La consciencia universal
El olor a alcohol y desinfectantes estaban presentes en aquella habitación del hospital, aunque ella no lo sentía; el virus había atacado a sus receptores nasales junto a otros sitios del organismo. La cama era blanca y metálica con el respaldo inclinado, mientras la televisión solo reflejaba el rostro de la débil y enferma joven. Pétalo no quería morir, pues nadie quiere algo distinto al ser, nadie quiere ser algo que no le dé indicios de existir después de que el corazón deje de palpitar.
T-cum… T-cum… T-cum… Otro latido de resistencia, de desafío a la inexistencia.
Había cumplido veintiuno hace dos semanas, cuando todavía estaba fuerte y llena de vitalidad, sin haber previsto que la tragedia podía llegar a una edad tan temprana. Siempre estaba consciente de su propia fragilidad, dada por el mero hecho de ser una humana, un sistema desbordantemente complejo que, como a todo mecanismo avanzado, una falla podría ser suficiente para desarmarlo, volverlo irreconocible, carente de identidad. Estaba consciente de que por el hecho de ser, podía no ser.
No ser… dormir sin despertar. Esa cuestión era sometida en su mente siempre que pensaba en lo cerca que la muerte estaba del género humano, pudiendo estar en el mero acto de subir una escalera, en un choque automovilístico, en el comienzo de una pelea o en una falla incontrolable del cuerpo. La muerte está mucho más cerca de lo que se puede imaginar, y está en todos lados, tocándonos el hombro.
T-cum… T-cum… T-cum…
A Pétalo le maravillaban los colores. Cuando los miraba le decía a su madre: “Mamá, mira; el color de ese cuadro en realidad no es rojo; es tu ojo el que crea el color. Lo que percibís es radiación con cierta longitud de onda que la vista interpreta como rojo”.
Le maravillaba el tiempo, porque cuando pasaba un momento de disfrute parecía que el reloj giraba más rápido. En cambio, cuando se sentía triste daba la sensación de que las agujas corrían más lentamente.
Le maravillaba el espacio en el que existen las cosas y esos objetos en sí, ya que escuchaba algunos relatos sobre cómo al consumir distintas sustancias, las formas, los tamaños y el mismo espacio se veían distorsionados. Un cuadrado dejaba de ser un cuadrado, ya que con la percepción alterada las figuras podían adoptar características distintas.
Le maravillaba ser humana, pues sentir todo aquello era inefable: el experimentar, el percibir y el ser consciente. “Qué hermoso estar vivo”, decía siempre, pero ahora se estaba muriendo; el virus se había extendido por todo el cuerpo.
Ser humana… lo único que la muchacha conocía. Nada antes y nada después. ¿Nada después? Nunca estuvo segura, no había forma de buscar respuesta a algo que siquiera se podía definir con claridad: el hecho de ser consciente. No como una lombriz que meramente opera; sino como un humano, que además de operar, sabe que opera.
T-cum… T-cum… T-cum… Otro latido ante la muerte que golpea pero que no logra aún penetrar.
La consciencia de tener una experiencia subjetiva; los colores, el tiempo, el espacio, el amor. La emoción le hacía maravillarse por esa experiencia tan sublime e inexplicable, pero cuando el sentir cesaba, ella tenía la pregunta de cómo podría ser la realidad más allá de sus percepciones. Pensaba en el rojo, pensaba en lo que producía el rojo, el origen del rojo, pensaba en esa onda de radiación que hacía que vea el rojo. ¿Cómo era esa onda? ¿Sería perceptible si uno no contuviese una mente con una experiencia limitada por sus sentidos? ¿Existe, o sería capaz de existir, una forma de acceder al universo tal cual es? ¿El tiempo sería tiempo sin ente? ¿El espacio sería espacio sin ente? ¿La materia sería materia sin ente?
T-cum… T-cum… T-cum…
La muerte, inaccesible por lo ajena que es a la vida. La muerte, cuando el cuerpo se pudre y esa es la única certeza. La muerte, cuando el cerebro se apaga y el tiempo, el espacio y los colores alcanzan el completo desorden. Pero la consciencia… ¿Cómo explicarla? ¿Qué es siquiera ser consciente? ¿Cómo puede producir consciencia la materia? ¿Es material? ¿O es acaso inmaterial?
T-cum… T-cum… T-cum…
Pétalo abrió sus ojos, débiles.
—Estoy muriendo —dijo mientras lo miraba con ojos profundamente tranquilos.
Su pareja, Jadé, negaba con la cabeza, con movimientos lentos, acariciándole a su amada la mano indefensa, con ojos lagrimosos y un temblor de labios toscamente camuflado.
—Estoy débil —volvió a decir la muchacha—, pero estoy en paz. ¿No creés que hay peores formas de morir?
El joven no podía hacer más que ofrecer todo el amor que habitaba en él, hasta la última partícula de afecto puro.
—Somos inmortales, mi Pétalo. Con vos el tiempo es una ilusión, es este momento existiendo para siempre.
Pétalo le sonrió con emoción. —Quiero escuchar tu versión de alguno de nuestros viajes.
Jadé acarició su cachete. —Está bien, dejame pensar…. —Miró hacia abajo y luego largó una leve risa—. Lo tengo —Y Pétalo sonrió mientras cerraba sus ojos.
—¿Te acordás de la carpa en el bosque, al lado de esa madriguera? Llegamos esa tarde temprano. Yo estaba muy feliz. Nadie deseaba un viaje de ese tipo, pero yo lo ansiaba siempre. Podría haberlo hecho solo, pero con otro ser sintiente que pueda compartir la emoción, era como lluvia cayendo en la sequía. Recuerdo la fascinación con la que mirabas a las luciérnagas, como si fueras un bebé probando helado por primera vez. Pero después —soltó otra leve risa—, después aparecieron dos suricatas y saliste corriendo, y ellas empezaron a seguirte hasta que te metiste al río. El río, el agua helada. Las suricatas volvieron a sus madrigueras y fui a sacarte de ahí. Te volviste mojada, no tenias ropa para cambiarte. Estuviste de mal humor el resto del camino. Al final, como siempre, nos terminamos arreglando y hacíamos lo de siempre, ese ritual inquebrantable, el de decirnos mutuamente cuánto nos amamos y sin olvidarnos de que cada momento puede ser el último. Siempre lo decías: En un accidente de coche, en una escalera, en una pelea, o en una falla incontrolable del cuerpo… —a Jadé se le fue la sonrisa, pues lo último que había recitado le hacía consciente de la realidad que acechaba.
La miró. Ella estaba como antes de que él recitara la anécdota, con los ojos cerrados y con una sonrisa que transmitía paz.
Pétalo apretó con fuerza la mano del muchacho, tan fuerte que parecía que recobraba su fuerza natural. Pero no duró así mucho tiempo, pues esa intensidad iba progresivamente disminuyendo. La mano apretaba cada vez con menos fuerza, desprendiéndose, soltándose del calor de la piel de su amado Jadé.
Una lágrima recorrió el rostro de la joven.
Jadé se recostó en su regazo y se echó a llorar desconsoladamente.
Pétalo percibió su propio cadáver, aún con el vestigio de su sonrisa. Percibió a su amado en vivo desconsuelo. Percibió aquella habitación blanca… pero no solo la percibía; ahora Pétalo era la habitación, era su amado y era su cadáver. Ahora era cada átomo de aquellas entidades y de aquellos entes. Ahora era la puerta de la habitación, el pasillo y la entrada al hospital. Ahora Pétalo era el hospital, la ciudad, las mariposas, el pasto y las nubes. Era la tierra y sus habitantes, era la luna y el sol; era los planetas, las estrellas, los cúmulos de estrellas y los agujeros negros; era los cuásares, las galaxias, los cúmulos de galaxias y el universo mismo. Pétalo se había fundido en la conciencia universal: una región que abarca todas las regiones, un momento que abarca todos los momentos. No sentía el tiempo, ella era el tiempo; no sentía el espacio, ella era el espacio; no sentía los colores, ella era los colores. El cese del plano carnal fue el rito a la trascendencia, pues Pétalo no percibía el cosmos… ella es el cosmos.
Alex F. Bossi
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