El útero era un reloj de carne que marcaba el tiempo con agujas de contracciones. Sus engranajes eran pulsaciones hidráulicas, su esfera una membrana elástica que se expandía al ritmo de su crecimiento. Él, el cosmonauta de este universo líquido, flotaba entre los copihues que colgaban como estrellas rojas en la bóveda de su mundo.
—¿Me escuchas? —preguntaba el exterior a través de la pared gelatinosa.
El tacto llegaba primero: una mano que presionaba suavemente el reloj de carne, dibujando círculos de calor que él respondía con patadas de algas.
—Sí, decía con su cuerpo, te siento.
—¿Me oyes? —insistía el afuera, y entonces venían los sonidos: graves como truenos amortiguados, agudos como campanas bajo el agua. Él giraba hacia ellos, buscando el origen de esos ecos que rompían la simetría perfecta de su huevo.
Los copihues susurraban: Ese sonido es el universo hablándote. Es la voz de quien te construyó célula a célula.
El cordón umbilical —su puente de nebulosas— vibraba con cada palabra no dicha, transmitiendo mensajes en código de nutrientes y hormonas. Por ese conducto cósmico viajaban no solo su alimento, sino los deseos de la progenitora: su anhelo de besos futuros, su miedo a los dolores por venir, su placer al sentirlo moverse como un pez lunar en su mar interior.
Pronto, le anunciaban los copihues-estrella, dejarás de ser un rumor para convertirte en grito.
Y llegó la hora. El reloj de carne se desbocó, sus engranajes giraron frenéticos. Las contracciones fueron olas de un océano primitivo, espasmos que lo empujaban hacia el túnel-estrella, hacia el canal que lo convertiría en supernova.
En el clímax, cuando el universo entero parecía contraerse en un punto de dolor y éxtasis, hubo un diálogo final:
— Sal —ordenó el exterior con un gemido que atravesó líquidos y carnes.
— Estoy llegando —respondió él, rompiendo aguas con su coronilla.
El Big Bang fue táctil: frío de quirófano contra piel recién estrenada, dedos que lo recibían como meteorito caído del cielo materno. Fue sonoro: un llanto que era a la vez himno de guerra y rendición. Fue placer compartido: el alivio de ella al vaciarse, el éxtasis de él al llenar sus pulmones por primera vez.
Los copihues, cumplida su misión, estallaron en lluvia de estrellas fugaces que solo él pudo ver. El cordón umbilical —ya sin función— se secó como un puente intergaláctico abandonado.
Y en el nuevo mundo, lo primero que conoció fue el tacto áspero de una sábana, el olor a leche y sangre cósmica, y una voz que decía, entre lágrimas y risas:
—Aquí estás. Siempre supiste cómo volver a mí.
OPINIONES Y COMENTARIOS