Los lectores repetían sus poemas haciendo mímica con los labios. Él estaba obsesionado con el misterio de la existencia. Sus libros versaban sobre el vacío, la duda y los amores mal avenidos. Casi nadie entendía de qué hablaba, pero en la combinación de las palabras Jorge Ortiz conseguía una narrativa de un atractivo innegable.
Era incapaz de abandonar la reescritura de sus poemas. Podía pasar meses reescribiendo el mismo verso. Había inventado un juego que sólo a él le divertía: desafiarse a encestar en el cesto de del escritorio, de un sólo tiro, los bollos de los poemas que finalmente destruía. A veces se reía de sí mismo, sin entender bien de qué. Los editores, en cambio, debían subirse ansiosos al auto y viajar hasta su casa para arrebatarle los originales, e incluso recuperar algunos de la basura. Entre tirones y discusiones, el ritual se repetía dos o tres veces por año. De no haber sido por su talento y porque sus obras se vendían como caramelos, Jorge Ortiz jamás hubiera publicado una línea. En el mundo editorial, Ortiz era conocido como un escritor «insoportable».
Había sido educado para cumplir las reglas familiares sin reclamos, para jamás contradecir a su madre. Sus poemas encarnaban la extraña belleza del desasosiego. Sabía embellecer el sufrimiento, incluso a pesar suyo.
Cuando se puso más viejo, la relación con su obra y con Los Maledicentes, el grupo de escritores con los que había fundado un centro cultural y editado varias revistas, su temperamento empeoró. Aunque tenía una habilidad inusitada para enmascarar sus defectos cuando tenía a cargo la crítica de los poemas y cuentos de otros.
—Ay, si nos fuera dado vernos como los otros nos ven, de cuántas necedades nos salvaríamos —recitó voz alta añadiendo luego una opinión—. Ese verso me recuerda a un poeta escocés que solía leer cuando era niño. Es un buen cierre—. Afirmó tras la lectura de una poesía del escritor más joven del grupo.
—Pero estoy incómodo con ese final —se quejó el muchacho enjugándose con el dorso de la mano el sudor de la frente.
—Yo lo dejaría así —acotó Jorge Ortiz ante la mirada desconcertada del resto de los poetas que compartían el café con ellos. No podían convencerse de la veracidad de las opiniones de Ortiz. No, porque fueran insustanciales, sino porque la generosidad de sus palabras se contradecían en extremo con la actitud que Ortiz tenía hacia sí mismo. Aun así, todos preferían tenerlo cerca y como amigo. Eran conscientes de que la calidad de su obra y su prestigio, era muy superior a la de ellos.
Los que lo conocían poco, pensaban que la autocrítica lacerante de Jorge Ortiz era parte de una actuación de falsa modestia. Los que habían crecido con él estaban convencidos de que no tenía cura. Había sido así desde adolescente, cuando ya ganaba los concursos de letras que organizaba la biblioteca municipal.
Jorge Ortiz había sufrido a su madre desde los cuatro años; cuando ella lo obligaba a seguir escribiendo palabras y a leer en voz alta, aún y cuando él lloriqueaba rogándole que lo dejara seguir jugando con el fuerte de madera y con los soldaditos metalizados. Con su padre, en cambio, tenía una relación distinta. No le imponía obligaciones. Por el contrario, los domingos solía sentarse en el sillón del living para disfrutar de las historias que el padre le leía en voz alta.
Pero, con el paso del tiempo, las peleas entre su padre y su madre llegaron a tal punto de tensión, que las siestas de contada de cuentos se pausaron cada vez más, a causa de los malhumores paternos. Los domingos sólo conservaron el almuerzo familiar después de misa y la obligación de que el crío de la casa aprendiera de memoria, al menos dos poemas, que recitaría antes de la caída de la tarde.
La madre no podía perdonar que su padre se hubiera conformado con el puesto de capataz en la fábrica de zapatos. Ella sostenía «que había renunciado» a todo a cambio de una vida más próspera, que nunca llegaba. Entonces el ambiente familiar se resumía en los reclamos mutuos entre ambos padres, y en la descarga de las frustraciones de su madre en el único hijo. Y a pesar de que la poesía era su único refugio, Jorge Ortiz fue perdiendo la confianza y la seguridad en sí mismo. Aunque nada pudo detener la potencia de sus palabras fluyendo sobre la máquina. La fuerza de su vocación era más fuerte que su desorden afectivo.
A los catorce años se enamoró de Lucía, una compañera del colegio que también escribía. Pero su madre lo obligó a separarse de ella haciendo hincapié en la condición simple de la chica, y en que él «estaba para mucho más». Entonces él la dejó. Pero cada tanto se acordaba de lo bien que la habían pasado juntos, de cuánto solían reírse y de los cuentos y poemas que ambos habían intercambiado. Había sido la única mujer con quien había compartido su gusto por los libros.
En adelante se relacionaría con chicas y luego con mujeres, que no escribían ni leían. Que habían sido criadas para ser hacendosas, madres esmeradas y buenas cocineras.
Al cumplir los treinta, Jorge Ortiz había tenido tantas relaciones infructuosas que decidió evitar mirar a cualquier mujer y mucho menos, iniciar una relación nueva. Hasta aquella mañana en que el sol de invierno asomó tibio, alentándolo a salir en busca de unos libros que había encargado a Rubén, el mejor librero de la ciudad.
Al regresar a su casa, estacionó con obsesión el auto y al descender, abrazó contra su cuerpo las obras que había pedido prestadas, y cerró dando un portazo. Al girar vio algo que inesperadamente le produjo un mareo en la cabeza. Por la vereda de enfrente pasaba Lucía, la única mujer que alguna vez había amado, de la mano de un hombre. Ella cargaba un bebé en los brazos y él llevaba un niño de la mano. En un acto reflejo, Jorge Ortiz intentó disimular y pasar desapercibido; pero perdió el equilibrio, los lentes se le cayeron de la cara, los libros volaron por el aire, y terminó en el piso. Un anciano que pasaba por allí le ofreció ayuda; él se negó a aceptarla. Como pudo levantó los libros uno a uno, cruzó la calle y entró al edificio donde vivía tan rápido como pudo.
Esa misma noche, los vecinos de enfrente notaron el resplandor amarillento de la luz que se escapaba a través de la ventana de la buhardilla, interrumpido únicamente por el cuerpo de Ortiz que caminaba una y otra vez de un lado a otro del desván. No podía parar de moverse. De hablar en voz alta echándose en cara no haber tenido coraje para mandar al diablo a su madre; de no haber conservado la relación con Lucía. Ese día había caído en la cuenta de lo importante que ella había sido para él, y de lo mucho que la había querido. Y de lo mal que le había hecho, cuando aún era un adolescente imberbe, el acatamiento de la opinión odiosa de su madre acerca de Lucía.
El hecho de haberse enterado de que ella había podido sustituirlo y formar una familia, le dolía hasta en los huesos. Se sentía tonto y a su vez, infantil. Y lejos de sentir celos o rencor hacia Lucía, comprendió que la soledad de su vida lo hacía miserable, y que, por más que intentara, jamás estaría preparado para amar a otra persona. La confianza en sí mismo había quedado herida siendo él demasiado joven para comprender qué había ocurrido. Como si las viejas palabras de su madre le hubieran inducido a relacionarse con mujeres con las que nunca podría armar un lazo amoroso saludable.
Se sintió completamente desdichado. Caminó de una punta a otra de la buhardilla con una punzada ardiente en el pecho. «Lo no dicho se pudre en el alma», escuchó en su mente. O acaso creyó que alguien le murmuraba. «¿Y si hubieras sabido lo que sentías?, ¿qué le hubieras dicho a Lucía?», le repetía una voz que no pudo identificar si era propia o ajena. Mientras más se aturdía con aquellas voces, más se encarnizaba consigo mismo.
De golpe, la sonrisa de Lucía volvió a su mente con la claridad de una foto. Su pulso se aceleró aún más cuando pasó junto al libro de uno de sus mejores amigos, muerto hacía unos meses. Al rato creyó tener una epifanía. Supo que lo que lo había motivado siempre a ser condescendiente hacia los poemas y cuentos de su grupo de escritores, había sido la necesidad de diferenciarse de la impiedad de su madre; pero que nunca había sido completamente honesto. Se odió aún más a sí mismo.
Mientras deliraba en el desván donde había escrito tantos poemas y leído la poesía de Pizarnik, a Pessoa y a tantos otros, Jorge Ortiz se abandonó contra la pared dejándose resbalar de espaldas hasta caer sentado en el piso. En el desvarío recordó la escena en que su madre rompió en pedacitos su diario íntimo porque él aún no había estudiado para la prueba de matemáticas. Cuando le prohibió compartir con sus compañeros el primer asalto del colegio porque se había equivocado al recitar de memoria unos poemas de Rubén Darío. O el verano en que le impidió irse de vacaciones con su abuela porque ella consideró que su lectura en voz alta aún no fluía, y que era necesario que siguiera practicando el resto del verano.
Los recuerdos se arremolinaron en su mente. Con el mínimo ánimo que le quedaba repentizó la única oración con la que se calificaría cruelmente: «Al final, sólo soy mi poesía».
A las ocho de la mañana del día siguiente, la empleada doméstica puso la llave en la puerta como todos los lunes. Se cambió la ropa de calle por el uniforme blanco y celeste, y puso la cafetera al fuego. Luego subió con la bandeja en ambas manos, humeando las escaleras con el exquisito aroma a café colombiano. Tocó la puerta de la buhardilla, pero nadie respondió. Al abrirla encontró al poeta colgando inútilmente de una soga atada al techo del desván.
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