Cuento| ¿Y si vamos a mi departamento? | Por: Ernesto Facho R.

Cuento| ¿Y si vamos a mi departamento? | Por: Ernesto Facho R.

Después de la fiesta de fin de año, todos abordamos un taxi llenos de un frenesí jovial y arriesgado, gritando a viva voz como si fuéramos los campeones del mundo o los reyes de alguna discoteca que ya debía cerrar, húmeda y solitaria, frente nuestra insaciable costumbre de festejar la vida, terca y urgentemente la vida y nada más. Teníamos en el rostro esa imagen del sueño; en nuestros movimientos, el andar de un zombi que tropieza entre las últimas sombras de la madrugada y los primeros resplandores del siguiente día. Marchábamos por la delgada línea que divide al año viejo del nuevo, como atrapados entre dos dimensiones: el pasado y el futuro, aunque nuestros sentidos, traspasados por la telaraña del alcohol, apenas nos dejaban distinguir que la casa de la Zamba estaba cerca. O que habíamos llegado.

Allí, el resto del año, religiosamente todos los sábados festejábamos que horas más tarde nos sorprendería el domingo como si nunca lo hubiéramos vivido. Lo recibíamos con la cara hundida en sus cojines y, a veces, con uno que otro fluido derramado en el piso o salpicando los muebles. La Zamba nunca fue egoísta ni se fijó en nada. Incluso no pedía que fuéramos corriendo a buscar un trapo, o la escoba y el recogedor para levantar los trastes de aquellos salvajes encuentros.

Y vaya que lo eran. Y es que cuando cito la palabra «fluidos», estoy hablando de todos los ejemplares. Quede a la imaginación del lector. Pero nunca hubo sangre; cualquier tipo de mancha, menos sangre. El alcohol jamás desencadenó los demonios de ninguno de nuestros compañeros de farra. Por eso la queríamos mucho. Incluso, con motivo de su cumpleaños, le regalamos un peluche y obviamente celebramos. Eso, en premio a tener el título indiscutible de la mejor anfitriona de todos los tiempos.

La Zamba vendía cerveza en una tienda ubicada al lado de su sala. Aprovechaba que su padre estaba de guardia para convocarnos y llevar a cabo La fiesta del fin del mundo. Y cuando él llamaba por teléfono, debíamos disimular y representar nuestro mejor papel: el de los ausentes. Que hasta los hipos eran silenciosos, y su progenitor nunca se percataba de nada a través del hilo telefónico. Entonces colgaba y se levantaba el animal feroz del ruido, como un oso que hacía estremecer los muros y abrazaba el sueño de los vecinos, despedazando su estructura de cristal. Pero ellos no podían quejarse. Nadie podía acusar a Judith —así se llamaba la Zamba—, y menos decir que, en la casa de la hija del comandante se hacían tremendos alborotos. Porque eso debía ser una mentira.

Todos llegaban de diferentes partes y se podría decir que ya teníamos cierta experiencia en esquivar los peligros de la noche. Ya nos conocían los ladrones de su barrio y yo siempre iba acompañado de mi compañero Goliat. Él medía apenas 1.55cm., pero me servía para recoger la idea de que yo no andaba solo. Vivía muy cerca de mi casa. Lo dejaba en su puerta y, de allí a la mía, sólo una tenebrosa cuadra sembrada por transeúntes, cuyas caminatas tenían horarios caprichosos.

Esa misma mañana, Goliat me había acompañado a comprar una casaca de cuero. Fuimos con él a la tienda siguiendo el consejo de Judith: «A ella le gustan los chicos que visten de cuero.» La Zamba era muy amiga de Valeria y la conocía a fondo. Revisamos por todas partes hasta que dimos con el diseño indicado: Tenía un cierre escandaloso y de gran deslizador para hacer más notorias las veces que la cerraba hasta el cuello, unos puños con unos botones que parecían bañados en oro, el cuello ancho, con una solapa que se juzgaba la de un saco. El cuello, dignamente, al levantarse me daba un aspecto de chico malo. Tan sólo faltó haber llegado en una motocicleta de los años ochenta. En sí, no faltó nada. Sus miradas ya iban tejiendo espejos donde veía dibujada la frase: «Me gustas», mientras de ella nacían como nubes que me desnudaban con su fuego y echaban raíces en medio de la nada.

Pero Goliat, mi amigo, había tomado más de lo debido. La Zamba muy amable volvió a ofrecer sus muebles para que él y dos personas más descansasen antes de volver a sus hogares. Y Valeria, a mi lado, habiéndome convencido por completo de que debía acompañarla hasta su casa en La Victoria.

El padre de la Zamba había contado muchas veces cómo detuvo a varios malechores y bandidos en esa zona. Nos confesó con pánico el desasosiego que sentía al penetrar esas calles, aun en compañía de otras unidades. Y es que allí era el lugar de los grandes pactos entre narcotraficantes, donde el comercio de droga era algo más común que la venta de pan en las esquinas.

Con todo, no podía negarme a Valeria. Bajando del taxi había estado muy atenta conmigo. Ella me había separado un espacio a su izquierda y tenía los muslos descubiertos. Éstos resplandecían con un fulgor carnal, recibiendo de las arañas del techo su luz amarilla. Iluminada esa piel que estudié, mis compañeros se convertían en lobos, aullando y empujándome sobre su cuerpo. Uno de los más atrevidos puso mi mano en su trasero y me despojó de la casaca que estrenaba:

—Hey, ten cuidado con eso. No me la vayas a manchar. La compré hoy mismo —sugerí.

—No va a pasarle nada a tu chaqueta hoy, osito. Tranquilízate. Es para que estés más cómodo —indicó Valeria.

—¡Es que no le puede pasar nada a la casaca! ¿Sabes cuánto pagué por ella?

—No —respondió guiñándome el ojo—, pero sé lo que vas a ganar hoy día por ella. Te queda muy lindo, papi. ¡Estás guapísimo!

Curado por completo de los rezagos del vodka, me abrí camino entre sus pechos para hundir el rostro, fingiendo un vahído. Ella me dejó hacer y deshacer encima de ese mueble rojo que aún recuerdo. También recuerdo cómo mis nervios se iban erizando y, en cada desmayo o distracción de los presentes, giraba hacia mí para estrechar sus labios con los míos y arquear su lengua con destreza dentro de mi boca.

Desde mi teléfono celular, hizo una llamada. Se puso a una distancia prudente de nosotros sin perder mi atención, pero hablando muy bajito, como para que no la escuchen. Luego me lo devolvió y con cierta molestia y vanidad dijo:

—Te has quedado sin saldo. Se cortó la llamada.

Volvió a sentarse junto a mí un tanto preocupada, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, pero se fueron reanudando los juegos al instante. Más tarde mis manos volvieron a su piel como buscando las llaves del cielo. Allí me propuso acompañarla a su casa:

—Por favor, no seas malito, acompáñame a mi casa.

Entendí automáticamente el mensaje; lo había logrado. Dejé a Goliat acostado en el sofá, durmiendo como un niño, con las manos dispuestas en forma de almohada; le quité los zapatos, los puse detrás del mueble y me despedí de Judith.

—Uy, suerte, amiguito. Te vas con la chica, picarón, a su depa` —dijo mostrando cierta complicidad—. Si no fuera por mis consejos… ¿Ves cómo hasta para eso les soy útil?

—Gracias por todo, Judith. Eres increíble.

—Será increíble que te vuelva a ver, chiquito, el siguiente sábado. Pero cuidadito, ah. Su barrio es peligrosísimo. Ya escuchaste a mi papá.

Y recapacitando, después de unos segundos agregó:

—Por aquí hay hostales, ah. No te arriesgues. Y si no quiere, pues le das para su taxi y listo.

—No, debo ir —dije resignado.

—¡Conste que te advertí! Después no quiero problemas con San Pedro cuando me diga: «¿Por qué me lo mandaste tan temprano?»

—Amiga —agregué sonriendo—, ¡qué malvada eres! Ya me quieres matar, Zambita. Tú sabes muy bien…

—¿Dany? ¿Vas a acompañarme, querido? Tengo algo de prisa —dijo Valeria desde afuera, tocando su frente con el muro y observándome de reojo, mostrando una sensualidad sin límites.

Cogí mi abrigo de cuero y abordamos un taxi. Poco a poco iba perdiendo de vista los faroles que pasaban veloces frente a la ventana. Ella apoyó su cabeza en mi hombro y se fue durmiendo todo el camino. Evidentemente ése no fue el plan. Entonces decidí abrigarla con mi chaqueta, porque empezaba a colarse un viento helado por los intersticios del auto.

Las calles cobraron ese espíritu fantasmagórico y brutal de los barrios duros y despoblados. Las ánimas que circulaban a esa hora tenían la vestimenta raída. Vi a muchos toxicómanos pasándose el cigarro y decir groserías a todo pulmón. Más allá, un pobre muchacho era víctima de una golpiza. Fue terrible ver su cabeza rebotando entre los pies de sus agresores. Uno de ellos alcanzó a ver mi espanto a través de la ventana del taxi y me hizo una señal —matonesco— ordenándome que dejara de observarlo.

Ni mareado ni excitado, sino más bien lleno de horror, crucé los últimos metros de ese breve viaje junto a mi seductora adormecida. No pude mantener mi pose de galán ante Valeria. Se veía tan infantil debajo de sus párpados, ocultando esos ojos de mirada obscena que me traspasaban como una lanza de lado a lado cuando los tenía encima. Así que no hice más que reparar en mimos y olvidar por un momento que nos internábamos en el infierno.

Hasta entonces, el destino tenía deparado para mí dos vibrantes posibilidades:

  • Una noche de placer vibrante, la cual nunca podría olvidar.

O:

  • La vibración de mis huesos debajo de los puntapiés de un ladrón.

Pensar en eso me excitaba más. Pero era una mezcla imposible de miedo y ansiedad por ver qué había al final del camino.

—Es aquí —dijo el chofer con una voz de los cuentos de Edgar Allan Poe.

Desperté a Valeria con un beso en los labios y ella me hizo para atrás con ambas manos. Luego preguntó:

—¿Ya llegamos?

—Llegamos —dije muy nervioso, mientras buscaba mi billetera y cancelaba la cuenta.

—No se vaya a ir, señor —le pedí al chofer—. La dejo y vuelvo al momento. Quiero otra carrera.

—Lo siento, muchacho, pero no puedo esperarte. Esta zona es bien, bien maleada. No sé ni cómo estamos aquí.

Escuché unas carcajadas al final de la calle. Era mucha gente acercándose, personas jóvenes a esa hora. Amanecía. Ella se quitó mi chaqueta de cuero y la puso sobre mi hombro. Parecía que estaba aún dormida. Salí del auto para ayudarla a incorporarse y escuché detrás de mí el sonido del motor arrancando. «¡Qué pendejo ese tío! Se ha ido y me ha dejado solo con ella», dije para mis adentros.

—¿Y si avanzamos? —sugerí con turbación evidente.

—¿Te mueres de miedo no, cabrón? —preguntó Valeria.

Era la primera vez que la escuchaba decir una palabra así. Pero no sonó agresiva, sino más bien desafiante. Y acepté el reto. La abracé por la cintura y ella volvió a inclinarse sobre mi hombro, mimosa. La iba besando por el camino. Experimenté una erección y me desentendí de los pirañas y los gánsteres. En medio de tanta comercialización de droga y peligro, ella era mi narcótico y la venda que tenía sobre los ojos, lo necesario para andar sin prisa al borde del abismo, hundido en su perfume, anegado en una esfera de optimismo e inocencia absolutos.

A lo lejos —no habíamos llegado aún a su departamento—, vi la figura de un hombre fornido que se aproximaba hacia nosotros. Ella estaba como adormecida. Tal vez el sueño o el vodka, no lo sé, pero no supo responder a mi advertencia de que camine más rápido. Vi la cara del hombre marcada por una gran cicatriz y pensé en las palabras de Judith: «Cuidadito, ah. Ese sitio es peligrosísimo.» O las del chofer: «Lo siento, muchacho, pero no puedo esperarte. Esta zona es bien, bien maleada.» El hombre nos miró y siguió caminando en nuestra dirección. Cambiamos de vereda y él hizo lo mismo. Miré a todas partes desesperado, sintiendo cómo un relámpago de miedo puro subía por mi espalda, me llenaba de adrenalina e impedía mi respiración. Quise gritar pero no pude. Estaba desprotegido y no podía correr. Aquel hombre, cada vez más cerca, observaba mi expresión de terror. La sangre fluyó hacia mis piernas, predisponiéndolas para una veloz y exasperada carrera. Pronto no pude hacer nada y escuché que el hombre preguntó:

—Judith, ¿me llamaste hace unos minutos?

—¿La conoces? —quise saber ya más calmado.

—Es mi hermanita —dijo el grandulón con una ternura insólita—. Gracias por traerla.

Ante mi sorpresa, él la cargó y se la llevó hasta que una neblina lo cubrió de pies a cabeza y ya no pude verlos. Pero la incertidumbre y el miedo volvieron a apoderarse de mí. Metí mi mano al bolsillo para hacer una llamada y, luego, me golpeé la cabeza con el puño derecho: «Te has quedado sin saldo. Se cortó la llamada.» Entré en una situación de pánico y angustia. No había nadie a mi alrededor y se percibía un silencio espeluznante que llegaba de todos lados, como las aguas de un mar tranquilo, con una bestia aguardando al fondo de las mismas.

Corrí muy alterado: Ni un auto. Pronto tuve que esconderme debajo de unos periódicos llenos de orín de perro para no ser visto por una patrulla de vándalos que por allí pasaban. Temblando, creí haberlos perdido y salí para seguir corriendo hacia la nada. Tenía los ojos nublados y me faltó el aire de nuevo. Un zumbido muy agudo se apoderó de mis oídos y pensé por un momento que, de a pocos, estaba perdiendo la lucidez de mis facultades mentales. Seguí corriendo como un potro, irracional y asustado, tal vez buscando estrellarme con algo y parecer inofensivo y poco atractivo para ser golpeado. Pedí perdón a todas las personas a las que alguna vez había ofendido. No sé cuántas veces recordé a mi madre y lamenté con todas mis fuerzas no haber pasado más tiempo junto a ella. Obviamente, si me salvaba de ésa, no volvería jamás a salir de noche y tan tarde. Mi única esperanza era que ya no estaba tan oscuro como antes. Quise tocar una puerta pero ya estaba demasiado sucio y desarreglado. Vi a los primeros vecinos de ese barrio despiertos, gente de bien que me miraba como a un bicho raro. No quise molestarlos porque, pasando por una tienda de espejos, noté que mi apariencia ya no era la misma. Parecía uno más de ellos. Fue así que un auto de color azul oscuro se estacionó frente a mí y escuché una voz ronca y amigable:

—¿Taxi?

Sin ver nada, subí y le di las indicaciones al chofer. Él me miraba con sus ojos cansados a través del espejo retrovisor. Íbamos conversando sobre otros temas, para distraerme e ir tranquilizándome. Entonces presenciamos un asalto a unos metros de nosotros, a través de las ventanas del carro.

Otro pobre muchacho era golpeado e

n la pista. Nadie lo ayudaba. Uno de los participantes era ese mismo delincuente que había lanzado su mirada mefistofélica hacía mí, censurando mi calidad de testigo. Entonces oí decir al taxista:

—Estos ladrones de ahora ya no son como los de antes. Por cualquier cosa te golpean o te matan. Es una violencia absurda, amigazo. Por las puras ahora te pegan o te matan o te dejan cojo.

Hasta allí todo estaba bien. Luego continuó:

—En mis tiempos nosotros no hacíamos eso. Nosotros no éramos cualquier tipo de choros. No, señor. Éramos de los finos. Por ejemplo este corte —me mostró su antebrazo con una tajadura enorme y muy vistoso— me lo hice, pero defendiéndome. Esta cicatriz de bala tampoco fue por nada —se levantó el polo y vi una estrellita diminuta con piel arrugada—. ¿Ve? Una balacera. Mire, amigo, hoy día la situación está in-so-por-ta-ble. Pésima, pésima, pésima.

El diálogo terminó ahí. Las últimas sombras de la madrugada se estropeaban ante el silencio sepulcral del barrio; debajo del incipiente amanecer, todos empezaban a desperezarse en sus camas. Los anillos de luz eléctrica iban a dar sobre los charcos de cerveza y los botes de basura, con el contenido regado por todas partes. Un mendigo rezaba sentado, con la espalda apoyada en el muro de una tienda donde había comprado una Coca Cola; se la bebía de un solo trago y se secaba con las mangas roñosas esa boca llena de heridas, las mejillas cubiertas de una barba canosa y descuidada. Un triciclo lleno de artefactos inservibles, un lento movimie

nto para abrir un kiosco de periódicos, una puta jugando con su cartera, un hotel de mala muerte con las luces aún encendidas, dos borrachos abrazados y tambaleándose, diciéndose lo mucho que se querían, otra mujer que escupía, un hombre saliendo para el trabajo…

Y otro que escapaba de un taxi: Le pedí que se estacione, dejé el dinero en el asiento y seguí huyendo, lejos de ese demonio con aspecto de asesino, exladrón confeso. No supe qué hacer. No había avanzado mucho, pero ya se estaba poniendo claro.

A lo lejos, la voz del conductor me perseguía:

—¡Amigazo!…¡Chochera, te has olvidado tu casaca!

8: 16 p.m., Vie. Ene/31/2014


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