Capítulo 6. El Condestable.
—¿Chicos? —preguntó Panit Yae, con voz temblorosa.
—¿Qué le ha pasado a la luz? —exigió saber Gunarkh.
Un grito de terror inundó la habitación como lo había hecho la oscuridad. Como si el cielo nocturno cayera sobre la sala y lo invadiera todo con una asfixiante penumbra.
—¡Ha sido Yae! —exclamó Grimthor—. ¿Dónde estás, peluda? Seguiré tu voz.
—Ayud…
Silencio. Las estanterías crujieron. Algo cayó al suelo y después un puñado de libros.
—¡Encended las antorchas! —gritó Greyskin.
Oyeron el ruido que hacía un pedernal al intentar hacer chispas, pero solo hizo ruido. Del techo, los golpes sordos de algo que se movía hizo erizar la piel de la nuca de Grimthor. Aquello era rápido y había que concentrarse para oírlo. Se desplazó del lado este al oeste de la sala, donde las estanterías habían crujido unos segundos antes.
—Esta oscuridad no es natural —susurró Kurome—. Necesitamos a la maga. Distraed a ese ser.
Debo llegar hasta Panit Yae. Tal vez conozca algún conjuro que nos ayude. Se agachó, procurando no hacer ruido, controlando su respiración.
—¡Eh, bicho! —Gunarkh procuró llamar su atención—. Enfréntate al frío de La Senda.
Gunarkh profirió un alarido gutural y terrorífico. Kurome ahogó un grito de asombro. El semiorco respiraba como una bestia a la que hubieran despertado de un plácido sueño y ahora quisiera vengarse. Parecía fuera de sí. Blandió su espadón con ambas manos y cortó el aire tratando de alcanzar a aquello.
Grimthor y Greyskin se alejaron de la voz de Gunarkh, encontrándose espalda con espalda. Se habrían matado el uno al otro si no llegan a reconocerse por los gruñidos que ambos estaban soltando.
Volvieron a oír el espadón de Gunarkh cortando el aire. Esta vez se encontró con la carne de algo que chilló como lo haría un jabalí infernal que estuvieran sacrificando para una grotesca matanza. Sus pasos volvieron al techo.
Panit Yae no despertaba. Kurome había logrado llegar a tientas hasta el montón de libros. Los había apartado y había encontrado debajo al inmóvil cuerpo de la mida. Aún respiraba, pero no despertaba.
—Yae, querida, despierta —susurró—. Algo nos ataca. Necesitamos tu inestimable ayuda, maga.
Palpó los brazos de Yae hasta que encontró sus manos. Sostenía algo en ellas. Un pergamino. Agarró el pergamino y, como un gesto natural, se lo acercó a la cara para leerlo. No veía nada, pero el extremo del rollo se había soltado. Kurome lanzó el pergamino por miedo a que fuera algo peligroso, y éste dio a parar al centro de la biblioteca, encima de una mesa. El canuto rodó, dejando tras de sí el pergamino desplegado sobre la mesa, y cayó por el otro lado.
—¡Agachaos! —advirtió Kurome, cuerpo a tierra.
Empezaron a distinguir una silueta. La mesa. La luz comenzó a brotar de ella en todas direcciones. Una bestia negra, con montones de patas, arruó, molesta por la claridad. Detectó el sonido de las armaduras de Grimthor y Greyskin, se desplazó por el techo hasta estar situado sobre ellos y se dejó caer. La criatura fue a dar con el cuerpo de Greyskin. Dos enormes tentáculos se deslizaron a su alrededor.
—¡Greyskin! —exclamó Grimthor. Descargó su hacha sobre uno de los tentáculos de la bestia, que se separó de su cuerpo.
—Encuentra a Asana, Grimthor —musitó el duergar con el aire que pudo reunir. La criatura constriñó el cuerpo de Greyskin tan deprisa que Grimthor no tuvo tiempo de reaccionar. La bestia soltó el cuerpo de Greyskin, que cayó al suelo como un muñeco de trapo.
Gunarkh, todavía fuera de sí, saltó sobre la mesa y se dejó caer verticalmente sobre la cabeza de aquella monstruosa forma de vida, y le clavó su espada, atravesando su carne y clavándose contra el suelo de la biblioteca. Aquello quedó sin vida, su horrendo cuerpo tendido al lado del cadáver de Greyskin, que ahora parecía en calma.
Grimthor se arrodilló junto a él, las palmas de las manos extendidas hacia el cielo.
—Que El Peregrino te reúna con Pyrogh en El Plano de la Eternidad, y que encontréis allí la paz que buscasteis en este.
Lo primero que vio Panit Yae tras recuperar la conciencia fueron los ojos preocupados de Kurome, que la ayudaba a levantarse.
—Creo que me he roto algo.
—Sí, no tienes buen aspecto. ¿Crees que podrás caminar? Sólo queda una habitación por explorar. Si la espada está aquí, la encontraremos pronto.
—Sí, vamos.
Se palpó las costillas y dedujo, por una punzada de dolor, que tenía varias rotas.
—Kurome…
—¿Sí?
—Gracias.
Kurome sonrió con deferencia y se volvió para salir de la biblioteca.
Cuando Grimthor abrió la puerta, una corriente de aire les sorprendió, con una inmediatez tal, que pareció haber salido huyendo de allí, como si la hubieran tenido secuestrada durante siglos y, por primera vez, encontrase una rendija por la que escapar.
El sarcófago de piedra fue lo primero que vieron. Como si su usuario se negara a darse por vencido ni por la muerte, la tumba estaba construida verticalmente. Si alguien se atrevía a abrirla, no encontraría a un cadáver reposando en un plácido descanso. Se encontraría con los ojos a la altura de los suyos, mirándole y desafiándole cara a cara.
Gunarkh agarró la cubierta del sarcófago por un extremo y tiró hacia el otro lado. La enorme placa crujió piedra contra piedra, el característico sonido que anunciaba a todo el que lo oyera que alguien estaba haciendo algo que no debe hacerse.
Khuwala Dian-Bhuttan, el héroe y primer condestable de Nakuro, se encontraba erguido, orgulloso y expectante. Su calavera miraba de frente, como si los huesos cervicales se le hubieran soldado para evitar que su expresión languideciera. Con ambas manos, colocadas a la altura del pecho, sostenía algo envuelto en un sudario blanco del más exquisito algodón de Arania.
Gunarkh fue a cogerlo.
—Ten cuidado, Gun —le aconsejó Kurome.
Con un cuidado impropio de él, Gunarkh apartó las manos del sudario, dejándolo caer sobre las suyas. Sostuvo el peso que reposaba entre las telas y las apartó, dejando ver la larga guarnición de un mandoble, con parte del tercio fuerte de acero —no oxidado, pero roto, romo y deslustrado por el paso del tiempo—. Grabada en esta parte de la espada: “Khuwala.” La Guarnición era de un material que Gunarh no conocía, pero tenía, en la cruz y en el pomo, una serie de joyas y piedras preciosas. En una parte del puño, una solitaria piedra ámbar. Gunarkh la examinaba.
—¡Aparta, Gun! —advirtió Kurome.
Del fondo de las vacías cuencas oculares de Khuwala una luz titilante presagió algo. Como venida de las entrañas del más rencoroso rincón del infierno, una horrenda figura etérea salió del saracófago y atravesó a Gunarkh, que cayó de rodillas. Fue como si aquél espectro le hubiera drenado el calor que le permitía moverse.
Grimthor se interpuso entre el espíritu y Panit Yae, con el hacha en las manos. Kurome se hizo a un lado y sacó sus dagas. Grimthor se lanzó hacia Khuwala y le lanzó un corte directo hacia el cuello. El hacha atravesó la garganta, que no ofreció ninguna resistencia. Grimthor se sintió tan ridículo e impotente como si hubiera intentado detener el agua que mana de una fuente talando el chorro. Khuwala seguía ahí, enhiesto, mirando con soberbia a la criatura que tenía enfrente. Se acercó a Grimthor y le posó la mano en el pecho. Grimthor se desplomó como un títere al que le hubieran cortado las cuerdas.
Panit Yae dio un paso atrás. Un destello de dolor sordo le hizo ladearse y tuvo que dar otro paso para recomponerse. Hizo acopio de aire en sus pulmones, resistiéndose a dejarlo ir por un quejido de dolor. Tenía que decir algo.
—¡Dah! —gritó.
Y Khuwala salió despedido hasta el otro lado de la habitación. Si aquella sombra hubiera tenido un cuerpo en el que residir, éste habría entendido el dolor que había sentido Yae.
El espíritu del condestable pareció perder la soberbia y, en su lugar, una expresión de asombro mezclado con temor se terció en su rostro. Se quedó mirando a Panit Yae. Ladeó levemente la cabeza y ahora parecía entre suspicaz y esperanzado.
La maga lo había dado todo. Ahora, las piernas le flaqueaban y tuvo que dejarse caer sobre una rodilla, con la mano derecha sobre su costado izquierdo. La respiración entrecortada. El espíritu levitaba lentamente en su dirección.
Kurome trató de atacar, lanzando varias cuchilladas por su cuerpo, pero el héroe de Nakuro parecía inmune a todo daño físico. No prestó la más mínima atención a los vanos intentos de la elfa.
Un bramido de ira atestó la sala. Gunarkh había logrado erguirse y estaba furioso. Lanzó una mirada de odio atávico a Khuwala, como si tuviera algún asunto personal que debiera resolver con él. Caminó hacia el etéreo Khuwala con determinación y, sosteniendo la guarnición de la espada enlutada, aventó un ataque sobre el no cuerpo del condestable. No sucedió nada.
El espíritu se alzó ante Gunarkh —que parecía más furibundo todavía, dada su impotencia—, y colocó su transparente mano alrededor del cuello del semiorco, levantándolo hasta que los pies se elevaron un palmo del suelo. Gunarkh trataba de resistirse. Apretó los puños en un intento de mantener su energía dentro del cuerpo. Su dedo índice encontró el solitario ámbar del puño de la espada. ¿Por qué estaba ahí? Se estaba quedando sin fuerzas. La maga estaba herida; el paladín, inconsciente; la elfa más habilidosa e inteligente que conocía, impotente; y él, iracundo e indefenso, sosteniendo la empuñadura de una reliquia ya inútil. Apretó aún más sus puños y notó que el ámbar cedía un poco. ¿Qué? Volvió a apretar el índice contra la piedra y, entonces, una luz manó de la guarda, formando una larga hoja de fulgor ambarino donde habría estado el acero del mandoble.
—Es xion —se asombró Panit Yae.
Kurome aprovechó el momento de confusión y lanzó dos cuchilladas en sendos tobillos del espíritu, que parecía menos etéreo ahora que sostenía a Gunarkh, y lo hizo trastabillar.
Gunarkh volvió a hacer pie.
Khuwala miró el rostro de Gunarkh con terror, pero su mirada se desvió rápidamente hacia la hoja de luz xiónica. Una suerte de sonrisa se dibujó en su rostro. ¿Qué decían sus ojos? ¿Gratitud? ¿Añoranza? ¿Autocompasión?
No. No era eso. Khuwala retrocedió hasta situarse de espaldas al sarcófago y miró al techo. Dejó caer los hombros y relajó su postura. Estaba aliviado.
El resplandor de la espada trazó una trayectoria curva, en diagonal de abajo a arriba y de izquierda a derecha, y Khuwala parecía ajeno a ello. Cuando La Espada Enlutada cortó su gaseoso cuerpo atado al plano material, seguía mirando al cielo que debía haber más allá del techo de piedra.
Como una nube de la bruma nocturna que se disipa cuando el sol empieza a bañar la tierra, Khuwala se disipó, esperando paciente a reunirse con su querida esposa, con la mirada en el lugar adonde se dirigía para encontrarse con ella. Al fin.
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