Sin contar el amor que uno siente por la madre y que comienza desde el instante en que llegamos al mundo, el primer amor se presenta el primer día de clase en el kinder. Al menos eso me pasó a mí, y estoy seguro de que a muchos de los que hoy se preparan a leer esta breve historia, les sucedió algo muy parecido, sino, lo mismo.
Hoy es tu primer día de clase, dijo mi madre luego de despertarme con un sonoro beso. Yo emocionado, brinqué de la cama como resorte con una alegría inigualable. Era mi primer día en kinder, o jardín, como lo llamábamos en mi tiempo. Tenía 5 años, seguro se preguntarán ¿5 años y recién al kinder? Así era en nuestros tiempos, así que pueden burlarse. Lo cierto es que luego de haber cantado con mi mamá “Pimpón es un muñeco de trapo y de cartón, se lava la carita con agua y con jabón”, peinado con raya al costado hecha a la perfección, con mi jean puesto, zapatillas blancas y guardapolvo azul, bajé a tomar desayuno. Una taza de leche, pan con queso, huevito duro y un vaso de jugo de frutas. De pronto, se escuchó sonar una bocina en la puerta de mi casa, era la movilidad escolar, tomé mi lonchera «»Basa color celeste, le di un beso a mi madre y otro a mi padre y salí hasta la puerta acompañado por ellos. Me esperaba la tía Blanquita, en su clásica Volkswagen Combi color beige. Abrió su puerta, bajó y luego de saludar cariñosamente a mis papás me dio un beso, tomó mi mano y por la puerta lateral de la combi me hizo subir. La camioneta estaba llena de niños a los cuales veía por primera vez. Les dije hola y otro «hola» a viva voz y en coro sacudió la cabina de la combi. La tía Blanquita cerró la puerta, se puso al volante y dijo con voz segura, ¡nos vamos! Yo quedé viendo a mi papás por la ventana, mientras les hacía adiós con la manito y ellos con los brazos levantados despidiéndose y mandándome besos volados, veían como su hijito empezaba a crecer.
Con esa facilidad que tienen los niños para hacer amigos, a menos de dos cuadras de haber partido ya había hecho varios. Todo eran risas y juegos a bordo mientras íbamos rumbo a recoger al siguiente niño. De pronto, nos detuvimos en una casa en esquina color blanco y gris, con un cerco de reja negra a media altura y geranios de un rojo intenso que adornaban toda la frentera. La tía Blanquita hizo sonar la bocina anunciando su llegada. Todos los niños estábamos atentos, pegados a las ventanas para ver quién sería nuestro próximo amiguito. Luego de pocos minutos de espera, se abrió la puerta de la casa y dejó ver, de la mano de su madre, a una pequeña niña de cabello dorado hasta encima del hombro que brillaba con los rayos del sol de la mañana, mejillas coloraditas y ojitos color verde uva. La tía Blanquita inició la rutina que hacía con cada niño que recogía. Bajó de la combi, saludó cariñosamente a la madre, le dio un beso a la niña y tomo su mano hasta hacerla abordar a la movilidad. Nuevamente se escuchó el saludo de todos los niños al mismo tiempo, se cerró la puerta y escuchamos la voz que decía, ¡nos vamos!
A mis cortos 5 años quedé flechado por esa niña que se sentó justo a mi lado. Le ayude a acomodar su loncherita junto a la mía y sin mediar palabra sonreímos. No sabía por qué, pero desde el momento que la vi comencé a sentir como un cosquilleo en la panza, y luego, ya a su lado, mis mejillas se pusieron más coloraditas que las que ella lucía naturalmente. Durante el trayecto no cruzamos ni una sola palabra. La miraba insistentemente de reojo y cuando ella me miraba yo volteaba bruscamente tratando de que no se diera cuenta que no podía sacarle los ojos de encima. Llegamos al colegio. La tía Blanquita bajó del asiento del piloto, se acercó a la puerta lateral y nos hizo salir de la movilidad ordenadamente pidiéndonos a todos los niños que nos tomáramos de las manos y formemos dos filas. Así que aproveché la oportunidad y sin dudarlo un momento cogí la mano de la niña y nos colocamos a la cabeza de todos los niños. Estaba listo para hacer mi ingreso triunfal al kinder de la mano de la niña más linda que jamás había visto. Ya en el colegio, recibí una mala noticia, la niña y yo no estaríamos en el mismo salón
Me puse triste y tratando de disimular ese sentimiento ingresé a mi aula, donde coincidí con varios amiguitos de la movilidad y conocí nuevos niños. Pasé todo el día pensando en ella. La imagen de ambos tomados de la mano caminando hasta la puerta del colegio se repetía en mi mente una y otra vez. Sus ojos verdes y sus mejillas coloraditas aparecían a cada instante en mi pensamiento. De pronto sonó un timbre, era hora de salir al recreo. Salí volando de la clase a buscarla y cuando la encontré, estaba rodeada de otras niñas lista para disfrutar de la merienda de su lonchera. No tuve el valor de acercarme. Di media vuelta y reparé, que con la prisa, había dejado olvidada mi lonchera en clase, así que tuve que regresar al salón por ella. Luego me acerqué a mis nuevos compañeros y me quedé con ellos jugando hasta que volvió a sonar el timbre que indicaba que debíamos volver a clases.
Tuve que esperar dos largas horas hasta que suene el timbre de salida y poder volver a estar con ella. Nuevamente salí volando de la clase, aunque esta vez ya no olvidé mi lonchera y fui directamente a la puerta de su aula. Casi inmediatamente comenzaron a salir los niños del salón. Apareció ella, la tomé de la mano y caminamos hasta la puerta del colegio donde ya estaba esperando la tía Blanquita. Nos recibió con un beso y nos hizo abordar la Volskwagen combi. Nos sentamos en los mismos sitios que habíamos ocupado en el trayecto de venida. Terminaron de subir a la movilidad los demás niños y se escuchó la voz de la tía Blanquita, ¡nos vamos! y así iniciamos el retorno. Fuimos dejando algunos niños en el camino. Pasaban los minutos y no me animaba a hablarle, solo estábamos sentados uno al lado del otro y yo la miraba de la misma forma en que lo había hecho más temprano. Llegamos a la puerta de su casa. La tía Blanquita hizo sonar la bocina anunciando su llegada. Se abrió la puerta de la casa blanca y gris en esquina, al mismo tiempo que la tía Blanquita abrió la puerta lateral de la combi. La niña cogió su lonchera, me dijo chau y antes de que se pare de su asiento, tomé valor y le dí un beso en la mejilla. Me puse rojo como un tomate y le dije hasta mañana.
El día había terminado para mí. Solo quedaba esperar hasta el día siguiente para volver a verla. Seguro pasaría toda la tarde pensando en sus cabellos dorados hasta el hombro, sus mejillas coloraditas, sus ojos verde uva y recordando esos pocos minutos que pasamos tomados de la mano.
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