Tortuga Imaginaria

Tortuga Imaginaria

Marta Sierra

17/07/2024

Nací, si es que se puede decir así, un día de Mayo en el que no pasaba nada. Debía ser el día más aburrido del mes, sino del año. Jaime, el niño que me imaginó y al que yo supe de inmediato que debía animar, tenía cuatro años y estaba sentado en las escaleras del porche, mientras los mayores hablaban entre susurros dentro de la casa. Me acerqué y le puse la cabeza encima del brazo. Él me miró y sonrió, gritando “¡Una tortuga!” y con ese nombre me quedé. Me contó, mientras jugábamos al pilla pilla, con una clara desventaja por mi parte, que esa no era la casa de sus padres, que esa era mucho mejor. Era la casa de los abuelos, que vivían en el pueblo y a Jaime le encantaba pasar tiempo con ellos y le encantaba esa casa.

Me enseñó sus escondites favoritos. Nos quedamos en uno de ellos un buen rato, Jaime estaba convencido de que ahí no nos encontrarían. El escondite no debía ser tan bueno porque los padres de Jaime dieron con nosotros muy rápido. La madre le cogió del brazo y le llevó al coche entre patadas y gritos de mi amigo. Yo fui lo más rápido posible pero se fueron antes de que pudiera entrar. Por fortuna, al ser un amigo imaginario, estoy ligado a Jaime por una fuerza sobrenatural, así que pude seguir la senda que dejaba y, aunque tardé un poco, pude llegar hasta él. ¡Qué contento se puso cuando me vió!

El piso de los padres de Jaime era muy diferente a la casa de sus abuelos. Era pequeño y viejo, y no había dulces en la nevera. Ellos eran buenos pero no tenían mucha paciencia con Jaime, ni con nadie, así que yo me aseguraba de tenerla por ellos. Era un momento especialmente tenso, solían tener la radio o la tele encendida y solo se hablaba de muertos y enfermos. Jaime prefería ver los dibujos, así que no prestaba mucha atención.

Cada vez pasábamos más tiempo juntos, me contaba cosas, jugábamos y pasábamos por montañas rusas emocionales cada vez que tenía una pataleta. Jaime sabía cuándo tenía que pedir perdón y al final lo hacía, aunque primero pasaba por las fases de: hacerse el despistado, culpar a otro, negarlo todo e incluso indignarse. Nunca volvimos a ir a la casa de los abuelos, por lo visto ya no estaban ahí.

Le gustaba mucho dibujarme, o tal vez le gustaban mucho las tortugas en general, pero la pared de su cuarto estaba plagada de tortugas y eso me llenaba de orgullo. Se reía mucho de mi lentitud, pero luego le gustaba cuando me veía aparecer, caminando despacio, horas después de nuestro último encuentro. Un día me preguntó si yo me iba a morir. Yo le dije que las tortugas vivían cientos y cientos de años, mucho más que las personas. Él me abrazó.

Un día Jaime se levantó de mal humor. Había tenido pesadillas y se fue al dormitorio de sus padres donde ellos estaban aún durmiendo. Les dijo que quería ver a los yayos, y repitió la misma frase una y otra vez, cada vez más alto, hasta que su padre dijo “no aguanto más a este niño” y su madre le gritó que se fuera a la cama ahora mismo.

Al día siguiente, estábamos todos en la cocina desayunando y los padres de Jaime le explicaron que los yayos estaban en un hospital, que se habían puesto malitos. Le prometieron que en cuanto estuvieran mejor podría ir a verles. En realidad eso es lo que Jaime entendió, porque lo que dijeron fue, “si se ponen mejor, podrás ir a verles”. La madre de Jaime tenía los ojos llorosos y los dos parecían muy cansados. Yo quería decirles que no se preocuparan por Jaime, que aunque ellos se tuvieran que ir a trabajar, yo cuidaba de él. Pero lo de ser imaginario viene con sus desventajas.

Desde que habían cerrado el cole, los vecinos hacían turnos para vigilar a los niños del edificio.

Un día, los padres de Jaime llegaron a casa y la madre de Jaime estaba llorando. El padre se sentó con él, y le dijo que los yayos se habían puesto muy malitos y los médicos no habían podido hacer nada por salvarlos. El padre de Jaime tenía una foto enmarcada en la mano, en la que aparecía Jaime con sus yayos cogiéndolo en brazos, felices, en la casa que tanto le gusta.

Jaime cogió la foto y sintió un nudo en el estómago, porque a estas alturas ya todos los niños del edificio sabían lo que significaba la muerte, pero también sonrió, porque le daba felicidad verlos en la foto. “El yayo tiene cara de tortuga ¿verdad?”. El padre de Jaime sonrió y le abrazó. “Pues ahora que lo dices, si, tiene un poco de cara de tortuga”. Yo también lloré un poco, porque aunque uno no es de carne y hueso, también tiene sentimientos.

He estado con Jaime un año más, para asegurarme de que estaría bien. Y va a estar bien, ahora lo sé. Que terminara la pandemia y pudiera volver al cole fue un gran alivio para todos. Recibieron la casa del pueblo en herencia y se están planteando alquilar algunas habitaciones a los escaladores que empiezan a ir a esa zona, para no tener que venderla.

Ya era hora de presentarme a Ingenio, la jefa suprema de la imaginación, para solicitar otro puesto en el que se me necesite. Así que aquí estoy, esperando mi turno, entre un elefante rosa con camiseta a rayas y un papagayo con sombrero de copa. Me encanta mi trabajo.

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