La niña regresó quince años después, al solar donde sacaba lombrices con una rama entre las raíces de un árbol de mango. Se sentó bajo la sombra y descansó. Había terminado sus estudios de bachiller en otra ciudad, luego se graduó con honores como bióloga y un tiempo después naufragó en una chalupa mientras viajaba en una expedición por un rio en la amazonía. Durante sus años de ausencia siempre la acompañó una extraña sensación de vacío, cada vez que sentía el olor a mango maduro. Lo sintió cuando en las tardes de verano, sentada en la plazoleta junto a la facultad de ciencias en la universidad, escuchaba los frutos de los árboles de mango caer en la tierra, romperse y llenar el ambiente de un olor dulzón que le recordaba su infancia. Y le sucedió igual, en el parque de una lejana ciudad enclavada en la selva, donde arribó recién graduada, con el diploma universitario en una carpeta bajo el brazo, un morral de tela sobre sus hombros y una vieja cámara réflex en sus manos. Durante los tres meses que vivió en esa ciudad no dejó de sorprenderse con el estruendo de la lluvia de mangos que caía sobre los tejados de zinc de las viviendas, el sonido metálico que producían al rodar por el techo de zinc antes de caer al piso, donde la mayoría terminaban por podrirse.

El último día, antes de subirse a una deteriorada chalupa para visitar comunidades indígenas rio abajo, recogió un mango del piso en el parque central de la ciudad. Durante el recorrido por el rio, distraída con la belleza de cerros imponentes de piedra en la mitad de la amazonia, y mientras acariciaba la textura suave de la fruta entre sus manos, la sacudió el impacto seco de la embarcación al estrellarse contra un tronco de madera que emergió, de repente, del rio. El motorista no tuvo tiempo de reaccionar. La chalupa se destrozó con el impacto y se hundió con rapidez. Cuando abrió los ojos de nuevo, la niña del mango se encontraba de regresó a junto al árbol de mango en su casa, se sentó a su sombra y descansó.

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