LA MIRADA DE LOS OTROS

LA MIRADA DE LOS OTROS

Nicolás Dommarco

28/02/2024

Pedro Casale tenía veintisiete años y trabajaba en una oficina de la calle Tucumán. Objetivamente, su vida no le parecía especialmente desgraciada, pero custodiaba un sentimiento de frustración. La mirada de los demás le pesaba; no por cierto rol que le demandaran, sino porque cada cosa que se dice o se hace es interpretada según quién la dijo o la hizo. Intentaba resignarse a no poder cambiar eso. Algunas tardes, el río lo consolaba; por las noches, lo hacía la literatura, sobre todo las novelas de Verne. Las pocas ocasiones en las que se desahogaba con el alcohol, se le escapaba una frase que había leído en un libro de Cortázar: “… tiene razón cuando dice que Sartre está loco y que somos mucho más la suma de los actos ajenos que la de los propios”.

Un sábado 19 de diciembre, cuando caminaba hacia su casa, un auto se detuvo delante de él. Rápidamente, bajó un hombre que lo apuntaba con un revólver. No era la primera vez que le robaban, así que pudo colaborar manteniendo la calma. Entregó la billetera y el celular. Cuando empezaba a enorgullecerse de su serenidad, el ladrón que había apeado, a los gritos, consultó a los dos que seguían en el vehículo si era buena idea secuestrarlo. Pedro sintió terror: se le aceleró el corazón y un tropel de ideas se le cruzó por la mente. Los bandidos resolvieron conformarse con la billetera y el celular. Entonces, el más ambicioso de los tres, como furioso por no recibir apoyo de sus compañeros, le dio un culatazo a Pedro (que lo percibió como un leve ardor en la frente) y se subió al auto.

Sentado sobre el inodoro, mientras esperaba que la herida cerrara para poder acostarse, Pedro sintió que se le cerraba el pecho. Después de un instante, pudo controlarse y respirar profundo. Luego logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y transpirado. Se sosegó imaginándose en su bote, en el río. Se prometió ir el domingo.

El domingo llegó, tórrido. Pedro se levantó temprano y tomó un vaso de agua, comió dos rodajas de pan tostado y se subió a un colectivo que lo dejó en Tigre. En una guardería de allí estaba su bote. Era de fibra de vidrio, de color blanco y tenía seis metros y medio de eslora y noventa centímetros de manga.

Una vez en el agua, Casale se propuso disfrutar del momento, como solía hacerlo. Sin embargo, en seguida se puso incómodo; quería alejarse, quería salirse. Remó maquinalmente. Tras unos minutos, se sintió cansado y se detuvo. Sin que supiera por qué, lloró. Le brotaban los sollozos, hasta que una leve brisa cálida le pasó por la cara y lo sacó de ese estado. Tuvo la noción de que estaba aturdido. Entonces se dejó estar. Comenzó a sentir con precisión cómo el sol le pegaba en la frente. El rayo solar lo inmovilizaba fuera del tiempo. El pasado y el futuro se le disipaban. No tenía voluntad ni necesidad alguna y los párpados le pesaban. Así estuvo varios minutos, acaso horas; pero, de repente, otra vez lo asaltó el pánico. El sudor le corría por la frente; en las manos y las muñecas, en cambio, se le apelmazaba. Casale se sintió observado. Ya alerta, buscando con desesperación, alcanzó a vislumbrar una isla. Entre los matorrales, cerca de la orilla, una presencia difusa se reía o gritaba. Entre los matorrales, un hombre, con una mezcla de alivio y extrañeza, se alejaba de la orilla, mientras veía un bote blanco, vacío, flotando en medio del río.

Etiquetas: cuento ficción

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