Ya más de una vez lo había demostrado frente a ella.
Lucy lo miró de reojo, pero regresó rápido su atención a los bueyes, aunque estos casi se habían terminado la bolsa y apenas le hacían caso. Ahora olían la hierba y el exterior de la bolsa.
Bimo se arriesgó a preguntar algo más directo.
—¿Cómo escapaste del mercado?
Lucy siguió alimentando a los bueyes.
—¿Cómo llegaste a la playa? ¿Recuerdas cómo…?
—Sólo… corrí. —Bimo no podía ver su rostro, pero adivinó que se había afligido. Entendió que no le gustaba recordar ese sitio.
—¿Y él? —se arriesgó una vez más. No tuvo que explicar acerca de a quién se refería.
El gordo, dijo Lucy, tenía más grasa que sangre; debió morir rápido.
—¿Morir…? —exclamó Bimo. Notó que se vació la bolsa de comida y se la cogió de sus manos.
Lucy retrocedió atemorizada incluso antes de acercarse solo un poco, tal y como antes al aproximarse más para protegerse de la lluvia.
Su ojo lastimado lucía menos amoratado que la última vez, cambiando a una gran mancha amarilla alrededor del párpado. Si era cierto que ese hombre había muerto —aunque no supiera cómo—, a Bimo le alegró un poco.
Decidió ya no hacer más preguntas por un tiempo.
—¡La próxima vez te traeré lo que quieras! —declaró para despistarla—. Mañana cobramos sueldo. Vendré a verte después, ¡almorzaremos lo que tú quieras! Quiero decir, si quieres…
Lucy lo miró desconfiada.
—¡Completamente jurado! —confirmó Bimo golpeando su pecho—. Te lo demostraré.
Lucy frotó suavemente la nariz del buey.
—Kerapu y api-api bulu—murmuró.
Bimo abrió la boca pero nada salió de adentro. Nunca oyó del api-api bulu antes y supuso que ella bromeaba, pero por si acaso esa noche lo comentó durante la cena con sus amigos.
—No creo haberlo oído nunca—lamentó Ah Beng.
—Mejor lava los platos y déjate de holgazanear—dijo Mei Ying al levantar la mesa.
Pero igualmente ignorante, Bimo le juró con una sonrisa.
No resultó fácil encontrar el api-api bulu, que de hecho sí existía. De primera, se trataba de un mangle cuya fruta era la parte comestible tras hervirse. Quedaba como una verdura. No obstante muy pocos comerciantes lo conocían y los que sí, no lo tenían, ya que de por sí era difícil de conseguir.
Familiarizado con el puerto, un reaparecido Tan refunfuñó un poco porque todo eso desaprovechaba la hora de descanso antes de volver al trabajo. Los dos dieron un rodeo por los bazares Kling y chinos; en su mayoría de vendedores ambulantes de gelatina de algas, agua, verduras, sopa, frutas y pescado cocido, entre ininteligibles gritos por encima de la multitud de kulis y barqueros a la espera de ser contratados; de bengalíes entre los delicados cordones, sedas de gasa y elaborados flouncings de las damas europeas. Compraron algunas cosas para Mei Ying en la cocina y el infaltable arroz, cosa más complicada de obtener que las frutas pues a medida que iban consultando de puesto en puesto, solo les indicó que su precio estaba más elevado.
Cerca de rendirse con las frutas, al final un comerciante le indicó a Bimo un sitio del puerto en donde unos pescadores solían traer productos de los manglares. Esto solo hizo pensar más a Bimo si su nueva amiga vendría de una aldea de pescadores.
Orgulloso de obtener por fin las pequeñas frutas felpudas, del porte de semillas, solo le faltaba el mero.
—¿De cuál? Hay muchos tipos—dijo Tan, mientras se adentraban por el Lau Pa Sat, un sencillo edificio de madera situado sobre pilotes justo sobre las aguas de la bahía de Telok Ayer.
—¿Qué tal aquel? —señaló Bimo un Kerapu tikus.
Su amigo alzó las cejas.
—Tiene gustos refinados.
Bimo pensó en si su amiga no era acomodada. En todo caso le importó por poco tiempo con el vendedor colgando frente a él al pez que luchaba en su mano, esperando la opinión de Bimo. Era tan gordo que su cabeza terminaba en punta, con un cuerpo de color blanco y moteado.
—¿Es venenoso? —dijo sus pensamientos en voz alta.
De hecho, solo viajar con la cubeta del animal puso su paciencia a prueba. Entre la muchedumbre casi apretándolos, luchaba por su vida dentro del recipiente a través de las aceras formando largos callejones sombríos, el bullicio comercial y la vociferación mezclándose con el repique de campanas y el rápido golpeteo de tambores paganos.
Agotado, Bimo llegó a la casa cargado y cubierto de polvo de la calle. Además de hacerle sudar, el sol había evaporado los charcos de la lluvia, secando el suelo ardiente y levantando nubes con cada carro y persona que transitaba. Era usual para Bimo ensuciarse trabajando en la carreta y solía ir directo a bañarse, pero esta vez le tocó pasar a la cocina para dejarle las compras a Mei Ying.
Algo soñolienta, la chica terminaba uno de los arreglos florales que vendería junto con Bimo. Al recibirlo, soltó una carcajada descontrolada que casi le hizo a Bimo soltar sus cosas:
—¡Estás negro! ¡Se te ven los dientes blancos! —rio señalándolo.
Bimo se frotó la cara, descubriendo que tenía tierra hasta en el cabello.
—Traigo las compras.
—¿Qué? —Mei Ying se enjuagó las lágrimas.
—Compré chiles… —Bimo se interrumpió gimiendo—. No es serio hablarte con esta cara. Estoy cochino. Voy a lavarme la cara.
Mei Ying rio más fuerte:
—¡Báñate desnudo!
No le faltó razón. Bimo se encontró sucio hasta bajo la ropa.
Terminaba de restregarse en la letrina, cuando de pronto la voz de Mei Ying lo sobresaltó, empujando la puerta sin siquiera tocar primero:
—¿Por qué trajiste un pescado?
Bimo juntó la puerta a tiempo gritando un rotundo “no”.
—¡No tienes que hacerte el tímido ahora, no tienes nada que no haya visto! —rio con maldad.
Sonrojándose, Bimo la escuchó regresar a la casa riendo a carcajadas, pero luego logró contagiarse de la risa tonta de Mei Ying.
La chica lo esperaba en la cocina, como si nada hubiera pasado.
—¿Para qué compraste pescado? —le preguntó a Bimo—. Ya había comprado carne roja.
—Mi amiga me lo pidió.
—¿Cuál amiga?
—La chica de la tienda. Parece que le gusta el kerapu.
Mei Ying alzó las cejas.
—¡Ah! ¿Y se supone que yo voy a cocinarlo?
Bimo respondió subiendo la cubeta a la mesa, con el pez vivo en su interior.
Al verlo, Mei Ying retrocedió meneando la cabeza.
—¿Qué es eso? —exclamó perturbada.
—Un mero—repitió Bimo.
—¿A qué sabe? ¿Al menos sabes cuántas espinas tiene? —Se disgustó cuando Bimo se encogió de hombros.
—Prometo ayudarte, además podemos comer algo distinto para la cena.
Mei Ying suspiró malhumorada.
—Veamos qué tengo. —Abrió la pequeña despensa y Bimo estiró el cuello con interés—. Salsa de soja, aceite de sésamo…
—¿Jengibre?
—Siempre. Acá me queda media raíz de loto… —Mei Ying hizo una pausa pensativa—. ¿Habías comprado chiles?
—Champiñones, tofu, pancetas…—Fue la lista.
—¿Vieron ciruelas saladas?
—Aquí están—Bimo le mostró el paquete abierto.
—¿Puedes encender el fuego y poner la olla?
Bimo asintió, sorprendentemente voluntarioso. Se alegraba que por fin Mei Ying se manejara en la cocina luego de tantas frustraciones.
Atizó el fuego y se giró hacia Mei Ying. Al hacerlo, vio el movimiento incesante del pez en la cubeta, provocando que el agua se desbordara. Levantó la cubeta para cambiarla de sitio, al mismo tiempo que el pez dejó de chapotear, quedándose muy quieto.
—Me está mirando.
—Tráemelo, antes de que te cuente de su familia—dijo Mei Ying.
Hervida el agua, Mei Ying cogió al pez por la cola y lo afirmó en la tabla, antes de levantar el cuchillo. El animal luchó y Bimo no quiso mirar. No conservaba buenos recuerdos de sus antiguos trabajos y esperó el sonido del cuchillo caer… Oyó un par de golpecitos. Sin ninguna herida, el pez ya no rodaba por la tabla, con su cuerpo oscureciéndose poco a poco.
—¿Dónde aprendiste a hacer eso?
Mei Ying se encogió de hombros.
—Xiuying.
La chica deslizó el cuchillo desde la cola hasta la cabeza y lo destripó con los dedos. La tabla no tardó en mancharse de sangre y Bimo volvió a apartar los ojos. De repente el pez, totalmente cortado y destripado, agitó su cola. Temblaba, como si sufriera.
Mei Ying le lanzó una mirada de pocos amigos.
—No seas cobarde.
—¿Por qué no se muere? —murmuró Bimo, horrorizado.
—¿Cómo no va a estar muerto después de que le saqué todo? —Lo pescó de nuevo por la cola y lo sumergió en el agua burbujeante—. Es feo, pero al menos no tengo que limpiarle las escamas.
Bimo tomó un saco de sagú de la mesa. Lo pesó en su mano, sintiendo la fécula en su interior.
—¡Mira todo lo que me dieron! Podríamos comprar más seguido si sigue subiendo el precio del arroz.
Mei Ying jadeó como si hubiera hecho una barbaridad.
—¡Por favor no bromees sobre eso! Y primero veamos con qué cocinarlo… Eres muy ahorrativo. Deberías relajarte con lo que te envían tus padres.
—No me envían nada, yo soy el que les envía cada mes—aclaró Bimo sin darse por aludido.
—¡¿Eres pobre?! —se horrorizó Mei Ying—. Aunque eso explica que seas tonto.
—No, es que es nuestra costumbre—dijo Bimo, calmo.
De acuerdo con la costumbre de los Minangkabau, la heredera de la casa era la esposa. Mientras que los niños nacidos de la unión pertenecían de inmediato a la tribu de la madre, el esposo solo era urang sumando, es decir, un extraño recogido en la casa de acuerdo al Adat. Su único deber: pagar la comida de la mujer y, si era bueno ahorrando, podía comprar ropa o incluso oro. Pero desde la boda, ninguno de los artículos de la casa eran propiedad del marido, sino que pertenecían a la esposa, quien sólo era una cocinera y cuidadora de niños.
—Básicamente mantienen a la mujer como en todos lados—Mei Ying se encogió de hombros—. Pero si yo fuera de tu tribu, yo sería la dueña de todo esto—sonrió viendo la cocina en redondo—. Pero los musulmanes tienen dos esposas, ¿no es así? —comentó socarrona.
—Solo si la primera esposa lo permite—dijo Bimo, algo colorado.
Mei Ying suspiró.
—Ay, ¿por qué no nací en tu aldea?
Bimo le dirigió una mirada desconcertada.
—¿Ah Beng ha dicho que traerá a otra esposa?
—Yo lo mato—declaró Mei Ying entre dientes, haciendo reír a Bimo con su franqueza—. Solo puede tener una esposa: las demás serían concubinas—explicó como si mirara por la ventana para ver si llovía—. Y no te hagas ideas equivocadas, la primera condición que le puse antes de venir a vivir aquí fue que la única mujer aquí sería yo—marcó entre dientes.
Bimo ya lo sabía. Mei Ying no se cansaba de repetirle a su esposo que no se pasara por ningún “lugar extraño” al salir del trabajo. Y Bimo solo podía imaginarse las consecuencias de romper esa condición…
—¿Qué hay de ti? ¿Hay alguna amiguita esperándote en casa?
—Dios te oiga…—sonrió Bimo apenado, más cuando Mei Ying soltó una carcajada cruel—. No tengo mucho capital y tendré aún menos después de casarme.
Bimo soñaba con un Rumah Gadang
para su futura esposa e hijas, aunque al paso que iba pasarían más de cinco años para adquirir riqueza. Se abandonaba a sus sueños cada vez que salía para su turno de trabajo. Y de alguna forma, todo era más fácil.
Mientras más hablaban, más fue abriéndose la propia Mei Ying acerca de sus “hermanas” en la casa de flores y la Madre en jefe. Casi era como si hablara de una familia común y corriente, si se ignoraba la turbiedad de su origen. Por su parte Bimo, por línea paterna, descendía del antiguo reino Pagaruyung, Minangkabau, mientras que su madre descendía de guerreros que participaron en la Guerra de Padri.
—En el futuro, me gustaría establecerme en Padang—concluyó Bimo—. Creo que ya estoy acostumbrado al mar.
—Para seguir mandando dinero a tu esposa.
Bimo había estado apacible, pero entonces le pareció que el rostro de Mei Ying ardió de rabia y selló su boca.
—En otras palabras, te seguirás explotando como mula hasta morir sin llegar nunca a poseer una mierda.
—No es así…
—¿Sabes? Lo pensé mejor: dijiste que tu esposa no movería un dedo fuera de la casa. Vaya lastre…
—Tú tampoco hacías nada hacía poco—soltó Bimo, un poco mordaz.
—Supongo que al menos tus hijos te ayudarán—lo ignoró Mei Ying.
—La madre es la que se ocupa de los hijos, a ellos no los veré…
—¿Qué? ¿Por qué? —saltó Mei Ying.
—Esa casa no será mía.
—¿Dónde vivirás? ¿Con otros kulis, como hasta hace unos meses? —Lo dijo con ironía, pero la mirada de Bimo se tornó seria, espantándola.
—Luego de casarme tengo permitido volver a la casa de mi madre, pero es más productivo vivir fuera de la aldea —articuló Bimo, todavía más calmado que ella al explicarle la diferencia entre una esposa y una concubina.
Mei Ying aun no podía creerlo.
—¿Y qué va a ser de tu esposa, tus hijos…? —Sus ojos se abrieron desmesuradamente—. Tu familia no sabe cómo estás viviendo—susurró, como si alguien más pudiera oírlos.
Era la verdad que Bimo había escondido por meses, descubierta por la última persona que hubiera esperado que supiera. Extrañamente, Bimo no emitió signo de perturbación en su rostro. De alguna forma, fue como si acabara de dejar caer el último saco de caucho de una larga pila.
—No deben saberlo—pronunció solemne.
Al estar influenciado por los hábitos de su país, Bimo trabajaba sin hacer saber de sus ganancias y pérdidas a su madre, no quería preocupar su corazón.
Por el contrario, Mei Ying tenía su rostro escarlata.
—¿Por qué sospecho que tampoco harían nada por ayudarte? —elevó sus ojos al techo. Quizás no lo odiaba tanto como le hacía creer—. ¡Qué linda esposa te tocará aguantar!
—Solo la vería por las noches —continuó Bimo encogido de hombros— o a menos que sea una ocasión especial…
—A los hombres de tu tribu los tienen más abandonados que a un perro. Es una jia despreciable.
—Ah Beng tampoco está aquí todo el día—dijo Bimo de todas formas.
—¡Ah Beng llegará a casa tarde, pero yo puedo cenar con mi esposo! —replicó furiosa.
Bimo la miró reunir las vísceras sanguinolentas sin el repelús de antaño y deslizarlas a una cubeta con el borde del cuchillo, casi con violencia, hasta que la tabla quedó despejada, roja brillante. La sangre se había absorbido en la madera, imborrable.
Mei Ying suspiró. No sabía que era peor: mujeres que nunca ocuparían un lugar importante en las decisiones de una familia que las encerraba en sus propias casas, u hombres que morían olvidados por sus familias, sin ser jamás bienvenidos a la casa que ellos mismos habían erigido.
Le echó un vistazo al pescado. Había bastado una sonrisa de esa extraña para que Bimo cediera su dinero sin hacer preguntas…
—Es asombroso, como son de fáciles los hombres para dejarse embaucar.
—De no ser por eso no habrías tenido clientes en Amoy—rio Bimo.
—Sabes a qué me refiero—le respondió mordaz—. No me fío de esa chica que recogiste. ¿Ya le has preguntado acerca de su familia, quiénes son?
—No aún. Responde con más evasivas que Lian cuando le preguntas por qué sigue con los swaylos si tiene madera para Towkay.
—Oculta algo. Que no te engañe su carita de niña bonita.
—Ya. Es lista.
—Más que lista. Es una pilla. Se pasa el rato pegada a ti, pero en realidad la mueve su propio interés.
—¿Y a ti no?
—No te hagas el listo conmigo, mocoso. Sabes perfectamente a qué me refiero.
Bimo levantó la cabeza ante el tono que detectó en la voz de Mei Ying. Volvía a tener el pez en la tabla, pero ahora le quitaba las agallas.
—Entendido, mamá. La vigilaré de cerca. ¿Y ahora qué sigue?
—Termino de limpiar el pez, mientras, tú pon el tofu y la manteca en una bandeja.
—Dame un momento. —Bimo encontró el paquete con las semillas de mangle. Le mostró una a Mei Ying—. ¿Sabes qué es esto?
Mei Ying se lo metió a la boca.
—No lo había visto nunca. —Extendió la mano con el cuchillo—. Listo. Ya lo sazoné, ponlas arriba del pescado—le indicó las semillas.
Dejaron la última especia en la despensa hasta que todo quedó limpio, con seis minutos para que el pescado se cocinara. Mei Ying contempló fijamente toda aquella comida, almacenada en la despensa con absoluta despreocupación.
—Nunca tuve cocinar tanto—gimió secándose el sudor de la frente—. Lo cierto es que nunca me había parado a pensar en lo desastrosa que era mi situación en el salón. Hasta ahora. Hasta que vi todo esto. —Hizo una pausa—. Ahí fuera hay ricachones a espuertas dándose banquetes todavía mejores a diario. Y allí no.
—¿Te creías que Ah Beng era un ricachón con un palacio?
—No te burles de mí. Esa gente que tiene más dinero que tú y yo… —Mei Ying meneó la cabeza—. No te trato bien para que me debas nada —espetó la chica—. Lo hago por Ah Beng. Ese hombre vale diez veces más que todas las riquezas de tu aldea. Mil veces más que tú, piense lo que piense tu estúpida jia.
Bimo apretó los dientes. ¿Desde cuándo había sido ella buena con él?
—No me hables de valor —dijo Bimo—. Vivías en una casa de mala reputación acostándote con tipos que ni conocías por dinero. ¿Y te extraña que no confíe en ti?
—Los mimados como tú lo miden todo con el rasero de sus culos. —Mei Ying se inclinó hacia él—. Escúchame, amigo. A mi madre la arrastraron desde su país hasta esta letrina en donde me dio a luz. Posiblemente, mi propio padre me visitó más de una vez.
Bimo palideció hasta sentirse mareado.
—Pero la gente siempre me toma por embustera. Miserables… Ustedes los hombres son todos iguales… Pagaban y creían que tenían derecho a todo… —La mirada de Mei Ying se posó en Bimo de manera violenta, en sus ojos había un rencor, unos deseos de llorar. Lo miró queriendo que la comprendiera—. No tendría que haber nacido nunca. Nunca.
Su fiereza se iba derrumbando ante el tono de aquellas palabras. Una risa, más bien llanto, le sacudió los hombros. Reía con la risa de las personas insanas, pero no caían lágrimas porque tal vez ya no le quedaban en el cuerpo. Maldijo dos veces en su dialecto. Se sentó lentamente y apoyó la cabeza en las manos.
—¡Vida de mierda! —dijo.
Bimo frunció el ceño, pero no respondió. El silencio que mediaba entre ambos se eternizó. Al final, Ah Beng llegó a la misma hora de siempre, curioso por el delicioso olor al pescado y la visión de los platillos en la mesa.
—¿Qué es todo esto? ¿Estamos celebrando algo?
A Bimo lo sacudió una oleada de pánico al percatarse del silencio de Mei Ying. Al verla quieta en su sitio fue dolorosamente consiente de la maldad que le había hecho y miró cabizbajo a Ah Beng, esperando a que este ya se hubiera dado cuenta de lo sucedido y le diera un castigo por insultar así a su esposa.
—Llegas tarde—gruñó Mei Ying dirigiéndose a la estufa—. Siéntense de una vez.
Bimo obedeció sin rechistar, sintiendo la paciente sonrisa de Ah Beng sobre él.
—Fue mi nueva amiga—respondió desde su mesa—, me pidió de comer algo que le gustara para mañana.
—Estupendo. —Ah Beng sonrió a Bimo—. Sería una buena adquisición para el servicio del Pek, ¿verdad?
Mei Ying no sonreía.
—También sería una buena adquisición para los prostíbulos.
Ah Beng frunció el ceño.
—¿Qué bicho le picó? —le susurró a Bimo.
—No es nada —rugió Mei Ying entre dientes—. El hambre me agría el carácter, eso es todo.
Se le escapó una especie de sollozo cuando sirvió su jarra de vino de Ah Beng. Bimo esperó a que le arrojara el plato como en antaño, sintiendo una especie de amargor cuando la comida tocó suavemente su mesa, apenas haciendo sonido. Bimo revolvió su estofado de pescado y jengibre al vapor sin apetito. Las pequeñas frutas afelpadas flotaban esparcidas entre la carne blanca. Ah Beng de inmediato demostró su curiosidad al verlas.
—¿Qué son? —La pregunta iba dirigida a su esposa, pero esta apenas elevó sus ojos hacia él cuando se llevó una cucharada a la boca y se tomó su tiempo en saborearlo.
—Tienen un sabor curioso. Es como comer verduras al vapor.
No volvió hablar en toda la cena y Bimo sospechó que no lo acusaría con su esposo. Decidió jamás volver a mencionarle su pasado, incluso si no se trataba de un pasado decente. Dado los llantos de Mei Ying, una casa de flores debía de ser un lugar devastador, y nadie le había dicho a Bimo que quizás las “malas mujeres” no siempre iban allí por su propia voluntad. Después de todo, incluso Lucy había huido de un lugar similar, atrapada como el pescado que con tanto esmero llevó allí.
Casi se había terminado su plato y ahora comía las últimas porciones de carne. Pensó en el pez que hacía unas pocas horas luchaba por su vida, del que solo quedó la carne. Miró su plato. Era como si no ya hubiera nada ahí.
Los ojos descoloridos y sin vida mientras se desangraba confirmaron esa visión.
De pronto se le pasó el pensamiento grotesco, un poco culpable, de que esos ojos muertos le recordaban a los de Lucy.
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