Ella tenía ya asimilada la muerte como parte de la vida, para ella era tan simple como respirar. Pero aquella pérdida no fue tan fácil de digerir, no le pareció natural. Siente que su amiga no descansa en paz.
Elena colgó el teléfono completamente atónita.
No podía creerlo, realmente sucedió.
A eso de las 22:00 del primer día de septiembre le llegó la noticia. A sus 40 años de edad, habría muerto su gran amiga.
Elena no pudo controlar su reacción, soltó un suspiro gigante, sus ojos se abrieron y se llenaron de lágrimas. Sus manos comenzaron a temblar y le costaba respirar.
Entró a la habitación Horacio, su marido, quien la escuchó suspirar desde el living.
Él, apenas metió un pie en aquel cuarto, observó la situación y comprendió rápidamente.
Se había ido.
Horacio negaba suavemente con la cabeza, respiraba entrecortado, pero trató de mantener la calma para no alterar aún más a su compañera.
Elena se dió vuelta para mirarlo, pero sin emitir sonido alguno, solo lloraba con la boca entreabierta y la mirada perdida.
Ambos estaban en silencio, viéndose a los ojos, como hablando telepáticamente.
Elena se miró las manos que no paraban de temblar, Horacio, quien estaba en el margen de la puerta, se dirigió a abrazarla.
Ambos, al recibir tal contención, lloraron desconsoladamente, como cuando un niño debe ir al jardín sin su madre.
Por la mañana, Horacio salió a hacer unas compras, el supermercado quedaba doblando la esquina. Cruzó la puerta de entrada del edificio, miró al balcón de su casa y vió a Elena descolgando unos banderines. Se saludaron con la mano y él siguió camino.
La calle estaba infestada de odio, de tristeza y desesperación. La gente lucía cansada, sus bolsas de compras eran pesadas, y en sus caras notabas que solo podían pensar en no pensar nada. Y ahí cuando Horacio dobló la esquina, se chocó con una escultura de piedra, fría y dura. Se podía notar como nada la atravesaba, que era totalmente impune a la muerte.
-Disculpame, no te ví.- Le dijo Horacio luego del impacto, mirando al piso.
El hombre solo asintió, como si le tuviese miedo oculto a Horacio.
Ambos se tenían miedo.
Mientras esperaba a Horacio, Elena miraba por la ventana.
El día era gris, las calles eran sepia y todo el mundo lucía pálido.
Elena había recibido a la gente del flete, que se estaban llevando todas sus cosas.
Para cuando llegase su marido la casa ya estaría vacía.
-Me has dejado a la deriva, a mi y a mis hermanos. Mis hijos recién se estaban aprendiendo tu nombre, y ahora mis nietos tal vez nunca escuchen de vos. Prometo llevarte a la eternidad que mereces, mis hijos van a escuchar mis historias y de ellos saldrá, quedará la memoria de que en algún momento fuiste nuestra y estuviste viva. No dejaré este mundo sabiendo que nunca volverás.- Recitaba Elena una carta que le había hecho a su difunta amiga, Democracia.
Aquella tarde, Horacio no volvió de la calle, y Elena estaba sola, con su casa y su vida vacías y con la esperanza de que la patria regrese antes de que ella cierre los ojos para siempre.
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lume.
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