El jarrón y el perro

El jarrón y el perro

Biron Norori

03/04/2024

Estoy en una fila que no avanza, y ese maldito perro está olisqueando ese jarrón desde que llegué. Hubo una época en la que ese barro modelado tuvo gracia innata, se podía, incluso, llegar a afirmar que «era una obra de arte auspiciada por un alma de humilde talento», pero ahora no es más que un trasto carcomido por la humedad y la ausencia de limpieza.

¡Por Dios! ¿Puede alguien detener a ese pulgoso?

Las zarpas del canino arañan con ira el suelo necesitado de remodelación. Marcha de izquierda a derecha, corriendo, otras veces se detiene e intenta arrancar el concreto, y repite las acciones en sentido contrario. No hay premeditación, no hay consciencia, es el mero instinto el que lo orilla al ansioso deseo de asomar la cabeza en la boca del jarrón.

Por todo lo bueno, ¡ahora le ladra! ¡El infame le ladra a un objeto inanimado!

Miro con disimulo a los que esperan junto a mí. Pocos mantienen la cabeza erguida, la mayoría colocaron el dedo en el punzante sopor de la espera, obligando a la impaciencia a ser desplazada por el reposo y adquirir un estado de calma. Sólo una mujer me separa de la enfermera, sus canas brillan nauseabundas al reflejo de las lámparas artificiales.

Pero… ¿En qué momento el perro ha metido la trompa en la boca del jarrón? ¿Mastica? ¡Sí, mastica!, y la gula en su acción es testimonio del deleite al que está siendo sometido. ¿Por qué parece aliviar cualquier preocupación que el cánido cargaba en su anatomía? Tal vez… No, imposible. El demonio de la perversidad tiene sus límites, aún una abominación de ese tipo sabe guardarse de algunas malpensadas precipitaciones que acarrea la malignidad. Pero…

Algo resuena en mi interior, y cuando una alarma tan ruidosa provoca sacudidas en toda mi anatomía es señal de peligro. Ya no tengo duda al respecto: lo que come el perro, lo que se halla dentro del jarrón, lo que creyeron que podían esconder a simple vista sin que nadie se percatara de ello, no es más que los restos humanos que no consiguen desintegrarse en el crematorio, mismo que, justamente, está al lado del hospital.

Un momento… ¡Lo he descubierto! Entonces ¿qué es esta intranquilidad que acalla mi celebración por tan brillante labor detectivesca? Comprendo, ahora mi vida corre peligro. ¿Podrá su maquiavelismo sobrepasar su ética médica y provocarme una muerte lenta y tortuosa? Debo ser cuidadoso, astuto, pero andar con certeza, cual perro que logró su objetivo aun cuando fuera tan mundano.

La dama de canas reflectantes se ha ido, es mi turno de estar frente a la enfermera. Tranquilo, actúa como si no supieras nada, pero trata de obtener una confesión con la que clausurar el sitio después, acabando con la barbarie y aportando un grano de arena en la intención de rescatar a los que no pueden defenderse.

—El perro estaba inquieto hasta que logró introducir su trompa en el jarrón.

La enfermera lanza un rápido vistazo al animal, permite que asome una sonrisa y dice:

—Utilizamos el jarrón para guardar sus juguetes masticables. Debería ver el desorden que nos regala cuando se cansa de morderlos.

¡Que descaro! ¡Que cinismo! ¡Alabado sea por el inicuo tu excepcional arte para elucubrar mentiras!

—¿Juguetes masticables? ¿Acaso me toma usted por alguna clase de estúpido? Sé perfectamente el arreglo fantasmal y diabólico que hay entre su institución y el crematorio contiguo, ¡que acto de violencia tan sanguinario llevan a cabo con tal de conservar un par de monedas del bolsillo!

La enfermera finge sorpresa, estudia mi cara un buen rato, y al cabo de unos segundos, adopta una expresión de familiaridad condescendiente que, he de ser sincero, aborrezco.

—Escuche, si lo que mastica el perro son restos humanos, entonces yo soy la versión de Britney Spears que aún no se ha rasurado la cabeza. Siéntese, ya lo anuncio con su psiquiatra.

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