Capítulo 3. Importaciones Medhawari.
El grupo se detuvo entre dos callejones oscuros cuando sus miembros creyeron que ya estaban a salvo para tomar un respiro.
—¿Me permites ver eso, Maese Enano? —preguntó Kurome.
De entre sus ropas, Grimthor sacó lo que le había entregado Keynahari. Era una extraña pirámide fabricada en hierro.
Kurome tomó la pirámide de la mano de Grimthor y comenzó a analizarla.
—Pesa mucho.
—Igual tiene algo dentro. Ábrela —le respondió Gunarkh.
La elfa lo intentó, pero no vio la manera. Parecía que era una especie de rompecabezas, o que necesitaba una llave para hacerlo. Sacó una ganzúa y probó a forzar una pequeña ranura situada en una de las bases. Se le rompió la ganzúa.
—Si fuera una cerradura normal, ya estaría abierta —concluyó—. Sea de quien sea esto, no quiere que nadie más pueda acceder a su interior.
—Tal vez contenga sal —sugirió Panit Yae. La sal, en Voldor, era el material más preciado que existía. Era más cara que el platino y los diamantes.
—¿Sal? —exclamó Gunarkh, quitándole el artefacto de las manos a Kurome. Alzó la mano con la que tenía asida la pirámide.
—¿Qué haces, bestia? —gritó Grimthor, al tiempo que alargaba las manos para intentar detener al semiorco.
Gunarkh arrojó el cacharro contra los adoquines, que produjeron un sonoro crac en respuesta al golpe que se acababan de llevar. La pirámide seguía intacta.
—Es una cerradura de ladrón —dedujo Panit Yae.
—¿Una qué? —preguntó Grimthor.
—Una cerradura de ladrón.
—Ya te he oído la primera vez, Yae. ¿Qué es una maldita cerradura de ladrón?
—Es una tecnología antigua. Probablemente de tiempos de los Peregrinos. Solo obedecen a las manos humanas que conozcan la combinación adecuada para abrirlas. No la vamos a poder abrir.
—Es verdad —añadió Gunarkh—, le he dado muy fuerte, y nada.
—Tal vez por eso Keynahari quería que se la llevásemos a Owyylian —propuso Kurome—. ¿Y si sabe cómo abrirla?
—Pues como no lleve una mano humana colgada al cuello… —añadió Yae con sarcasmo, cruzando los brazos.
—A lo mejor nos paga por el cachibache —propuso Gunarkh.
—Está bien, queridos —intervino Kurome—, creo que es hora de visitar Importaciones Medhawari, ¿no es así? Propongo y, además, recomiendo que nos dirijamos, sin más dilación, a visitar a Owyylian.
—¿Sabes dónde está eso? —preguntó Grimthor.
—Yo sí —se adelantó Panit Yae—. Está a las afueras. No sé exactamente dónde, pero sé la zona.
—Lo que resulta de lo más conveniente —añadió Kurome— teniendo en cuenta los hechos acaecidos hace escasos treinta minutos en El Mercado de las Especias. Pongámonos en marcha. Panit Yae, querida —dijo, haciéndole un ademán para seguirla— por favor, guíanos.
Sin perder el tiempo, el resto de la compañía se recompuso e inició la marcha tras la maga hacia su nuevo objetivo.
El grupo se sentía observado. Importaciones Medhawari estaba ubicado en la cara menos amable de la ciudad y los lugareños no estaban acostumbrados a visitas, salvo de personas ya conocidas, o de peor apariencia que el grupo. En cada esquina había alguien que parecía estar barruntando cómo aprovecharse de ellos. Parece que este ánimo se veía atemperado cuando posaban su mirada en Kurome que, pese a no haber estado antes en el vecindario y a que andaba detrás del grupo, era la que caminaba con paso más firme, con su característica postura erguida y elegante.
Una de las personas transeúntes aparentaba, sin embargo, no sentirse intimidada por la presencia de la elfa. Cuando pasaron a su lado, la figura habló.
—¿Qué trapos son lo bastante sucios como para hacer que Kurome se arriesgue a estropear las suelas de sus impecables botas en estas aceras?
Kurome paró en seco frente a la delgada figura. Se trataba de una araina de más de dos metros de altura, de piel grisácea. Sus ojos, rojos e inexpresivos, como los de Lus, pero más amenazantes. Tenía una boca enorme, sin labios, de la que asomaban seis enormes colmillos quitinosos, a través de los cuales se alcanzaba a ver la negrura de lo que había detrás. Se la quedó mirando fijamente durante unos segundos que parecieron eternos.
—Unos con los que podré comprarme todas las botas que quiera tras estropearlas —contestó, finalmente.
La araina se cuadró y pareció todavía más alta. El resto del grupo permaneció en silencio, expectantes y tensos.
—En ese caso, más me vale tener información que me sea de utilidad para sacar tajada —respondió la araina.
Kurome soltó una carcajada. La araina la siguió, y ambas relajaron su postura y se abrazaron. El resto soltó el aire que había estado manteniendo en sus pulmones hasta ese momento.
—Por mis cuatro brazos, ¿qué haces aquí, orejas de pico?
—Lallistäe, querida, tú tienes de pico todos los dedos de todas tus extremidades, ¿por qué me sigues llamando así? —añadió Kurome, divertida.
—Me llaman la atención —respondió Lallistäe, sonriendo, si se podía llamar así—. Con mis dedos puedo perforar la carne, pero las puntas de tus orejas se doblan si las toco —añadió al tiempo que le doblaba la punta de su oreja a Kurome con una de sus cuatro manos—, me pregunto por qué serán así.
—Siento interrumpir —intervino Grimthor—, pero tenemos cosas que hacer.
—Cuánto ímpetu en tan poco espacio —bromeó Lallistäe.
—Cuán poco tacto en tan abundantes manos —respondió Panit Yae, su mirada, furiosa.
—¿Es tu representante, enano? —dijo Lallistäe, cruzando todos sus brazos en una trenza de carne.
—Es mi amiga —sentenció Grimthor.
—¡Y yo! —gritó Gunarkh, en un volumen nada acorde con la conversación, mirando al horizonte, como si posara para alguien alguien le estuviera retratando.
Kurome se echó a reír. Qué personaje…
—Está bien, está bien —dijo—, todos somos amigos. Täe, estamos buscando a Owyylian. Seguramente esté en Importaciones Medhawari. ¿Lo conoces?
—Vaya, parece que al final sí voy a poder sacar tajada —respondió ésta, extendiendo la palma de una de sus manos derechas.
Kurome puso los ojos en blanco. Sacó una moneda de oro y se la puso en la mano que le había extendido.
—Qué trabajo más fácil —rió, echándose la moneda al bolsillo y girándose en dirección a una de las calles que bajaban hacia la parte más baja del barrio—. Escuchad atentamente: tenéis que seguir por esta calle durante treinta metros.
Todos permanecieron atentos.
—Y, ¿después? —preguntó Grimthor.
—Nada —respondió Lallistäe.
—¿Qué? —dijo Panit Yae.
—Después, nada.
—No… —dijo Kurome.
Gunarkh parecía no entender muy bien la conversación.
—Es ese edificio —señaló Lallistäe.
Kurome se llevó una mano a la frente, sus ojos, cerrados.
—El trabajo más fácil de mi vida —añadió la araina, al tiempo que comenzaba a alejarse del grupo—, ¡cuidado con los fantasmas!
—¡Esta te la guardo, araña! —le gritó Kurome, con una sonrisa en la boca.
—Por todos los dioses, Kurome, esta mujer ha hecho que casi aprecie tu compañía —dijo Panit Yae, dirigiéndose al edificio.
El local de Importaciones Medhawari era único en Nakuro, pues estaba construido al nivel del suelo, siendo que casi todas las edificaciones estaban ubicadas en los árboles. Además, el primer nivel había sido elevado en piedra. Había cinco plantas más, alzadas en madera, claramente más modernas, y ajenas a la cultura que erigiera la planta baja.
Apostadas a ambos lados de la puerta de entrada, había dos mida gorila controlando el acceso, y otros dos en cada puerta por la que pudiera entrar o salir alguien… o algo. Alrededor del edificio también había dos patrullas rondando: kitsunes, un hipótido, varias arainas y hasta un delgado sáurido de piel roja como la teja.
—Kurome —le dijo Gunarkh, en el tono más bajo que pudo, aunque no logró evitar que sus otros dos compañeros le oyeran—, aquí hay mucha vigilancia, ¿no? Pensaba que podría sacarle algo al tal Owynosequé a golpes, pero creo que lo mismo deberíamos hablar…
Kurome sonrió.
—Así es, amigo. Tú mantente alerta y guárdame las espaldas —le guiñó un ojo.
Gunarkh asintió, serio.
—Creo que debería ser yo quien hable —se incorporó Panit Yae—. Soy mida, y Owyylian también. Conozco los modos y las mañas de los mida de Nakuro.
—Yo también lo creo —añadió Grimthor.
Gunarkh miró a Kurome, esperando a que hablara.
—De acuerdo —concedió Kurome—, me parece adecuado.
—De acuerdo —se apresuró a confirmar Gunarkh—, no me parece mal.
Se acercaron a los guardias de la puerta principal.
—Auge y fortuna —les saludó Panit Yae, con un ademán—, mida. Venimos con el propósito de encontrarnos con Owyylian para negociar, ¿podemos subir? —En Nakuro no solían usar la palabra entrar, ya que solía inferirse del verbo subir, dada la localización de sus viviendas tradicionales.
—Auge y fortuna —respondió uno de los guardias—, mida. No.
—¡A que te mato! —saltó Gunarkh, levantando un puño.
Los guardias se llevaron rápidamente la mano al cinto, agarrando el puño de sendas armas.
—Ja, ja, ja, Gunarkh —rió Panit Yae, muy falsamente, mirando a la cara del centinela con el que había iniciado la conversación—, tú siempre tan bromista.
—Owyylian no recibe visitas de las que no tengamos conocimiento —se limitó a decir este, soltando la empuñadura de su espada y cuadrándose de nuevo—, y no os conozco.
—Ya, pero, verás…
—A nosotros —dijo Grimthor, que estaba detrás de Panit Yae—, nos recibirá.
—No sé quién eres, paladín —dijo el guardia—, pero Owyyilian no recibe visitas de desconocidos enanos, elfas, orcos o mida.
—Y yo te digo —dijo Grimthor, airado, a la vez que sacaba la pirámide de metal y se la enseñaba— que, a nosotros, nos recibirá.
El guardia se quedó mirando el objeto de la mano de Grimthor y se volvió a susurrar algo a su compañero, que rápidamente se escurrió hacia dentro del zaguán.
Al cabo de un minuto, volvió a salir.
—Entrad —ordenó.
Habiendo dejado atrás la puerta de entrada, los miembros de la banda fueron cacheados. La finalidad del cacheo, sin embargo, pareció más un mensaje que una comprobación, ya que a ninguno le retiraron las armas. Estaban tan seguros de que no suponían una amenaza para ellos que les dejaron entrar sin más.
Otros dos mida condujeron al grupo a una sala donde parecían estar esperándolos. La habitación, poco ostentosa pero, aun así, lujosa, estaba iluminada con una serie de luces tenues que inspiraban intimidad, en contraste con el ambiente que reinaba el salón. Alrededor de una enorme mesa había, al menos, veinte personas, algunas con aspecto de comerciantes y otras con aspecto más… sospechoso. Todos miraban al grupo y, a la cabeza de la mesa, sentado en una silla, esta sí, bastante ostentosa, como una especie de trono ornamentado, había sentado un mida, cómodamente apoyada su espalda contra el respaldo, una tiara enjoyada cubriendo parte de su incipiente calva. A su derecha, una mida vestida de oscuro, menuda y delgada, pero digna y de ojos vivos.
—Bienvenidos a Importaciones Medhawari —les recibió la mida—. Auge y fortuna, mida. Soy Suojan, presidenta ejecutiva y socia fundadora de la corporación. Este es Owyylian.
—Yo soy Gunarkh —dijo este, forzando una exagerada e innecesaria reverencia que arrancó una compasiva sonrisa de algunos de los presentes.
—Auge y fortuna, mida —se presentó Panit Yae—. Soy Panit Yae. Ya conocéis a Gunarkh. Y estos dos son Kurome y Grimthor, el Inquebrantable. Hemos venido, como sabéis, a negociar…
—¿A negociar? —la interrumpió Owyylian, soltando una sarcástica risita—. Creía que veníais a entregarme algo.
—Pues sí —respondió Yae—, aunque quisiéramos obtener algo a cambio. No ha sido fácil y no sé muy bien, siquiera, por qué estamos aquí ni por qué deberíamos entregártela.
—Cuéntamelo, entonces. Seguro que es una historia interesante.
Panit Yae dudó. Miró a Grimthor y al grupo. Parecían conformes. Panit Yae comenzó a hablar y le contó a Owyylian toda la historia: cómo se habían encontrado con Keynahari, cómo habían tenido que huir del Mercado de las Especias, cómo tuvieron que enfrentarse a cuatro guardias y cómo se las vieron para lograr sobrevivir. Owyylian escuchó con genuino interés.
—Vaya, vaya —dijo—. Parece que habéis vivido toda una odisea. Está bien —concluyó—, entregadme la pirámide y, a cambio, os revelaré un secreto. Una información por la que algunas personas estarían dispuestas a darme diez pirámides como esa.
Panit Yae miró a sus compañeros. Grimthor se acercó a la posición de Owyylian. Metió la mano entre sus ropas y sacó la pirámide, ofreciéndosela al mida. Este la cogió. Entonces, se abrió la camisa, tiró de un colgante que llevaba alrededor del cuello hasta que algo asomó por encima de la camisa: una mano humana amputada. Owyylian metió la mano humana dentro de la cerradura de ladrón y, con unas ganzúas, comenzó a manipular la posición de la mano, hasta que consiguió girar el bombín. Colocó la pirámide sobre la mesa y desplegó sus caras, que cayeron pesadas sobre la madera, dejando a la vista el contenido de esta: una saca llena de sal. Owyylian sonrió. Miró a Suojan y le susurró algo; ella asintió y Owyylian volvió a dirigirse al grupo.
—Está bien —comenzó—, os contaré una historia. Una historia de traición, usurpación y venganza: la historia de la familia Dian-Bhuttan.
>>Hace muchos años, cuenta la leyenda, en los albores del nacimiento de la ciudad de Nakuro, los mida tenían un héroe: Khwwala Dian-Bhuttan. Se dice que Khuwala empuñaba una brillante espada enjoyada que refulgía al entrar el combate y que, cuando lo hacía, la batalla ya estaba decidida. Khuwala ganó cientos de batallas y se ganó el amor del pueblo nakurí y el respeto de su fundador, así que le fue entregado el título de Condestable de Nakuro, el guardián protector de la ciudad.
>>Cuentan que, tras su última batalla, Khuwala envolvió la espada con el sudario de su amada esposa, que falleció durante el combate y juró que, desde ese momento, iba a ejercer su cargo de manera pacífica para no tener que volver a usar su espada ni arrebatar la vida de nadie más.
>>Dicen que, tras su juramento, Khuwala vivió una larga vida y que la ciudad prosperó, libre de conflictos, y que al final de su vida fue sepultado en un mausoleo junto a su esposa y su arma que, para entonces, ya era conocida por todo Nakuro como La Espada Enlutada.
—Eso no es ningún secreto —se quejó Panit Yae—, todo el pueblo nakurí conoce esa leyenda. Así que, imagino, nos vas a contar algo sobre nuestro común amigo.
—Es posible, paisana —le respondió Owyylian—, pero no desperdicio la oportunidad de contar una buena historia.
Panit Yae se limitó a asentir. El resto del grupo escuchaba con atención. Gunarkh, de hecho, con auténtico interés.
—Ahora —siguió Owyylian—, el título de condestable no deja de otorgar cierta influencia en el poder de la ciudad, aunque no como antaño, pero eso es algo que muchos mida lamentan, dada la persona que ostenta el cargo actualmente.
—Lhibiaghi —añadió Kurome—, el hermano de Keynahari.
Owyylian asintió con una suspicaz sonrisa.
—Parece ser —continuó el mida— que el actual condestable, hijo menor del anterior, menos sabio y capacitado que su hermano, no despierta las mismas simpatías que vuestro patrón.
—Keynahari no es nuestro patrón —intervino Grimthor, algo ofendido—, solo El Peregrino ordena.
—Sea como sea —le contestó Owyylian—, Keynahari era, sin duda, una opción mejor para el puesto: más sabio, más preparado, más querido.
—Un momento —saltó Gunarkh—. Si Keynahari era mejor, ¿por qué no es él el condestable? ¿Por qué lo han detenido?
—Gunarkh —le respondió Kurome—, Keynahari está muerto para Nakuro. Nadie sabe que aún vive. Según cuentan, murió hace un par de años en extrañas circunstancias. Otros dicen que fue enviado lejos de Nakuro por su hermano, para usurpar su puesto. Y que después, éste, ocultó todo rastro de su inquina y su ruindad.
—Pero —siguió el medio orco—, ¿por qué lo han detenido?
—Imagino —añadió Grimthor— que la pirámide no sería de su propiedad.
Miró a Panit Yae; ésta, a Kurome.
—Así es, me temo —respondió Kurome, algo ruborizada por no haber reparado en ello antes—. Este es el gremio de ladrones, ¿no es así, Owyylian? Sabíamos que teníais que ver con ellos, pero no es eso. Sois ellos. Keynahari robó esa pirámide con el objeto de entregártela a cambio de la ubicación de La Espada Enlutada.
—¿Podría haber un mejor remate para la historia que os acabo de contar? —respondió este—. El auténtico heredero, el paria traicionado, regresa a su ciudad empuñando la espada de la leyenda, reivindicando su posición y devolviendo el honor a su familia.
—Poco podrá hacer desde una celda —dijo Panit Yae.
—Ciertamente —contestó Owyylian—. Pero yo he recibido mi pago por la información, así que os daré la ubicación de La Espada Enlutada. Los ladrones no tenemos honor ni alcanzamos la gloria, pero nuestra palabra es nuestro crédito, así que cumpliremos con ella. Lo que hagáis con esta información vosotros o lo que le pase a Keynahari Dian-Bhuttan, no es de mi incumbencia ni interés.
>>La pregunta, ahora, es: ¿queréis esa espada?
—Sí —afirmó Kurome, sin atisbo de vacilación.
—Bien, pues —dijo Owyylian, al tiempo que hacía un gesto a dos ladrones para que se acercaran a él—. Acompañadles a la mazmorra.
Los dos ladrones asintieron e hicieron un ademán para que el grupo les siguiera.
—Por aquí —dijo uno de ellos.
El grupo les siguió.
Recorrieron un pasillo y atravesaron dos habitaciones que parecían destinadas a almacenar objetos, probablemente robados. Grimthor creyó reconocer un martillo duergar. Siguieron a los dos ladrones a través de una escalera de caracol que descendía hacia lo que serían varios pisos abajo y el ambiente fue volviéndose más opresivo y húmedo a medida que descendían. Llegaron al final de la escalera y, después de transitar otro pasillo, una sala bien iluminada y algo más cálida y seca que el resto del camino se abrió ante ellos.
—Esta es la mazmorra de entrenamiento —les contó uno de los ladrones—. Los que nos encontramos arriba hemos pasado por ella. Es nuestra prueba de fuego. Los que no están arriba, es porque no han salido. Si tenéis suerte, llegaréis a una sala donde hay una trampilla. Nosotros terminamos ahí nuestro entrenamiento, pero si bajáis por la trampilla llegaréis al lugar que estáis buscando.
Entonces, el otro ladrón —ladrona, más bien— abrió la puerta. Los miembros del grupo se miraron y atravesaron el umbral.
Inmediatamente, la puerta se cerró tras ellos.
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