Aníbal, el Hombre Planta

Aníbal, el Hombre Planta

Martin Sverdlik

09/05/2024

Pasada la medianoche, salgo a la calle, azadón en mano, vestido con pantalones cargo, una remera camuflada y un antifaz de cuero que me cubre la mitad superior de la cara. Otra vez he oído una voz que me alerta de un ciudadano peligro. Viene de una avenida, a unas diez cuadras. Tan sólo debo seguirla. La noche es fría y una bruma cubre las calles como una mortaja. En el parque central, hay vagabundos durmiendo en los bancos. Yo podría ser uno de ellos. Bajo un ombú hay un grupo de niños desabrigados y reunidos como uvas en un racimo. Quisiera ser como ese ombú que los cobija. Un hombre discute con su mujer, la sujeta y la sacude violentamente, para finalmente largarse y dejarla humillada y cabizbaja en el banco de plaza. Ahora puedo hacer algo. Mis poderes ya no representan una limitación. Desde que murió mamá, unas semanas atrás, que los puedo controlar.

Nunca me fue fácil. En el colegio primario, unos que iban a grados más altos siempre se la agarraban conmigo. Un día se colocaron en círculo alrededor de mí y me empujaron de un lado a otro, como un muñeco de trapo, hasta que caí mentón contra el suelo. Los maestros y maestras no sé dónde estaban. Los pibes escupieron unas risotadas salvajes y se alejaron, dejándome ahí tirado. Gateé hasta el tronco de un árbol y me recliné contra él, un hermoso tilo. En la rodilla tenía un raspón rojizo y gelatinoso del que brotaba sangre. Sin saber por qué, apoyé la mano sobre el tronco del árbol y permanecí un tiempo así, hasta que sentí unas vibraciones en la palma de la mano y luego en todo el brazo. La herida en mi rodilla empezó a cicatrizar. El cielo se pobló de nubarrones grises y se largó una fina lluvia. Hojas secas volaron hacia todos lados. El recreo se terminó y todos entraron. Pero yo me quedé. El árbol me protegía de la lluvia y disimulaba mi llanto. Esa tarde, al llegar a casa se lo conté a mamá, y me miró muy raro, como asustada. Me dijo que llamaría a un doctor. Ese psiquiatra me atendió a través de los años y me diagnosticó algo llamado esquizofrenia paranoide.

Sigo deslizándome sobre el asfalto bajo el cielo púrpura con la luna ámbar colgando. La voz desgastada y espectral reincide en mi interior:

¡Rápido! ¡Rápido!

Llego al lugar de los hechos. Desde la vereda de enfrente observo a dos tipos altos y encapuchados que asaltan a una viejita a punta de pistola. La amenazan para que saque su dinero del cajero automático. La viejita hace todo lo que le dicen.

Los rufianes inflan sus bolsillos con el dinero robado.

—Dale, vieja. ¿No tenés más? —dice uno de ellos y alza la mano para pegarle un culatazo en la frente a la viejita. Cruzo la calle y doy mi señal de alto:

—¡Eh! —grito y los apunto con el azadón.

Parecen sorprendidos, pero rápidamente sus caras se deforman hacia carcajadas malévolas, como máscaras teatrales. La viejita aprovecha para alejarse.

—Miralo a este… —uno le dice al otro.

Con las dos manos aferradas al mango del azadón, amago a pegarles y ellos dan un paso hacia atrás. El de campera negra con rayas rojas enseguida saca el revólver de su cintura y me apunta con él.

—Quieto ahí —me dice.

Le arrojo un golpe con el azadón, pero lo esquiva y aprovecha para descargar una patada sobre mi abdomen y me hace caer de rodillas al piso. Me apunta con el arma en la cabeza.

—Y ahora, ¿qué vas a hacer, Supermán?

Trato de levantarme.

—¡Quieto! ¿No escuchaste? —dice y me pega la punta del revolver a la sien.

Veo que el otro tiene un buzo con el estampado de un lobo. Se acerca y me clava algo a la altura de las costillas. Siento los nervios crispados y ganas de vomitar.

—Está bien —digo—. Me rindo.

Tiro el azadón a un costado y levanto los brazos. Recupero el aire. A la altura del abdomen, sobre el buzo camuflado, siento algo mojado y pegajoso.

Le sostengo la mirada. El poder de las plantas no debe tardar en aparecer.

La mirada del tipo ahora es de desconcierto o, incluso, de terror.

—¿¡Estás loco o qué!? —me dice.

Los locos
creen que yo estoy loco —le replico.

Echo un escupitajo de sangre al piso.

—Este tipo no me gusta nada —le dice uno a su cómplice, lo ayuda a levantarse y se largan rengueando por la avenida.

Doy unos pasos y me arrastro hasta un callejón sin salida. Tambaleándome, descubro mi torso lleno de sangre. Me han perforado a la altura del abdomen. Caigo de rodillas y consigo apoyar la espalda sobre el tronco de un árbol de jacarandá. Hago presión sobre mi panza con el antebrazo y acoplo mis pensamientos con los del árbol. Siento esa calma tan especial. La cicatrización de mi abdomen empieza a efectuarse.

Tenía dieciséis cuando empecé a trabajar en el vivero de mi tío. Había abandonado la escuela. No me podía concentrar en el estudio. Todo lo hacía en silencio, aunque en un constante diálogo con las plantas. A mi tío, por suerte, le resultaba conveniente que yo hablara poco y trabajara más.

Durante todo ese tiempo de llevar y traer macetas, mi mente estaba poblada por los pensamientos de las plantas. Ellas expresaban su conformidad o su angustia y tenían afinidad o rechazo frente a los compradores. Fue durante esta temporada cuando perfeccioné mi diálogo con ellas. Al principio las pretendía calmar pegando un grito o diciendo “shhhh”, porque me daban unas jaquecas terribles. Pero de a poco conseguí hablarles —con la mente, claro—, para tranquilizarlas y preguntarles si tenían preferencia por algún rincón determinado o si había algún sustrato que las fuera a hacer más dichosas.

Una tarde entraron unos tipos al local. Estuvieron todo el día de acá para allá, moviendo cosas de lugar. A mi tío le hablaron de mala manera y mencionaron el dinero. En una ocasión, uno de ellos dejó caer un girasol, quebrando en mil pedazos la maceta. Las plantas gritaron y yo me enfadé de verdad. La frustración y el dolor hicieron que mi mente se poblara de ruido, crecieron voces como raíces dentro de mi cabeza y una potencia superior se hizo presente en mi cuerpo. Dentro de mí habitaba el poder de las plantas. Estaba de rodillas, rendido, y entonces del estómago me nació un grito descomunal, y descargué, así, una furia contenida durante años. Un halo de luz verde salió expelido de mi boca. Ese día la garganta se me inflamó y me cambió la voz para siempre. Los rufianes no entendieron nada y se fueron apurados. Mi tío, detrás del mostrador, se quedó mirándome con la boca abierta y los ojos incrédulos. Yo confiaba en él, pero terminó llamando al servicio de urgencias psiquiátricas, lo que consiguió que finalmente y por primera vez me encerraran en un hospital.

Estás viejo, me dice mi amigo el jacarandá.

Rio y me duelen las costillas.

¿Y vos?, replico.

Yo no salgo a combatir el crimen.

Me descompenso por unos segundos y veo un claro en un bosque. El viento se desliza por el campo peinando la fina hierba plateada. Oigo lo que dice cada ser vegetal, cada especie con sus hojas entramadas a las de las demás. Las voces se funden en una sola y me dicen que ya puedo estar en paz. Veo que han crecido nuevos brotes, los frutos han engordado.

Es bien entrada la madrugada y en la ciudad ha comenzado a lloviznar. El agua penetra como espinas por mis poros. Me pongo de pie y emprendo el camino a casa. Me duelen las costillas, pero las heridas ya han sanado.

Debo andar por las sombras, que nadie me vea así, moverme con sutileza como una enredadera.

En el andén de la estación de tren hay algunos pasajeros solitarios. ¿A dónde irán a estas horas? La ciudad es peligrosa. Y quisiera defender a cada uno de sus ciudadanos. Pero esto es todo por hoy. Necesito descansar. Mañana será otro día y la luz matinal del sol me hará bien. La clorofila en sangre absorberá toda la energía solar que necesito. Me cuesta mucho andar, me siento derrotado y, esta noche por lo menos, no tuve gran ayuda de las plantas. Pero, aunque sea, defendí a la viejita de los bandidos.

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