El círculo

   Recuerdo perfectamente el día en que maté a mi padre. Era su cumpleaños número 22 y yo tenía 40. Estábamos en un parque, el día era cálido. Esperé sentado un buen rato a unos metros, no importaba si me veía, él no reconocería mi rostro, aún no me conocía, o por lo menos no conocía esta versión avejentada de mí. La mujer que estaba con él y que sostenía un bebé, o mejor dicho, mi madre que me sostenía cuando yo apenas tenía unos 5 meses, se alejó de mi padre dándome la oportunidad de acercarme. Por un momento dudé. ¿Era correcto lo que estaba haciendo? ¿El fin justificaba los medios? Cuando inventé la máquina jamás pensé que terminaría usándola para matar a mi padre. Pero aquí estaba. El destino es tan caprichoso a veces. Pensé en Joselyn, mi vecina, apenas tenía 13 años cuando encontraron su cuerpo. Pensé en Sofía paseando sus perros todos los días por nuestra calle, tenía 15 cuando después de meses de búsqueda por fin pudieron velar sus restos, pensó en todas esas chicas, cientos de niñas que habían muerto en sus manos. Tomó coraje y caminó hacia su padre, se paró frente a él y esta vez sin dudarlo, levantó el arma que llevaba entre sus ropas, apuntó a su frente y disparó.

La idea de la máquina había surgido como un proyecto para la universidad, un trabajo simple que debía presentar para una de sus materias. Con el tiempo me di cuenta de que lo que tenía entre manos era demasiado importante como para presentarlo como un proyecto cualquiera. Decidí continuar con él sin decirle a nadie y preparar otro trabajo.

La construcción de la máquina me absorbió por completo. Comencé a faltar a clases y prácticamente no salía de mi taller. Elena era la única que sabía sobre el proyecto, pero descreía totalmente de él, igual me ayudó a conseguir lo que más necesitaba, el Muscenterio, un elemento descubierto hacía muy pocos años y que había revolucionado la ciencia; y sin él nada funcionaría. Pasaron años, algunos momentos de fervor y otros en los que quería abandonarlo todo, era en esos momentos en los que Elena me mantenía en pie y me alentaba a seguir adelante. Un día, después de 15 años de arduo trabajo, desperté con la convicción de abandonarlo todo. Había pasado demasiado tiempo, me había perdido de demasiadas cosas y no había logrado nada. Harto, cansado y sin esperanzas de éxitos, tomé con mis manos el recipiente que contenía el Muscenterio (al que yo irónicamente llamaba “El condensador de flujos”) para romperlo y como una ráfaga repentina, un movimiento cíclico, una sensación de vértigo que revolvió mi estómago, me encontré de repente en medio de un museo rodeado de gente vestida de manera extraña que me miraban azorados. Esa fue la primera vez que viajé en el tiempo.

No supe como volví, fue Elena quien, en su primer viaje, lo descubrió. Solo había que pararse en el mismo lugar exacto en donde habíamos aparecido, cerrar los ojos y lograr un punto de concentración que te permitía volver, parecía tonto, pero funcionaba.

Comencé a viajar casi a diario al igual que Elena, lo que nunca logramos fue viajar juntos, no supimos descifrar la manera. Me convertí en un experto. Visité a los amigos y familiares que habían fallecido. Intenté presenciar momentos icónicos de la historia e intenté conocer a las personas más influyentes de nuestros tiempos. Aunque hice mi mayor esfuerzo casi nunca lo conseguí. Excepto una vez, era el año 1950, me encontraba recorriendo las calles de Coyoacán en México cuando una mujer vestida con ropas muy coloridas, cejas llamativamente abundantes, unas flores en su pelo azabache y un bastón que la ayudaba en su difícil andar, se cruzó en mi camino. Se paró frente a mí con una actitud avasallante, me miró de arriba abajo y sin decir palabra se dirigió al hombre que la llamaba desde un puesto de frutas.

– Frida!

– Frida!

La mujer lo miró impaciente – Ya voy Diego!

Después de matar a mi padre todo cambió. Por un tiempo me sentí repleto de culpa y remordimiento. Si, maté a un asesino, pero ¿no me convertía eso en uno? Sentía que mis manos estaban ahora manchadas de sangre. Este pensamiento, este remordimiento, sería dejado de lado. Mientras yo festejaba mis 42 años la televisión no dejaba de hablar de un niño de 6 años asesinado por su padre, al parecer las pruebas no fueron suficientes para encarcelarlo. No lo dudé. Fui derecho a la máquina, viajé y lo maté. Ese fue el comienzo de mi final.

Elena supo de mi primera muerte y se puso histérica, estaba totalmente en contra, no paraba de recriminarme, de hablarme de lo malo de mis acciones, de las consecuencias que podrían tener. La escuché dándole la razón sólo para que se callara. Ella no entendía mis motivos, por eso no volví a decirle cuando cometí el resto de los asesinatos.

¿Era la máquina el mejor invento de la historia brindándonos posibilidades infinitas de progresar y aumentar nuestro conocimiento o era, como lo temía, una maldición? La voz de Elena se metía por las noches en mi cabeza y no me dejaban dormir. ¿Era ahora un asesino al igual que mi padre? ¿O mis motivos ligados a hacer justicia justificaban mis actos? Lo único que sé, es que algo en mí no me dejaba parar, mi mayor miedo es que no fuera la necesidad de justicia sino el acto de asesinar lo que me impulsaba. ¿Era como mi padre? Fuera cual fuera el motivo, sin quererlo me había convertido también en un asesino serial.

Con el tiempo se convirtió en una rutina, yo viajaba cada vez más seguido, Elena se quedaba en casa, no viajaba, estaba taciturna, pensante, ya casi no hablábamos, no hacía preguntas a pesar de verme volver en varias ocasiones repleto de sangre. Ambos lo sabíamos y ambos callábamos.

Había quedado con unos amigos en la plaza del pueblo luego del colegio. Hoy cumplìa 15 años. Fui el primero en llegar y los esperaba sentado en un banco de la plaza escuchando música con mis auriculares. Una mujer de unos cuarenta y tantos apareció de repente y se paró frente a mi. Me pareció conocida, su pelo enrulado, la forma de sus ojos. Ella lloraba desconsoladamente.

Parada frente a mí, con sus ojos llenos de lágrimas, sacó el arma que tenía en su chaqueta y luego de un – Lo siento, te amo.

Apuntó directamente a mi cabeza y disparó.

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