Hay que querer a los niños

Hay que querer a los niños

Biron Norori

31/03/2024

La galería de Santa Helena se hallaba particularmente abarrotada ese jueves por la tarde. Cada uno de los puestos, locales y viajeros establecidos donde cupieran y sin caber, vociferaban con el fin de atraer a los de bolsillo más pesado; damas demasiado bien vestidas para ese tipo de ambientes, caballeros de higiene dudosa que actuaban con descarada ignorancia al pretender que no eran ellos los señalados, pero el grupo más extraño eran las familias que, a falta de recursos suficientes para una salida a Santa Marta o Cartagena, debían conformarse con pasar un momento de unión entre olores reptantes y texturas ajenas.

Mezclado con la muchedumbre, sin destacar en nada más que un peinado desfavorecedor para su regordeta cara, Paulo se cuestionaba el haber ido ese día. No sólo el ruido, el clima parecía una capa de gelatina que se adhería al vello de los brazos, trepando hasta colocarse en la nuca, y luego de emitir quejidos apenas audibles, derramarse a todos los rincones de la anatomía con perfumada putrefacción en conserva.

Tomado de la mano, llevaba a un pequeño de cabeza rubia, cuyos pelos danzaban cual trapero cada vez que miraba a todos lados.

—¿Qué es lo que va a comprar? —preguntó el menor caminando como si pisara cucarachas; sus zapatos nuevos lanzaban un chillido al hacer fricción con las zonas aun bien conservadas del suelo.

—Nada en particular —contestó Paulo, dirigiendo su mirada a una zona de frutas con varios padres y niños, estos últimos haciendo bastante ruido—, sólo espero antojarme de algo. ¿Tú quieres algo?

El infante puso el índice y el pulgar en su mentón, como una pinza, en señal de que estaba pensando muy seriamente qué podría pedir. No debía desaprovechar la oportunidad, malgastarla en cualquier tontería, pues a su papá no le gustaba comprarle dulces de la calle. «Lo estaríamos malcriando» dijo una vez a su mamá. Con todo, lo entendía. Era hijo único, el único receptor del amor de una pareja que, plagada de imperfecciones, atentaba contra el egoísmo y el orgullo para una tranquilidad y felicidad aseguradas.

—Creo que un chocolate de esos, los de ese puesto. Se ven ricos. —El niño señaló a una vitrina donde se estaban expuestos diferentes dulces que, según el cartel informativo, eran típicos de las regiones orientales y amazónicas.

—Muy bien, pues ese chocolate será.

Encaminados, Paulo notó que, a ambos lados de la dulcería, en sitios ocupados por puestos de artesanías y más frutas varias, había un séquito de parejas ruidosas con muchachitos estridentes, vociferando antes que hablando, exigiendo antes que pedir amablemente, víctimas de una crianza en donde son denominados “especiales” o “sobresalientes”, alimentando egos que ni sus mentes ni sus cuerpos pueden manejar.

Paulo se notó nervioso, no quería que su pequeño se fuese a sentir abrumado. Por eso, tan pronto como llegó al puesto de dulces, pidió —con mucha educación— el dichoso chocolate.

—¿Relleno de guayaba? —preguntó Paulo, sosteniendo con una mano el chocolate, al hombre de nariz torcida y cabello lacio, que contaba monedas para devolverle el cambio.

—Así es —dijo el hombre con acento muy marcado. De cuando en cuando guiñaba el ojo izquierdo de forma involuntaria al pronunciar las vocales abiertas—, es una receta típica de mi familia, aunque me han dicho que es su versión “actualizada” de una similar en el Guaviare, pero…

Paulo se desconectó de la explicación cuando el peso de su mano libre desapareció. Miró su costado, y no vio la cabeza platinada que, por obligación, debía estar a su lado.

Su descenso a la desesperación fue instantáneo, no hubo tiempo para que el desconcierto formulara preguntas, sólo la tragedia del no saber y la posibilidad del no poder.

Movimientos frenéticos lo invadieron, el sudor por el calor se esfumó junto con cualquier otra preocupación. Ahora le trepaban por la espalda las arácnidas y gélidas sensaciones del miedo y del pavor, al tiempo que daba vueltas con la mirada enfocada en encontrar al chiquillo.

Personas, caras, tantas caras que no reaccionaban a él, inmersas cada una en su mundo, amparadas en la ignorancia y en el desinterés, sin detenerse a ofrecer su ayuda para ubicar a ese niño de no más de cinco años. Tuvo la tentación de correr, una urgencia de muerte le picaba en la sien por haber sido tan descuidado.

Un segundo antes de tomar cualquier decisión, lo divisó a unos metros detrás de él por la zona de las frutas que habían pasado. Se reía a carcajadas con un animatrónico disfrazado de chimpancé que entregaba bananos con las patas. «Voy a matar a ese mocoso» pensó mientras caminaba hasta el niño quien, en la tierna ignorancia del que no concibe la idea del peligro que acarrea el no prestar atención, sonrió al verlo llegar.

—¿Cómo se te ocurre alejarte así? —susurró Paulo una vez se agachó para estar a la altura del niño. Quería gritarle, de verdad lo deseaba, pero hubiese sido atentar contra sus principios, sus ideales, fuera del hecho que no convenía su llanto infantil en medio de tantas personas.

—¡Mira, puede pelar los bananos con los pies! —dijo el chiquito radiante ante la idea de lograr algo así. La ira de Paulo disminuyó tan pronto como apareció, admitió que era simpático el hecho de que pudiera hacerlo.

—Es muy chistoso —corroboró Paulo.

El alma le volvió al cuerpo, tomó nuevamente el control de sus pensamientos y organizó su lista de acciones a seguir. Con el rubio a su lado, el cual estaba fascinado con el chocolate relleno de guayaba, caminaron con un poco más de prisa hacia la zona menos concurrida de Santa Helena.

Las calles, de por sí sucias y sin pavimentar en los sitios aledaños a la galería, se tornaban más desagradables cuanto más se adentraban en los lotes abandonados. El aire era más espeso, podría incluso decirse que sólido, mantenía fresco el olor de la lluvia ácida que corroía los desperdicios orgánicos de los vagabundos. La tierra era difícil de transitar, una superficie sin certeza de si era árida o pantanosa, pero que aseguraba la nula intención de cualquiera de hacer una exploración allí.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó el rubio después de masticar el último trozo del dulce. Miró tras de sí, y cuando no pudo ver la entrada o escuchar la algarabía de sus iguales en edad, fue entonces que el chocolate pareció tornarse amargo en su estómago.

—Tranquilo —dijo Paulo. Tomó al pequeño de los sobacos y lo sentó en una pieza oxidada de lo que, en otro tiempo, pudo ser un carro—, no te asustes. Tú y yo, amiguito, vamos a hacer pedagogía.

—¿Peda…? ¿Qué? —preguntó el niño con una sensación desconocida dibujada en sus ojos. Por primera vez, percibió el metálico gusto del terror acentuándose en su paladar, desbloqueando un catálogo de miedos primordiales que se reproducían ante él, aunque nunca hubiera oído de ninguno.

Paulo, de detrás del asiento improvisado del niño, extrajo un enorme mazo de mango pulido, cuya cabeza de acero mostraba rastros secos y firmemente adheridos de algún líquido que, días antes, estuvieron dentro de otra víctima.

—Pedagogía —repitió Paulo, limpiando del mazo los trozos que empezaban a oler mal—. Vamos a cambiar el mundo.

—¿Cambiar el…? ¡Quiero irme con mamá y papá! —dijo el rubio elevando la voz, su cara se inyectó de sangre y las lágrimas calientes empezaron su travesía por sus mejillas. Vocalizó en un aullido de pánico—: ¡Mami! ¡Papi!

—¡Mami y papi no te quieren! —Paulo tomó al niño del cabello con fuerza, haciendo que este se quejara del dolor— ¿No viste que no pudieron encontrarte después de tanto tiempo? Te salvé de su irresponsabilidad, de su falta de compromiso.

«Todos los padres son iguales. Tienen hijos como si eso fuera un deporte que se puede condecorar, sin pensar en los peligros que pueden correr en sus casas, en todos los dementes que pueden convivir con ellos en su mismo techo. ¡Es por eso que vamos a enseñarles, a todos esos adultos, lo que pasa cuando no se quiere ni se cuida a un niño!

Varias horas más tarde, después de que el crepúsculo se deslizara silencioso en el occidente, la pareja Gutiérrez-Lozada, presas de la angustia y el malestar, recibieron en una caja de regalo el cuerpo destrozado de su unigénito, con el rostro desfigurado en hendiduras profundas y violentas, las articulaciones de sus extremidades retorcidas en ángulos antinaturales, y el sobresaliente mango de un mazo que, de una manera enfermiza, sodomizaba más allá de los límites de lo retorcido sus partes más vulnerables.

Etiquetas: cuento drama relato

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