Llegó por la tarde, vestido como uno de esos turistas del norte que pululaban la zona diariamente inundando de alcohol su sistema: con un short verde acorde al calor que de un día para otro había incrementado aproximadamente 8 grados, un sombrero de pescador color marrón claro que, junto a las gafas de sol, su camiseta blanca y sus zapatos deportivos, hacían que Víctor fuera indiferenciable de muchos otros hombres blancos y de estatura ligeramente superior a la de la población local, que cruzaban en ese momento aquella misma calle.
La única diferencia visible era la funda de guitarra que cargaba como una mochila en su espalda.
Fue de camino al punto acordado, caminando por una calle de Lisboa que -dio un vistazo a su reloj de muñeca- a las cinco y treinta y dos de la tarde estaba un tercio de llena de lo que iba a estar en un par de horas; sin embargo, aún así, el bullicio era muy molesto, o al menos lo era para Víctor. La música en vivo que tenían los garitos de la zona solía consistir en un único guitarrista en la puerta de los locales, dejándose la garganta durante horas con el mismo repertorio de 10 o 15 canciones anglosajonas de los 90’s, acompañados por sendas cornetas que llevaban el sonido distorsionado a toda la calle. El volumen excesivo no era solo para llamar la atención de un potencial cliente, sino para intentar opacar a la otra docena de músicos que hacían exactamente lo mismo en los bares de la competencia.
En otras partes del mundo, los vendedores ambulantes, que en Portugal están prohibidos, se aglomeraban como palomas ante los visitantes que transitan por sus calles más populares. En este caso, de este lado del mundo, el acoso era diferente. Lo que abrumaba de las zonas más conocidas de la noche portuguesa era el ruido, el ruido de todos los negocios de la calle rodeando al guiri en busca de los dólares americanos y las libras esterlinas. No era lo mismo, pero era igual.
El ruido.
El continuo torrente de sonido a demasiados decibeles era algo que Víctor no había podido aprender a ignorar por completo. Lo llevaba bien, pero no igual de bien que otro tipo de ruidos. En la profesión en la que Víctor ya se consideraba un consagrado profesional, con una carrera de casi dos décadas, la capacidad de bloquear los diferentes “ruidos” – la mayoría de ellos más bien no literales – no solo era importante, sino, definitivamente, una cuestión de vida o muerte.
Se puso sus audífonos especiales con los que podía graduar el volumen que terminaba llegando a sus tímpanos, y desapareció en la fachada del edificio gris de estilo brutalista que ponía el fin a la calle y abría al bulevar contiguo.
2.
A las siete y cinco minutos de la tarde apareció Raúl.
Llegó en un Honda negro del que Víctor no pudo determinar el modelo (ese tipo de detalles los solía proporcionar la agencia, y en este caso no hacía falta) pero era notorio que no era un carro del año, ni tampoco uno muy viejo. Discreto, intencionalmente de bajo perfil, parecido a Víctor. Sentado en una pequeña silla de madera en frente de una de las ventanas sin cristal que sobresalían del edificio, Víctor dio otra calada a su cigarrillo electrónico y miró a Raúl caminar en dirección al local que quedaba prácticamente en frente del edificio donde él estaba apostado. Lo siguió con la mirada, y se mantuvo atento.
El hombre caminó por la acera con paso firme, antes de abrir la puerta de la tienda de sushi “SHIFU”, dejó caer discretamente su billetera al suelo y se agachó a recogerla, inclinándose con esfuerzo un poco exagerado. Su objetivo era que Víctor lo viera bien. Aunque esa era la forma en la que se había decidido que Víctor confirmaría la identidad de Raúl para evitar malos entendidos, realmente no era necesario tanta teatralidad en este punto. Era protocolo. Víctor estaba seguro de que ese hombre al que no había visto más que una vez en persona era Raúl, porque, a pesar de la distancia entre el edificio y el restaurante, el señuelo era muy diferente del sujeto objetivo, que debía llegar no mucho tiempo después, y en el tiempo desde que Víctor comenzó a mirar, nadie más había entrado al local.
La funda negra de la guitarra estaba tirada, abierta sobre el suelo gris de cemento sin baldosas, justo al lado de Víctor. Estaba dispuesta para una recogida rápida del equipo durante la huida, y también preparada para un inesperado e improbable visitante del piso 13 de un edificio comercial vacío y en venta. El equipo, por otro lado, se encontraba ensamblado casi completamente, todo en su lugar salvo el soporte, que ahora mismo Víctor encajaba en la parte inferior del cañón del rifle francotirador Remmington M700. Una elección pensada para distancias cortas, definitivamente no su juguete favorito, pero seguramente sí el idóneo para este tipo de trabajos por lo ligero de su peso y facilidad de esconder o desechar. Nunca le había fallado.
Más allá del forro, el rifle y el pequeño aparato rosado del que inhalaba y exhalaba humo blanco dos veces por minuto, Víctor no llevaba más que la ropa que tenía puesta y, por supuesto, 50 euros para pagar el taxi hasta una de las plazas en cuyo parking había dejado su vehículo, bastante lejos de la escena. De no encontrar un taxi rápidamente, podía incluso darse una vuelta por alguno de los bulevares que rodeaban toda aquella parte de la ciudad, tomarse una cerveza cero alcohol y llegar antes de las nueve al departamento que había alquilado, a dormir. El mismo departamento que mañana a esta misma hora estaría buscando un nuevo ocupante.
De Portugal no se llevaría nada más que un libro que había comprado en efectivo en un puesto de libros usados. Uno de Pessoa, en portugués. Para algo tenía que servir, además del trabajo, haber aprendido incipientemente el idioma.
El sonido de vidrio rompiéndose lo sacó de su tren de pensamientos.
Se levantó sin acercarse demasiado a la ventana, con suficiente ángulo para mirar mejor la calle.
En una de las terrazas del restaurante de al lado del edificio, que parecía mucho más lujoso que el de sushi, una mancha roja se desparramaba en el pavimento en frente de una de las mesas con comensales. La mano de Víctor se fue instintivamente a su costado, tocando el cuerpo tibio de madera del rifle. Fueron instantes en los que algún que otro escenario desafortunado pasó por su cabeza, hasta que fue evidente que lo que estaba en el suelo era vino y la botella rota estaba siendo recogida por el mesero que la había dejado caer.
Víctor se sentó de nuevo en la silla, respiró profundamente, miró su reloj y se dispuso a esperar.
A ignorar el ruido.
3.
El cartel del local de sushi era tan poco extravagante como la fachada del sitio: un cartel de colores oscuros con la palabra SHIFU en grandes letras de un rojo tan oscuro que sobresalía apenas del fondo. Pero lo que sí llamaba la atención era el gran “CLÍNICA DERMATOLÓGICA VENÉREA” escrito en letras rojas chillonas sobre un aviso blanco, que quedaba justo al lado del establecimiento. Víctor se dijo que definitivamente evitaría comer en un lugar que parecía estar emparentado con una clínica para tratar enfermedades de transmisión sexual. Capaz tenían el mismo dueño. ¿Quien sabe?
Cada uno tiene que ganarse la vida como pueda, de eso Víctor sí que sabía bastante.
Aquella calle, una de las de la Praca de Figueria era conocida por ser uno de los pocos sitios considerados como zona roja en Lisboa. La prostitución en los sitios más frecuentados de Portugal era bastante diferente de la que había en otros sitios menos dependientes del turismo familiar de verano. No es muy probable que encuentres chicas frente a vidrieras exhibiendo sus atributos con poca ropa y ofreciendo sus servicios a los hombres que caminen por sus calles, pero, como en todos lados, existe la industria, la más demandada de la historia de la humanidad y que no tenía pinta de desaparecer. En este caso, en este lugar concreto, no tenías que buscar demasiado para encontrar una prostituta o algún chulo haciendo de man in the middle. No estaban a la vista, había que tocar alguna puerta.
Víctor nunca había contratado servicios sexuales y no creía que fuera a hacerlo nunca. Lo consideraba peligroso en muchos sentidos, y además, algo de su naturaleza conservadora le hacía mantenerse lejos de ese tipo de situaciones. Tuvo muchas oportunidades, todas desechadas, para probar el vicio; la mayoría de ellas en su breve pero fructífera estancia en la armada de su país, donde consiguió los contactos para dedicarse a lo que se dedicaba. Pero antes, fue enviado a una base en el sudeste asiático por un convenio de protección y colaboración. La misión del convenio era principalmente compartir datos de inteligencia, pero él no formaba parte de aquello en sí, sino que era una especie de escolta. Iba con otro 20 hombres, un escuadrón de acompañamiento para los oficiales de alto rango. Dejar una pequeña parte de su sueldo en mujeres de la noche era probablemente la diversión favorita de sus compañeros de cuadrilla, pero ese nunca fue su estilo.
Si se trataba de amor, Víctor no necesitaba una mujer, y desde que había empezado a ejercer su profesión, pensaba que tener pareja no solo era definitivamente una debilidad importante para él -como lo es también la familia, que tampoco tenía – sino un posible gran problema para la hipotética otra persona. Eso sin contar los horarios y viajes continuos que realizaba de forma frecuente. Simplemente no encajaba con la vida que había escogido y para la que no había vuelta atrás, ni ganas de volver atrás, y la naturaleza le había hecho el favor de no hacerle demasiado sensible a la soledad.
Cerca de las ocho de la noche apareció caminando por la calzada de en frente la figura del objetivo, Damián González Paria. Sus pasos apresurados delataban ansiedad, y tardó muy poco entre que doblaba la esquina y llegaba al local de sushi SHIFU. Víctor dio un vistazo. No necesitó tres segundos para identificarlo, conocía su figura desde múltiples direcciones, con múltiples atuendos y en diferentes locaciones; estaba grabada en su memoria. La carpeta con sus fotos había sido destruida por seguridad anoche. Era parte de su trabajo poder reconocerle con facilidad, no había espacio para equivocaciones, y en 20 años de trabajo no tuvo nunca que disculparse con nadie.
Damián haló la puerta negra con cristales color mostaza de la entrada, y entró al local.
4.
¡Raúl! – dijo en voz alta Damián apenas se dio cuenta de que Raúl lo esperaba en una de las mesas al fondo de la sala. Su tono parecía jovial, era lo que debía parecer.
El restaurante no era muy espacioso, quizás incluso un poco angosto y obligaba a cierta cercanía entre las mesas. Estaba decorado de forma minimalista, con algunos toques ceremoniales asiáticos. Dos ventiladores colgados del techo de las salas contiguas del local, le daban ventilación. Uno estaba encima de la cabeza de Damián, que esperaba con los ojos fijos en Raúl.
Alzó la mano en respuesta al saludo, y sonrió con un gesto que parecía más irónico que amigable. Raúl sabía que Damián estaba al tanto de la situación complicada en la que se encontraba, y de la que no iba a salir haciendo alarde de cortesía.
El hombre caminó hacia Raúl presurosamente, y antes de llegar volteó un segundo hacia el mostrador para llamar al mesero, que también era el cajero. Pero el hombre que lo esperaba en la mesa interrumpió su iniciativa.
Ya está listo – dijo primero Raúl. – Ya pedí, Damiancito. No te preocupes.
Raúl se quedó inmóvil por un par de segundos, se sentó en la silla de en frente y empezó a hablar.
¿Cómo estás, hombre? Hace tiempo no te veo. Que mal que tenga que ser en estas circunstancias…- dijo Damián queriendo evocar camaradería. Su comentario sonó sincero. Raúl hubiera querido encontrarse con Chito en mejores circunstancias, o no habérselo encontrado nunca.
Todo bien, todo bien – Victor dio un trago al vaso de agua cuyo hielo ya estaba casi completamente derretido. – ¿Cómo está tu hija?
La garganta de Damián se cerró por un segundo.
Bien. – dijo cuando por fin un sonido se dignó a salir de su garganta-. Está bien, ya cursando primero de la ESO, sale de vez en cuando por la noche. Tú sabes cómo es -soltó una risita nerviosa, mientras volteaba hacia atrás por reflejo.
Sí, ya lo sé. Hay que cuidar a nuestras hijas, ¿no te parece, Raúl?
Entre la caminata rápida que había dado antes, y esta amenaza velada que acababa de recibir, Damián empezaba a manchar de azul marino su camisa azul celeste.
5.
Solo sabía el nombre de pila de Raúl, y el nombre completo del objetivo. Nada más. Víctor no necesitaba más información que la que proporcionaba la agencia. No conocía a los hombres, ni tampoco el motivo, pero sospechaba por la locación y los individuos involucrados, que esto debía ser un problema de mafias. De mafias importantes, no de pandillas de poca monta. Las pandillas tienen a sus propios mercenarios, que hacen un trabajo mucho menos prolijo que el de Víctor, menos “profesional”, aunque ese era en parte la intención en ese tipo de contextos: no solo saldar deudas sino enviar un mensaje. Se podía hasta sacrificar la libertad del sicario para eso, enviar a la cárcel a algún drogadicto que apretó el gatillo a cambio de una cuantiosa suma de dinero para él y sus familiares, protección y los mejores abogados que garantizarían una estancia más corta que la dictaminada por el juez, o hasta una desestimación del caso si se invertía más dinero en el juez correcto, en la parte del mundo correcta. Eso en caso de que los atraparan. A Víctor no lo atraparían, ni tampoco era el soldado de nadie. Era un asesino profesional, y uno muy bueno. De los pocos que aceptaban trabajos en capitales europeas, precisamente porque tenía la habilidad para salir sin un rasguño, además del dinero y la logística para cruzar la mayor cantidad de fronteras posibles en cuestión de un día. Estaría del otro lado del continente pasado mañana, y aquí como si no hubiera pasado nada.
El objetivo había entrado hace quince minutos, Víctor no esperaba que la cena fuera a durar demasiado. Sería una charla más bien corta, o eso le dijeron. Ese hombre, Damián, estaba teniendo su última comida sin saberlo.
Víctor esperaba sin ningún atisbo de ironía que aquel fuera un muy buen sushi.
En la calle, las cosas estaban tranquilas. El ruido había comenzado a ser soportable, incluso juraría que le habían bajado el volumen a los parlantes.
Los turistas ya habían llegado a desfilar por las calles, aún en línea recta porque no les había dado tiempo para emborracharse todavía. Caminaban hombres, mujeres y de vez en cuando aparecía algún niño acompañado de sus adultos. Por ejemplo, allí cerca de una tienda de artículos deportivos, más que seguro de copia, una pareja de padres aparentemente primerizos iba con su niña de aproximadamente 10 años, rubia, con una camiseta rosada que parecía de futbol. Ambos sonreían mucho entre sí y con la muchacha, que agarraba con fuerza la mano de su padre mientras lo llevaba hacia dentro del establecimiento. Los tres entraron juntos, y Víctor recordó súbitamente la primera vez que viajó a la capital de su país natal. Fue un viaje que auspició su tío doctor, que solía tratarle como a su hijo, y al que fueron Víctor, su madre y varios primos pequeños. Se lo había pasado bien, y sobre todo, había comprendido lo realmente grande y variado que podía ser el mundo fuera del pueblo en el que pasó su primera infancia.
Ese tío había muerto hace ya demasiado tiempo, como la madre de Víctor, y sus primos estaban desperdigados por toda Europa tratando de tener una vida. A alguno debía irle bien. No podía saberlo. No hablaba con ninguno.
También entre los turistas habían naturalmente portugueses nativos. Más allá de los que trabajaban en las diferentes tiendas y restaurantes, habían otros que caminaban paseando por la calle junto con los turistas, pero diferentes. Con el toque de seguridad y al mismo tiempo pequeña suspicacia con la que caminan los locales por un sitio que conocen mejor que muchos de los viajeros, que solían más bien llevar sonrisas y un aire despreocupado. Además de los nativos y los turistas, había, como siempre y en todos lados, de cualquier color, tamaño y forma, alguna rata.
Las ratas eran claramente detectables desde arriba. Prestando atención y desde aquella altura, Víctor podía apostar su sueldo de un año a que si señalaba a los individuos que le parecían indudablemente sospechosos de estar rondando a los turistas para robar carteras llenas de moneda extranjera y local, arrebatar teléfonos celulares, arrancar collares o alguna otra cosa peor, su margen de error sería mínimo. Era mucho más fácil hacerlo cuando puedes ver la trayectoria y comportamientos de toda una masa de personas desde un lugar privilegiado como el piso 13 de un edificio, pero también hacían falta otras cosas para identificar de primeras a una rata.
La más importante: haber sido una rata.
Dos sujetos de aspecto ratonil pasaban una y otra vez por esa calle, desapareciendo por la esquina y saliendo de nuevo por otra, cruzando a pie la cuadra una y otra vez, entrando en algún chiringuito de forma fugaz, compraron una coca cola, y salieron a seguir patrullando. Más allá de las diferencias de edad, Víctor pensó que muy probablemente así se veían su hermano y él en Madrid cuando salían a pillar cualquier cosa que pudieran por la calle para conseguir dinero después de que su madre murió. Rafael y Víctor estuvieron durante un par de años de su adolescencia en una especie de pandilla que se organizaba para hacer pequeños atracos y hurtos en una ciudad en la que, en aquel momento, no habían tantos carteristas como ahora. Víctor terminó su corta incursión en el latrocinio cuando se alistó en el ejército, sin tener ningún cargo criminal en su historial, pues nunca lo atraparon, aunque sí alguna cicatriz. Su hermano no corrió con tanta suerte, se metió en otros problemas relacionados con venta de drogas en la calle, y cuando terminó en la cárcel, Víctor no pudo visitarle por sus labores en la academia. Se escribieron durante un tiempo cartas, pero la relación se enfrió hasta morir de hipotermia. Al fin y al cabo, los hermanos habían escogido, si se puede llamar escoger a aquello que hicieron, caminos de vida opuestos e incompatibles. Víctor no lo sabía, pero no tenía duda de que Rafael había seguido con sus andanzas al salir de la cárcel. Su hermano era un criminal, como él, pero diferente. Un choro, ganando lo mínimo para sobrevivir, salir con sus colegas y mantener la adicción a la cocaína que había tomado de la calle. Un esbirro cualquiera, vamos, como los dos hombres que ahora se habían quedado en la esquina que daba al bulevar, mirando para todos lados y hablando entre sí en voz baja.
Personas como esas no estaban tan lejos de ser lo que Víctor podría haber terminado siendo, pero sobre todo, personas como esas eran las que habían propiciado que su hermano menor destruyera su vida desde muy temprano. Ellos, y el mismo Víctor, que siempre sintió que no supo protegerle.
No pudo evitar sentir algo de impotente rabia.
Ruido.
6.
– Julio sabe que las cosas no pasaron así – dijo Damián. Se había soltado dos botones más abajo la camisa. En su pecho colgaba un rosario plateado.
Los platos alargados de sushi frente a ellos estaban vacíos, a excepción de las manchas de soya que había dejado la cena.
– Don Julio sabe exactamente lo que pasó, Damiancito. A ti se te dio una tarea, se te dio dinero y también material. Era un solo trabajo, era tuyo, pero decidiste llevar un compañero. Ahora tu amigo no aparece y tú saliste con un tiro en el brazo. – Raúl se levantó de la silla de repente. Damián palideció. – Ya lo tienes sanito, mira- le dio dos palmadas fuertes a su interlocutor, muy cerca del hombro.
El hombre se sacó el brazo de la camisa, desabrochando dos más de sus botones.
-Mira.- La cicatriz era evidente, pequeña pero evidente. -Ahí me pegó el tiro el hijo de puta cuando me robó.
En ese momento, el mesero llegó a preguntar si querían algo más. Probablemente enviado por el dueño, que era el que sí quería algo con todas sus fuerzas: que aquellos dos hombres con mala pinta se fueran de su local sin dar problemas, lo más pronto posible. Por ahora, no había clientes para incomodar, pero por la hora, empezarían a llegar muy pronto.
Raúl y Damián lo ignoraron.
– Se lo robó a Don Julio, Damián. Te puso una bala en el sitio menos letal posible y se escapó con medio millón. Si yo fuera él, habría apuntado a los sesos. – colocó los dedos en forma de pistola y le apuntó a Damián a la cabeza- Digo, si yo hubiera querido robarme dinero de gente peligrosa, al menos mato a uno de los que me querrían perseguir después, ¿no?. Al único que sabría que fui yo, de hecho, porque nosotros no sabíamos de ese amigo, Damiancito No te dimos a ningún hombre. Si él te hubiera matado, no tendríamos ni idea de quién pudo haber robado el dinero, pero ahora resulta que decidió darte un tiro en el brazo y tenemos a un fugitivo sin DNI, con familia en Vietnam y un pastizal perdido. Todo muy raro.
Damián masticó su comida sin decir palabra.
– Mira, yo no vine aquí a matarte. Nosotros no trabajamos de esa manera y tú lo sabes. Solamente queremos saber la verdad. Si ese amigo existe, dame toda la información que tengas sobre él, y si no existe, no pasa nada, dime donde está el dinero.
Raúl se echó hacia atrás en la silla.
– Si tú no sabes dónde está la plata, capaz tu hija sí tiene una idea. Habrá que preguntarle.
Damián sintió como si fuera a desmayarse.
No había otra opción, tenía que hablar.
7.
Las dos ratas pusieron los ojos en la familia que Víctor había visto antes entrar al local de artículos deportivos. Era muy obvio desde su punto de vista. Víctor los vio mirándoles intermitentemente, pero siempre hacia ellos, indudablemente hacia ellos. Luego estuvieron hablando entre los dos, con la boca tapada, aprovechando cuando llevaban la mano a la cara para fumar. Iban a intentar algo, no sabía muy bien qué. Seguramente no serían las únicas presas en su mira, pero definitivamente si eran una de las escogidas.
Los padres y la niña cruzaron al bulevar que daba hacia la zona roja del lugar, sin saberlo. Simplemente buscaban un sitio donde poder comer relativamente tranquilos. Allí fue donde encontraron por fin una mesa libre donde sentarse a reponer energías lejos del agite, del barullo y de algunos borrachos que comenzaban a aparecer como hombres lobo con la llegada de la luna.
Desafortunadamente, con aquel movimiento, se convertían en cómplices de sus depredadores, alejándose de la marea de personas a la vez que proporcionando con su posición, una vía de escape hacia el intrincado laberinto de la zona roja.
Víctor miraba atento como los hombres se acercaban poco a poco, dando vueltas, hacia la calle casi desierta donde estaba sentada la familia.
Ya agachado, con el rifle a su lado con la bala en la recámara, y la mira apuntando a la puerta del Sushi SHIFU, Víctor trataba de mantenerse concentrado. El paso siguiente era esperar, y después colocarse en posición, detrás del rifle, cuando reconociera a Raúl saliendo del local. Él debía dejar el sitio primero, dejando que Damián fuera el último de los dos en salir.
En cuestión de un minuto, así fue.
Raúl salió, dejó caer de nuevo la billetera a sus pies y se agachó a tomarla.
Víctor se movió, tomó la postura de siempre, y empezó a respirar al ritmo que durante años había perfeccionado para llegar con las pulsaciones y la cantidad de oxígeno correctas al inminente momento de apretar el gatillo.
Poco después, saliendo del restaurante, Damián caminaba lento, hacia su izquierda, la derecha de Víctor. El francotirador hizo una última respiración normal, y se dispuso a apuntar a la cabeza del hombre.
Pero esta vez, solo como referencia.
Había decidido hacerle caso al ruido por primera vez en su vida.
8.
Damián caminaba con la sensación de querer vomitar y desaparecer. Sería un día largo, pensaba, hasta que, mientras iba en dirección al automóvil que había dejado en un parking cercano, vio que dos hombres parados en la esquina hablaban entre sí. Dos hombres que, pensó por un momento, quizás estuvieran allí para matarle.
9.
Víctor bajó la mira de la cabeza al pecho de Damián, tomó aire, se recordó a sí mismo que había hecho tiros como este muchísimas veces, y disparó.
La bala salió con un estallido que se escuchó incluso en la calle llena de música, tintineos de copas y gente ruidosa. Se escuchó porque Víctor quiso que se escuchara, había decidido quitarle el silenciador. Damián cayó desplomado con la cabeza hacia los pies de las ratas en la esquina, que inmediatamente salieron corriendo despavoridas ante la combinación del sonido, inconfundible para ellos, de un tiro, y el cuerpo de un hombre que cayó al suelo casi sobre ellos. No les dio tiempo a ver la sangre que comenzaba a hacer un canal desde Damián hacia la cuneta, pero no necesitaron hacerlo para comprender a grandes rasgos lo que estaba pasando, y que debían correr de inmediato. Eso hicieron.
Víctor se quedó solo un segundo más frente a la ventana, cerciorándose de que aquellos dos hombres escapaban y que la familia en la mesa del bulevar estaba bien. Sin atreverse a esperar un segundo más, empezó a guardar el rifle mientras pedía a Dios por primera vez en mucho tiempo. Pidió que Damián estuviera irrevocablemente muerto, que la niña no hubiera visto más de lo debido, que nadie pudiera identificar inmediatamente de donde vino el proyectil, y sobre todo, pidió que al salir del edificio, un taxista esperara, como todos, una oportunidad para ganarse el pan.
OPINIONES Y COMENTARIOS