Desperté con la sensación de haber estado tocando sus bucles pelirrojos y con su mirada acariciándome la boca.
Salí de la cama hacia la ducha. Debajo del agua aún la sentía cerca de mí. Eran las siete y el termómetro del baño marcaba veinticinco grados. Todo parecía indicar que tendríamos un día caluroso; pero a mí nada me afectaba. Entre el champú y el enjuague sus rulos se enrollaban en mis dedos.
Yo la llamo Mandarina aunque su nombre es Marina. Mandarina la más linda de Playa Bristol. Mandarina la más vistosa, Mandarina la de la boca más grande. La de la bikini más chica. Mandarina jugosa.
Sequé mi cuerpo con la toalla de Los Simpson y al llegar a la espalda, sentí pudor. Creí verla mover la cabeza de derecha a izquierda, desaprobando, quizás, mi predilección por la familia de Springfield. Me senté encima la tabla del inodoro, me ocupé de los restos de humedad que quedaban entre los dedos, me envolví en la toalla y preparé un café que terminé tomando tibio.
Soy más puntual que Mandarina así que seguro llegaré antes. Ya la veo acercarse a mí contoneándose. Hasta cuando anda en sandalias es llamativa.
Armé la mochila, cargué el mate, la bombilla y la yerba. Llevaré unos sándwiches que preparé anoche. Me gustan esas cebollitas en vinagre, el queso fresco; el jamón cocido no es tan bueno pero con un poco de mayonesa el sabor mejora siempre.
Guillermo, mi gato, está encima de la heladera. Antes de irme pone esos ojos de corazón espinado. No quiere quedarse solo. No sé si se aburre o no tiene con quién jugar o pelear. Pero todos los días lo mismo: cara alargada, ojos más achinados que de costumbre y ese maullido tan dulce que me hace sentir culpable. Pero no puedo quedarme en casa. Tengo que ir a trabajar, y además, allá la tengo a Mandarina. No la cambio por nadie. Mucho menos por un gato llorón. A pesar de lo mucho que me entretengo con él tirándole el dado azul a lo largo del living. No se cansa. Es como un perrito. Me lo trae hasta los pies, lo suelta al lado de la puntera de mis zapatillas. Aunque ahora voy a verla a Mandarina. Perdoname Guillermo. Ella es mucho más linda.
La llave del candado del estacionamiento está herrumbrada. En cualquier momento se parte la llave, pero el encargado no quiere invertir un peso. Pese a que todos los meses aumenta el alquiler. Para eso no le tiembla el pulso.
Mandarina está fascinada con la escúter de dos asientos. Me abrazará con tanta dulzura cuando la lleve por la rambla mientras su pelo rojo rebote en el aire. Creo que proviene de una familia irlandesa. Y si no es así, algo tiene de celta, porque esas pecas y la blancura, además de esa altura, son muy propias de la genética de los habitantes de aquellos países del Norte. Qué divina se va a ver encima de la escúter.
Hay demasiado tránsito hoy. Si salgo cinco minutos más tarde las calles están atascadas de autos. Si salgo cinco minutos antes están prácticamente vacías. Menos mal que yo puedo meterme por los espacios que dejan las camionetas y los autos. El tamaño de los colectivos es atemorizante; aunque sería la excusa perfecta para sujetar el muslo de Mandarina con una de mis manos. Por ella haría cualquier cosa. Hasta me caerían mejor los colectiveros.
Estoy a media cuadra, falta poco para verla. Tan exquisita oliendo siempre ese perfume de jazmines que le regalaron las chicas. Ahí viene una de ellas. Espero que Mandarina esté por llegar. Si no me equivoco debería estar a punto de asomarse por la esquina.
—¡Hola, Juanchu!, ¿qué hacés? —me pregunta Adriana, una de sus amigas.
—Llegando. Como todos los días…
—Qué linda escúter. Mi viejo quería regalarme una, pero le dije que no. Que mejor juntara para el auto. Me siento más segura.
—Son súper cómodas las escúter —comenté girando rápido la cabeza hacia la esquina—. Mirá quién viene Adriana.
—¡Marina!, tenía ganas de verte —gritó Adriana—. No te cruzo nunca. Siempre ocupada.
—Sí, estoy a mil. Hoy salí más temprano para empezar antes. Tengo una reunión de marketing y los chicos están súper ansiosos. Me tienen loca. ¡Hola, Juanpi!, ¿cómo va? No te había visto…
Bajé los hombros y me puse la mochila contra la espalda. Caminé despacio mirando la vereda.
—Juanpi —repitió Mandarina—. Esperá, no te vayas, un segundito.
—¿Si, Marina? —pregunté ansioso. Necesitaba esos ojos verdes.
—¿Ayer pudiste terminar las entregas? Estoy preocupada con que haya llegado la de la agencia centro.
—No, Marina. La gerencia me atrasó con unos envíos urgentes de último momento. Hoy me ocupo. Te lo prometo.
—Ay, Juanpi, siempre tan tierno.
Giró el cuerpo y envolvió el brazo de Adriana. Me adelanté rápido unos pasos para mirarla con el reflejo de la rambla de fondo. Para gozar del mar espejado en los vidrios de la fachada del banco, y el reflejo de mi cuerpo sustituyendo al de Adriana.
Mandarina entraba aferrada a mi brazo. Era toda mía.
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