La Espada Enlutada – Capítulo 2

La Espada Enlutada – Capítulo 2

Rafael Andrade

01/09/2024

Capítulo 2. El Mercado de las Especias.

El grupo se dirigía hacia el mercado de Nakuro bajando por una calle empedrada, flanqueada por hileras de boj intercaladas con otros arbustos y flores. A los lados, la ciudad era un armonioso entresijo de árboles, plantas y animales, donde las construcciones mida se mezclaban con el paisaje como si fuera parte de él. Nakuro era, sin duda, la muestra de cómo la civilización podía convivir con la naturaleza sin destruirse mutuamente.

A medida que avanzaban, iban advirtiendo cómo la ciudad estaba construida, precisamente, para acoger a viajeros y aventureros de todos los rincones de Voldor.

Grimthor reparó en que un grupo de enanos charlaba cordialmente, al menos a los ojos de un enano, sentados en corro en unos bancos dispuestos en círculo, demasiado grandes para los medianos, demasiado pequeños para humanos. Era una construcción diseñada con el objeto de albergar este tipo de discusiones entre enanos. Era muy común observar esta clase de escenas bajo las montañas. Saludó al grupo con un gesto que sólo éstos fueron capaces de advertir, y que fue devuelto de manera igualmente imperceptible para ojos no enanos. Los enanos de las montañas solían discutir acaloradamente cuál era la mejor manera de tallar este o aquél tipo de piedra, cuál era la herramienta óptima para hacerlo, qué metales eran más útiles, si su utilidad dependía de su valor monetario o de sus aplicaciones prácticas, y todo tipo de cuestiones similares, análogas, extrapolables o… distintas. Los enanos solían discutir mucho sobre cualquier asunto, en realidad. Tal vez esa era la razón de su antigua sabiduría. Su filosofía de vida se basaba en la continua discusión y cuestionamiento de sus técnicas y conocimientos, de modo que se mostraban firmes al defender sus posturas, pero humildes ante las ideas de los demás. Eran capaces de asumir, pese a que pudiera parecer lo contrario, que podían no tener razón en algo. Por eso sus técnicas arquitectónicas, herramientas, y avances tecnológicos eran los más modernos y admirados de todo Voldor. Nadie conocía tan bien la roca como los enanos de las montañas. Así como los mida eran los más ilustres conocedores de la historia y defensores de la diplomacia, los enanos eran los más ilustres conocedores de los materiales y los símbolos de Voldor.

Qué gran ciudad, se dijo Grimthor, podría ser esta la más bella construcción no enana que hayan visto estos ojos. El diseño de todas estas construcciones parece integrarse a la perfección con el ambiente. Una manera muy enana de construir un país…

Tras una gran arcada formada por dos grupos contrapuestos de glicinas blancas y violetas se advertían los primeros movimientos del mercado de Nakuro.

Todo un entramado de tenderetes, puestos ambulantes y negocios locales, conformaban un paisaje vivo y dinámico, reflejo del esplendor del que gozaba el imperio mida.

Miraras donde miraras, podías advertir el aura de tolerancia y respeto de las que tanto hacía gala la especie mida a lo largo del mundo. Gente de todas las ascendencias y condiciones iba de aquí para allá: un grupo de medianos cargados con tiestos y arrastrando carretas andaban presurosos hacia un tenderete en el que exponían variedad de la flora procedente de Samundra y otras tierras que les eran propias; dos karasu estaban interpretando una historia antigua en frente de una pequeña muchedumbre; un kitsune congregaba, ante una mesita improvisada, a un grupito de jugadores que apostaba por ver en cuál de los tres vasos opacos del medio zorro había escondido éste la bolita. Había más barullo a medida que se adentraban en el mercado y, pese a todo, no había ni una pelea, ni una escaramuza, ni gentes borrachas gritando o amedrentando a nadie.

Tal vez se debiera a la guardia de Nakuro que, ataviada con majestuosos y brillantes uniformes, patrullaba con solemnidad y diligencia las calles de la ciudad. Si bien el pueblo mida era pacífico, también era celoso del orden y la tolerancia que habían logrado erigir, razón por la cual actuaban con severidad contra aquellas personas que pusieran en riesgo su justa obra.

A Gunarkh le pareció que todo aquel orden era antinatural. No estaba incómodo, pero no entendía del todo ese tipo de vida. Siempre en la misma ciudad, yendo a los mismos lugares. Él había pasado toda su vida con la horda y su hogar no estaba anclado a un área concreta en el espacio tiempo. La horda actuaba más bien como un fluido. Iban allá donde la necesidad les llevara, impulsados como por los mismos fenómenos que dirigían al viento, las lluvias o las mareas.

Panit Yae, sin embargo, sentía una extraña mezcla entre nostalgia e ilusión al estar en casa. Estaba feliz de volver, después de años, a su ciudad natal. Podía hablar su lengua y utilizar sus maneras. Cuando hablaba con personas oriundas de la ciudad, aunque no las conociera, sentía que las entendía mejor que a algunas personas, sí conocidas, pero de fuera del imperio. Sin embargo, había un poso de amargura en sus emociones. Ya no lo sentía como su hogar. Conocía demasiado bien todo aquello y ella, ahora, era una exploradora de Vajra. Panit Yae se sentía más cómoda en las oscuras y peligrosas ruinas subterráneas. Paradójicamente, sentir el aliento de la muerte constantemente la hacía sentir viva. De alguna manera, saber que cualquier momento podía ser el último, le confería una absoluta seguridad a la hora de tomar decisiones.

Aun así, estaba contenta. —Mirad, esta parte del pavimento está construida de esta manera para no maltratar los cascos de los centauros —dijo, dirigiéndose a Grim y Gunarkh, que caminaban cada uno a un lado de ella—. Aquellas casas que veis en las copas de los árboles son las típicas viviendas mida —contó al grupo, a la vez que señalaba unas construcciones ubicadas entre los árboles de la ciudad, que comunicaban unas con otras y, con tablones y cuerdas, formaban una especie de segunda ciudad, fusionada con el paisaje natural—, yo misma crecí en una de esas.

El enano y el orco asentían distraídamente.

Kurome encabezaba la pequeña comitiva, con paso firme, hacia el bullicio que empezaba a oírse, procedente del mercado al que se dirigían. —Estamos llegando —dijo en voz baja, sin pararse a comprobar si la habían escuchado. También empezaban a llegar notas aromáticas, transportadas por el aire, de la variedad de productos, comidas, inciensos y especias.

—¿No estamos ya en el mercado, elfa? —preguntó Gunarkh.

—En el mercado de Nakuro. Nosotros vamos al Mercado de las Especias.

—¿Está lejos de este? —intervino Grimthor.

—Está dentro —le informó Panit Yae—. Cuando estemos allí, procurad no llamar la atención. Y, con esto, me refiero a que no preguntéis a gritos por los duergar ni abráis las puertas de los locales como si no tuvieran cerraduras —continuó, dirigiéndose a Grimthor y a Gunarkh respectivamente, en tono condescendiente.

Grimthor soltó un gruñido. Era su modo de decir, de acuerdo, Yae, entiendo a lo que te refieres y procuraré hablar con un tono más cordial, pese a que la idea de obedecer cualquier tipo de orden ajena a mi dios me resulta molesta, y espero que sepas valorar el esfuerzo que voy a tener que hacer para contener mis impetuosas emociones. Así lo entendió Panit Yae, que conocía muy bien al paladín.

—En la horda no hay puertas —se limitó a decir Gunarkh—. Yae no entendió muy bien si Gunarkh no sabía realmente abrir una puerta o si se estaba excusando de alguna manera por su entrada en la taberna el día anterior.

—Queridos —Kurome se volvió hacia sus compañeros, abriendo teatralmente sus brazos—, bienvenidos al Mercado de las Especias.

Panit Yae puso los ojos en blanco.

—No parece muy especial —observó Gunarkh—.

No le faltaba razón. El Mercado de las Especias no revestía especiales diferencias al respecto del resto del mercado. Había un bullicio similar, no había nada que delimitara su entrada, ni cartel alguno que indicase que fuera una parte distinta del mercado, y estaba localizado en una calle como todas las demás.

—Pues lo es —respondió la elfa—, mi salvaje amigo. Solo… observa los pequeños detalles —entrecerró los ojos e hizo un gesto casi uniendo los dedos índice y pulgar.

—Mira, Gunarkh —intervino Panit Yae, señalando de nuevo a las características construcciones de los árboles.

El orco alzó la vista y observó que, pese a su similitud con las que había visto en el resto de la ciudad, las construcciones que había en los árboles estaban algo más concurridas y, además, albergaban también gran parte de la actividad comercial cuando, las anteriores estaban destinadas a la vivienda.

—¿Cómo se supone que vamos a subir ahí arriba? Los enanos no somos buenos escaladores. Hendimos la piedra, no tenemos la necesidad de trepar a ningún sitio.

—No hace falta que subamos, Grim, cabeza de roca, no hemos venido a comerciar —le espetó la mida.

—Mas convendría que, al menos, lo pretendiéramos —continuó Kurome—. Si queremos pasar desapercibidos, no es lo ideal encaminarnos directamente a nuestro encuentro. Adelante, id a curiosear y, tal vez, hasta encontréis algo de utilidad. Este lugar acoge herramientas, adminículos, pociones y venenos de toda clase. Si os decidís por lo último, no utilicéis esa palabra, decid “ungüento” o “un regalo para un muy estimado amigo.”

—¿Y si queremos cerveza? —preguntó Gunarkh, con genuina curiosidad.

—Entonces pide cerveza —le respondió Panit Yae.

La civilización es muy rara, pensó Gunarkh, levantando los hombros.

—Yae —le llamó Grimthor—, ¿por qué le llaman El Mercado de las Especias? En el resto del mercado también las había y, sin embargo, aquí hay de todo menos especias, aparentemente.

—Verás, el Mercado de las Especias se originó en esta misma calle, con el fin de comerciar con especias y otros aderezos y exquisiteces que los mercaderes traían de todos los rincones de Voldor. Con el paso del tiempo, los mercaderes iban importando productos cada vez más exóticos y, de manera gradual, El Mercado de las Especias se fue convirtiendo en el mercado de rarezas que es hoy.

—Por eso los duergar empezaron a buscar por este lugar…—dedujo Grimthor.

—Definitivamente —concluyó la maga.

Mientras tenía lugar esta conversación, Gunarkh percibió algo que le puso en alerta. Una centauro ataviada con un uniforme, distinto al de la Guardia de Nakuro, les miraba sin hacer el menor esfuerzo por disimular mientras, sin apartar su mirada del grupo, parecía estar dando algún mensaje a sus homólogos.

—¿Quiénes son? —dijo Gunarkh, dándole un golpecito con el codo a Kurome.

—Es la Guardia del Mercado de las Especias. Es independiente de la Guardia de Nakuro. Normalmente, las personas que acaban aquí son las más, digamos… preparadas, para el combate. O las que tienen más experiencia guerreando. La centauro es Rushka —la saludó con la cabeza, sonriendo—. Se dice que mató a un khuul.

—Yo he matado a decenas con la horda —respondió Gunarkh, haciendo un ademán de desprecio con la mano.

—Sola.

Gunarkh levantó las cejas.

—Y, ¿por qué nos mira de esa forma? ¿Es que no tuvo bastante con el khuul?

A Kurome le pareció que, pese a no ser muy agudo para captar las ironías, según lo que había podido observar el día anterior, Gunarkh parecía albergar algo parecido al sentido del humor.

—Tú y el enano sois extranjeros, querido. Esa centauro conoce a los lugareños mejor que nadie. No por nada es la líder de la Guardia del Mercado de las Especias. Aquí viene gente de la peor calaña y ella es la responsable de que las reyertas aquí sucedidas no trasciendan al resto de la ciudad. Desde que Rushka capitanea a esta guardia, las reyertas no llegan ni a iniciarse. Es eficiente.

—Tengo sed —respondió Gunarkh, que no gustaba de extenderse en conversaciones.

Kurome rio.

—Parece que el enano también —le respondió, divertida, y señaló con un gesto de cejas hacia un puesto donde Grimthor aparentaba debatirse internamente entre una cerveza tostada con doble malta y una sidra de manzana roja de Hipocan—. ¿Por qué no te reúnes con él mientras yo hablo con la mida?

—Sí —dijo Gunarkh, relamiéndose y marchando, con paso decidido, hacia donde estaba Grimthor. Charlaba animosamente con un felínido, de nombre Shkir, al que terminaron por comprar dos cervezas y dos pociones de curación.

Kurome se volvió, caminando hasta situarse junto a Panit Yae.

—Huele igual —dijo, con una apesadumbrada sonrisa, mirando hacia las construcciones sobre los árboles.

—¿Qué?

—La ciudad. Huele igual que cuando me marché —añadió, sin apartar su mirada de aquellas construcciones—. Parece que en Nakuro no transcurre el tiempo.

Kurome esperó unos segundos, dando a Panit Yae el espacio suficiente para salir de su ensimismamiento por el contexto de la conversación.

—Panit Yae —le dijo— quería hablar contigo antes de nuestra reunión con mi confidente.

—Adelante.

—Gracias, querida. Bueno, como sabes, soy dada a extenderme más de lo necesario a la hora de hablar, a fin de transmitir mi mensaje con la mayor claridad, procurando no dar pie al equívoco o a la malinterpretación de mis palabras.

—A fin de conseguir lo que te propones, Kurome —contestó la mida, con amabilidad, pero tajante.

—Soy una persona elocuente —se excusó Kurome, con una sonrisa, sin negar la acusación de la mida, que parecía no profesar excesiva simpatía por la elfa.

—Continúa.

—De acuerdo, al grano. Tú eres de Nakuro. Sé que llevas años fuera pero, imagino, que no eres ajena a la realidad política de la ciudad.

Panit Yae asintió.

—Bien, pues, como sabrás, el hermano del condestable y legítimo heredero del título falleció, hace un par de años, en extrañas circunstancias, lo que permitió a Lhibiaghi asumir ese cargo.

—Estoy al corriente, sí.

—De acuerdo. Es posible que, durante nuestro encuentro con mi contacto, percibas en nuestro interlocutor cierto parecido con Keynahari, el verdadero condestable. Esta situación se dará, querida, porque nuestro interlocutor es, ciertamente, Keynahari Dian-Bhuttan.

—¿Cómo? —respondió Panit Yae—. No digas tonterías, elfa, no tiene gracia —añadió, entre enfadada y confusa.

—Yae, te pongo sobre aviso por puro egoísmo. Esos dos brutos no tienen ni idea del tema, y no le reconocerían, pero tú eres nakurí. No quiero que, cuando veas a Keynahari, te lleves una sorpresa y creas que es un fantasma o un no muerto y montemos una escena. Está vivo, ¿entendido? Y lo vas a ver en unos minutos, más vale que lo sepas de antemano —le aclaró Kurome.

—Esto no tiene sentido, Kurome —le siguió Yae—. ¿Por qué está vivo? ¿Fingió su muerte? ¿Creyeron que lo habían matado? Kurome, son muchas preguntas y tenemos poco tiempo, ¿por qué no me lo has contado antes?

—Primero, apreciada mida, porque nos conocemos desde hace unas doce horas y, segundo, porque no habrías venido. Creerías que me lo estaba inventando.

—Pues sí, pero…

—Pero —la interrumpió Kurome—, querida Panit Yae, Keynahari fue traicionado. Fuera por una u otra razón, el hecho es ese. Tendremos tiempo de analizar las condiciones de dicha traición después de que hayamos hablado con él. Ya es la hora, vamos.

Kurome reunió al grupo y lo dirigió, a través de la calle donde empezaba El Mercado de las Especias, hasta la plaza que albergaba el corazón de la actividad comercial de éste. Era una hermosa plaza adoquinada, con un antiguo árbol en el centro, alrededor del cual se situaban las paradas cuyos dueños ostentaban mayor poder adquisitivo. Grimthor notó que Rushka, que llevaba con sus ojos clavados sobre ellos desde que habían llegado al Mercado de las Especias, se quedó en el linde de la plaza, supuso que para no entorpecer la actividad comercial de los vendedores más pudientes y que, a su vez, imaginó, pagaban las tasas más altas por ubicar allí sus puestos ambulantes.

El instinto guerrero de Gunarkh le hizo fijarse en una figura negra que había entre dos tenderetes del mercado. Parecía algo turbado y miraba a un lado y a otro, como si no quisiera que le reconocieran.

—¡Psst! —la figura llamó a Gunarkh, a la vez que hacía un gesto con las cejas dirigido hacia Kurome.

—Elfa —dijo Grunarkh, con un tono de voz lo bastante elevado como para llamar la atención de su compañera entre el barullo de la plaza y señalando hacia la oscura figura—, tu amigo.

Maldito salvaje… Pensó Kurome.

El grupo se dirigió, tratando de mostrarse indiferente, hacia el punto ciego donde se había colocado el misterioso colaborador de Kurome.

—¡Keynahari! —exclamó Kurome en un susurro.

—Gracias por venir, Kurome —dijo Keynahari.

Ahora que estaban cerca, los miembros del grupo pudieron ver el rostro de su contacto. Era un joven mida. No parecía un adolescente, pero tampoco mucho mayor.

—No tengo mucho tiempo —siguió el joven mida, al tiempo que sacaba algo de entre sus ropajes y se lo ofrecía al grupo. Grimthor alargó la mano y cogió el pesado objeto: una especie de pirámide de metal—. Debéis ayudarme. Dadle esto a Owyylian y os llevará hasta La Espada Enlutada… —Keynahari alargó la cabeza por encima del hombro de Grimthor y dio un respingo—. ¡Por El Peregrino! No sé cómo, pero me han encontrado… Owyylian, por favor, ¡la vida de todo mi pueblo depende de esa espada!

Los cuatro miraron hacia atrás y vieron acercarse al galope a Rushka y otro centauro, acompañados por otros cuatro guardias de varias especies, corriendo hacia ellos al grito de “¡Deteneos, ladrones!”

—¡Keynahari, corre! —le suplicó Kurome, mientras se daba la vuelta para correr en la dirección opuesta.

Los demás la siguieron. Detrás de ella, Gunarkh y Panit Yae, seguidos de Grimthor. Keynahari salió como disparado calle arriba. El grupo de Rushka se dividió: los centauros, tras Keynahari; los otros guardias, tras el grupo.

Grimthor pudo alcanzar a ver cómo Rushka se llevaba detenido a Keynahari.

Perdió a Kurome de vista.

—¡Maldita! —masculló, entre jadeos.

Gunarkh lideraba ahora la huida. A su paso, los tenderetes y las paradas iban saltando y desparramando sus contenidos, lo que facilitaba la carrera del enano, que le iba a la zaga. Panit Yae dio un salto, se apoyó sobre el toldo de uno de los puestos que habían saltado por los aires y, con naturalidad, continuó su huida por la parte alta de la ciudad, la que estaba construida sobre las copas de los árboles. Ahora, los únicos que podían verse entre sí eran Grimthor y Gunarkh. Frutas y verduras salían despedidas por doquier, quedando aplastadas por los pies del orco y el enano; las bebidas se derramaban y los tenderos maldecían; nubes de especias y otras partículas empezaron a acumularse suspendidas en el aire, movidas por la corriente que iban levantando a su paso, creando una bella imagen de colores, como si se estuviera celebrando el carnaval de Nakuro. Se acercaban a la esquina de un callejón. A Gunarkh le pareció que era el único camino que podían tomar, así que giró.

¡Paf!

Gunarkh cayó al suelo. Grimthor vio cómo un guardia tumbó al orco de un bastonazo y tuvo tiempo de reaccionar. Se llevó la mano a la espalda y asió con fuerza la empuñadura de su hacha. Sin mediar palabra, la sacó, propinando un hachazo que alcanzó el hombro izquierdo del guardia, que se lanzó un grito de terror.

Tres guardias más les salieron al paso. Era el grupo que se había separado de Rushka y que parecía haber deducido que el orco y el enano iban a tomar ese camino antes que ellos mismos.

El primero de los otros tres centinelas se lanzó hacia Grimthor, descargando la espada sobre la cabeza del paladín, que lo vio a tiempo para esquivar el golpe, no sin que le llegara a rozar las protecciones de su brazo derecho.

Al tiempo, Gunarkh se levantó, iracundo. Dio un grito que pareció detener por un momento el avance de los guardias y corrió hacia el que acababa de atacar a Grimthor, derribándolo de un placaje.

El primero de los guardias estaba de nuevo en pie y, entre este y los otros dos, flanquearon al grupo. Como sincronizados, estos, apuntaron con sus lanzas a sendos rivales, lanzando una larga estocada cada uno. Hirieron a Grimthor en la pierna izquierda, por lo que cayó con una rodilla en el suelo. Gunarkh logró detener la lanzada de su adversario agarrándola con su manaza, que sufrió lo que para un humano habría sido un doloroso y profundo corte, y apartándola hacia un lado. Otro de los guardias lanzó un veloz espadazo que logró propinar un corte en el bíceps del orco, que estaba fuera de sí, y le respondió con un fuerte puñetazo que lo dejó aturdido.

Dos guardias más llegaron al lugar, advertidos por el fuerte alboroto que estaba causando el enfrentamiento. Rodearon a Grimthor y Gunarkh.

—Esto no tiene buena pinta, orco —le dijo.

—Mi madre era humana —respondió este, como si la situación no le pusiera más tenso que su propia ira, y se tiró hacia el guardia que le quedaba más de cara.

—¡Espera, te van a matar! —gritó Grimthor, a tiempo para partir con su hacha una de las lanzas que se dirigían hacia el semiorco y hacer desequilibrar a su usuario.

Dos de los guardias alcanzaron a Gunarkh: uno, en una costilla, otro, en la corva.

Parecía que iban a pasar la noche en los calabozos de Nakuro, si es que los guardias conseguían atemperar la furia de Gunarkh antes de acabar matándolo.

De repente, se oyó un cortar de aire. Tres de los guardias salieron despedidos en direcciones concéntricas opuestas, como si algo les hubiera golpeado en el pecho. Los otros tres guardias miraron en derredor, confusos. Una mida ataviada con una túnica azul aterrizó junto a Grimthor y Gunarkh.

—¡Gracias al Peregrino, Yae! —exclamó Grimthor—. Bien, ahora sabréis por qué me llaman Grimthor, el Inquebrantable —declaró, con una sonrisa asomando entre la maraña de pelo naranja, apretando las manos alrededor del mango de su gran hacha, con una mirada de desafío en el rostro.

Los guardias que habían caído se incorporaron a la vez que Grimthor alzaba su hacha y comenzaba a correr hacia uno de ellos. Gunarkh inició una carrera, al parecer ignorante del dolor provocado por sus heridas, y cargó con su espadón sobre otro de ellos. Panit Yae movió su pie derecho hacia atrás, como para afianzar su postura, e inició un movimiento de manos, tras lo que pronunció una especie de conjuro. El aire que desplazaron sus manos comenzó a subir de temperatura y a adquirir un tono rojizo. Lo concentró entre las palmas de sus manos, generando una corriente que lanzó sobre un guardia desprevenido, incendiando las pieles de su vestimenta. El guardia se echó al suelo a rodar.

Quedaban cuatro.

Grimthor y Gunarkh se batían el cobre contra dos de ellos y, los restantes, se abalanzaron sobre Panit Yae, estimando que sería el rival más fácil de abatir en el cuerpo a cuerpo. La mida asió su elegante vara de madera de olivo con ambas manos, dispuesta al combate. Susurró otro conjuro y su cuerpo se vio cubierto por una película luminosa, similar a una armadura, pero adaptada a la silueta y los movimientos de la maga.

El primero de los dos guardias atacó, un felínido con el pelo rubio que portaba un sable. Con un grácil movimiento, Panit Yae lo esquivó, propinando un golpe de vara a la espinilla del segundo, que venía a la carrera tras su compañero, haciéndolo perder el equilibrio por un momento. Ella se incorporó y cargó contra el felínido. —¡Dah! —gritó Panit Yae, y su aliento sonó como si procediera, no de su garganta, sino de lo más profundo de su estómago. El guardia salió despedido seis metros hacia atrás y quedó tendido..

Ella se dio la vuelta y se estremeció. El otro guardia había recuperado el equilibrio y lo tenía casi encima, dirigiendo una daga que sabía que no podría esquivar. Cerró los ojos…

Oyó cómo una daga perforaba carne y huesos.

No me duele.

—¿Qué haces con los ojos cerrados, querida? Te has perdido mi heroica aparición in extremis.

Kurome… Respiró aliviada. Los seis guardias yacían en el suelo. Grimthor había guardado el hacha y Gunarkh parecía tranquilo.

—Toca correr, chicos —les apuró Kurome.

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