Hasta ahora recuerdo las vacaciones de aquel feliz verano de 1986. ¿Cómo podría olvidar aquellos días? Conocer a aquel ser entrañable llenó mi alma de una dicha hasta entonces desconocida. Nunca olvidaré las horas que pasé en su compañía,
Era mediodía cuando salí de la casa-hacienda en donde estaba alojado. Había querido pasar unas semanas en contacto con el campo, lejos del tráfago de la ciudad, con el fin de fortalecer mis debilitados pulmones. Salí, pues, y eché a caminar por un sendero que atravesaba campos de cultivo y colinas cubiertas de verde hierba. Anduve buen rato por aquellos lugares, procurando respirar profundamente y aprovechar el pequeño esfuerzo del paseo. Al doblar una curva del sendero, la vi. Era ella. Yo aún desconocía que se llamaba Fernanda. Nunca la había visto, pero la impresión que me causó verla allí, completamente sola, al lado de un viejo sauce, turbó mi pensamiento. Contribuyeron a esto su hermosa figura y su actitud que parecía melancólica y apartada del mundo. Miraba el horizonte con aire distraído, sin reparar en mi presencia.
Me acerqué con trémula osadía, sabiendo que me exponía a una reacción negativa de su parte. Ella no me conocía y podía irritarse. Pero me arriesgué, y llegué a su lado. Fernanda me miró un instante y luego, con perfecta indiferencia, siguió absorta en la contemplación del paisaje. Yo la miraba fascinado, y ella permanecía en aquel estado sereno y ajeno al mundo. Estuvimos así por varios minutos, hasta que ella salió de su inmovilidad y se puso en camino hacia la misma casa-hacienda donde me alojaba. La seguí y caminé a su lado, sintiéndome ya su amigo.
Llegué a serlo, en realidad, con el paso de unos pocos días. También ella se habituó a mi compañía, lo cual me convenció de que existen afinidades que facilitan el rápido entendimiento y la consiguiente atracción mutua. Luego de unos quince días, Fernanda y yo habíamos llegado a un grado de afecto tal que podía decirse que ambos dependíamos de nuestra mutua compañía para sentirnos contentos. ¡Curiosa ironía de la vida! En la ciudad, yo había buscado la alegría de existir, el gozo de ver cada día el amanecer, y no había hallado nada de esto. Todo lo llevaba a cabo con inevitable desgano. La excitación, la euforia, me eran desconocidas. Una fuerte costra de apatía se interponía entre mi alma y la felicidad plena. Pero ahora, justamente cuando había pensado retirarme a un ambiente apacible, había hallado todo lo contrario de la monotonía. Con Fernanda a mi lado, las fibras de mi cuerpo recibían mayor cantidad de sangre, mis músculos tenían más vigor. Por primera vez me sentía un ser vivo. Sonreía y miraba con benevolencia a los demás.
Todo esto lo había originado la compañía de Fernanda. Caminando a su lado, la vida era interesante y promisoria. Promisoria, porque albergaba yo un deseo natural que cualquier hombre hubiese sentido. En verdad, esperaba con nerviosa impaciencia el día glorioso en que la última barrera que existía entre ella y yo se derrumbara.
Y ese día llegó, para mi felicidad. Fue una hermosa tarde, en medio del campo, sin curiosos inoportunos. ¡Qué gloriosa sensación cuando me hice dueño de Fernanda, cuando sentí su cuerpo agitarse bajo el mío! Pletórico de dicha, con la vida que estallaba en todo mi ser, me sentí entonces no solo dueño de Fernanda, sino dueño del mundo. Abracé el cuello de mi amiga y, sin importarme que no tuviese puesta la correspondiente montura, golpeé suavemente sus ijares con mis pies para hacerla galopar. Fernanda, una yegua hermosa y ligera como pocas, echó a correr por el sendero que conducía a la casa-hacienda, llevando sobre su lomo al jinete más inexperto y feliz de la Tierra.
Fin.
En la compañía hallamos el sol,
donde la vida se viste de amor,
en el encuentro inesperado,
renace el alma, antes apagado.
A través del campo, en la fresca brisa,
la dicha florece, en cada risa.
Encontramos la fuerza y la alegría,
cuando en otro ser hallamos compañía.
Así aprendemos, en este sendero,
que el amor verdadero es el mejor remedio.
En la unión con otro corazón,
encontramos la verdadera razón.
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