—Luz, sabes que no puedes volver a hacerlo —le dijo Carol a su hermana.
—Pero… ¿por qué? No hago nada malo —protestó Luz.
—Ya sabes que la gente no es como tú, o como yo. Hay unas reglas… —dijo Carol explicándolo lo mejor que podía. Y añadió, empleando un tono más firme:
-La sociedad no comprende ciertas… cosas. Por nuestro propio bien, es necesario que mantengamos esto oculto. Debe seguir siendo… nuestro secreto. ¿Entiendes?
—Sí —contestó Luz, realmente sin entender.
Aquel gélido día de invierno invitaba a sentarse junto al fuego reconfortante del hogar. Las dos hermanas habían estado esa mañana partiendo leña para calentarse. Y luego se sentaron y hablaron sin parar, recordando viejas historias aprendidas de sus padres, cuando estos aún vivían y la vida en el pueblo medieval de Runadia era mucho más fácil y dichosa de lo que lo era en el presente. Ambas se apoyaban mutuamente, pero en realidad Carol era como una madre para su hermana pequeña, Luz. Deseaba protegerla de todos los peligros posibles, pero, sobre todo, de aquellos maledicentes que las señalaban por ser diferentes.
El pueblo era llamado así por la tradición, que se remontaba muchos años atrás, de consultar las runas. La gente solía acudir a personas expertas en dotes adivinatorias creyendo así que podrían escapar del acecho del destino y controlarlo, de alguna manera. Luz se había animado por fin a salir de casa. El frío le calaba los huesos, pero quería acudir sin falta a su cita con la adivinante, como así la conocían todos. Esta le había vuelto a repetir que debía tener más cuidado que nunca, pues un gran mal se aproximaba a su vida y era preciso que pusiera todo lo que pudiera de su parte para alejarlo.
Luz regresaba calle abajo hacia su casa. Pero, ensimismada como estaba con sus pensamientos, no vio a aquel grupo de personas que caminaban hacia ella. La comitiva estaba encabezada por el portador de El tótem sagrado, una figurita de madera, esencia de las creencias religiosas que pueblos como el de Runadia, compartían. Le seguía una horda de creyentes de cuyas bocas salían al unísono gritos y palabras que hablaban de la necesidad de creer en su ídolo sagrado y en el culto de las runas, y que aseguraban que los infieles serían perseguidos si desobedecían las leyes sagradas. En el momento que aquel grupo de gente pasaba al lado de Luz, el Tótem sagrado se deslizó de las manos de su portador y cayó al suelo, lo que provocó el silencio repentino de la muchedumbre. Entonces la vieron, y todas las miradas se posaron sobre la figura de Luz, que, sorprendida también, no había podido reaccionar. De repente, el portador, señalando con el dedo índice a Luz, gritó:
—¡Ha sido ella! ¿No lo habéis visto? ¡Es una señal! ¡Ella es la infiel que con su poder maléfico ha provocado la caída de la figura sagrada!
Y todo el gentío gritó: —¡Sí, es ella! ¡La infiel!
Y unos decían: —¡Tenemos que encerrarla hasta que confiese sus brujerías!, y otros chillaban: —¡Que se arrodille ahora mismo, aquí, y rinda pleitesía a nuestro Tótem sagrado!
Luz empezó a correr, tan rápido como pudo, y se dirigió hasta el portal abandonado de un edificio, cuya puerta se encontraba entreabierta. Cuando llegó la muchedumbre hasta allí solo alcanzaron a ver a un gato que les miraba con inocencia. Nadie supo dónde se había metido aquella muchacha. Poco a poco, las aguas se calmaron y todos continuaron su camino.
—Bueno, ya te he contado bastante sobre esta historia. Mañana seguiremos. Ahora, a dormir.
—¡Noooo, sigue, por favor, quiero más! –protestó Clara.
—No, cariño, duérmete, por favor –le habló ahora dulcemente su madre.
Clara despertó sobresaltada en mitad de la noche. Había tenido una de sus pesadillas, terrores nocturnos que la acompañaban durante su infancia. La niña llamaba a gritos a su madre para que acudiera a consolarla, como solía hacer cuando le pasaba eso. Pero, a diferencia de lo que había ocurrido en otras ocasiones, su madre no se había personado en su habitación. “¿Qué pasa que no viene mamá?” –pensaba con angustia Clara. Decidió entonces levantarse para ir ella misma hasta la habitación de su madre. Pero cuando entró allí, no había nadie, ni rastro de ella. En ese momento se dio cuenta de que la ventana de la habitación estaba abierta de par en par en pleno invierno. Y la niña se asomó por ella. Y vio que la calle estaba desierta, solo la luz de las farolas permitía adivinar los contornos de las cosas, cual figuras fantasmales que se vislumbraban a lo lejos. Cerró la ventana. Cansada y somnolienta como estaba, clara decidió finalmente volver a la cama. Realmente estaba más calmada, de modo que al poco rato logró conciliar nuevamente el sueño, sin pensar ya en su madre ausente.
Por la mañana, Clara se levantó y buscó a su madre, pero no la encontró en casa. Suerte que al ser sábado, no tenía que ir al cole. A sus siete años ya podia prepararse el desayuno sola. “¿Dónde se habrá metido mamá?” – pensaba. Después de un tiempo, sonó el timbre de la puerta del piso y, aunque su madre le había advertido que no debía abrir a desconocidos, abrió con decisión la puerta y se sorprendió al ver en el umbral a su madre, que todavía llevaba puesto el pijama. Clara no se atrevió a preguntar nada sobre aquel misterio, y su madre pensó que era mejor así, de modo que no dio tampoco ningún tipo de explicación. Fue como si mutuamente madre e hija comprendieran que había cosas de las que era más prudente no hablar, por inexplicables que pareciesen. Y así, el día continuaría de la manera más habitual. Eso fue todo.
El sacerdote totémico estaba acompañado por un grupo de fieles y por un par de defensores de la ley. Habían estado llamando a la puerta de la casa de las dos hermanas, pero nadie hasta ahora había salido a recibirlos.
—¡Abran ahora mismo, en nombre de la autoridad! —gritó fuertemente el sacerdote.
Pasaron interminables segundos. El sacerdote volvió a gritar:
—¡Si no nos abren la puerta, la echaremos abajo!
Carol por fin abrió y sin mayores preámbulos todos los asistentes entraron dentro, buscando a Luz por todos los rincones del hogar, ahora profanado. Buscaron por todas las habitaciones sin descanso, pero no parecían encontrar lo que buscaban.
Cuando entraron en el viejo cobertizo pensando que Luz podría esconderse allí dentro, solo vieron un gato, realmente hermoso y cuidado, tanto, que contrastaba con los trastos y antiguallas que había por allí guardados.
—Esta vez tu hermana ha tenido suerte —dijo uno de los guardianes de la ley. —Pero, como prófuga de la justicia, ten presente que acabaremos encontrándola —profirió amenazadoramente.
—Mi hermana no ha hecho nada, su único delito es el de ser una persona de buenos sentimientos, especial. Pero vosotros no podéis aceptar a aquellos que son diferentes a los demás. Los consideráis escoria. Los perseguís. Los humilláis. Y añadió con vehemencia:
—¡Pero la escoria sois vosotros!
—Mucho cuidado con lo que dices —dijo el sacerdote. O también te prenderemos a ti. –y tras estas palabras, la comitiva se marchó.
Aquella ciudad no tenía un nombre específico, pues quienes realmente importaban eran las personas que la habitaban y no el nombre que tuviera aquel lugar. Por tanto, sus habitantes no se habían preocupado de buscarle un nombre y era conocida simplemente como la ciudad de las mujeres-gato.
Apartada de la civilización durante muchos siglos, pocos sabían de su existencia y los que habían oído hablar de ella la consideraban poco menos que una leyenda. Cuenta dicha leyenda que era una ciudad habitada únicamente por mujeres, pero mujeres especiales que tenían la capacidad, o llámesele don, de convertirse en gato a voluntad, sobre todo bajo determinadas circunstancias.
—¿Y no había hombres en esa ciudad, mamá? —preguntó Clara con gran interés.
—Pues no, hija. Sus fundadoras habían llegado a ella procedentes de lejanas tierras y todas eran mujeres, como ya he dicho antes, mujeres especiales cuya pretensión inicial cuando allí vinieron era la de formar una sociedad diferente, una sociedad que fuera más justa e igualitaria, donde reinara la paz y la solidaridad entre todas aquellas iniciantes.
—¿Iniciantes? —inquirió la niña.
—Así era como fueron llamadas las fundadoras, las primeras habitantes de ese lugar tan peculiar. Muchas de esas mujeres habían llegado huyendo de terribles experiencias, de auténticos dramas personales, y se habían propuesto convertir esa ciudad en un lugar en el que pudieran sentirse seguras y libres de todas las ataduras que desde hacía muchísimos años, desde tiempos antiquísimos, las perseguían —y todavía nos persiguen.
—¿Y cómo es que si era una ciudad tan poco conocida llegaban hasta ella todas esas mujeres? —preguntó Clara.
—Por la necesidad que nacía del corazón —contestó la madre de Clara. Y viendo que su hija no parecía haber entendido la respuesta, prosiguió:
—Había mujeres que sentían una emoción interior muy fuerte que las empujaba hasta aquel lugar. Y muchas veces venían de muy lejos anhelando la paz.
—¡Cómo me gustan todas estas historias que siempre me cuentas! —dijo la niña con satisfacción.
—Ya se han ido, Luz . Vuelve a tu apariencia humana —susurró Carol.
—¿Qué vamos a hacer, Carol? Me están buscando. Tarde o temprano me encontrarán —dijo Luz con tristeza.
Entonces Carol, sin pronunciar palabra alguna, se dirigió a la habitación que ambas compartían y, sacando un saquito de cuero de dentro de un cajón, vertió su contenido en el suelo.
—¡Son runas! —exclamó sorprendida Luz.
—Sí. Pertenecieron a la abuela Blanca, que era adivinante. Probablemente no la recuerdes, ya que eras muy pequeña por aquel entonces. Pero yo todavía la imagino a veces haciendo predicciones con ellas, o simplemente, usando sus símbolos como método de protección. Porque… en ocasiones, la vida no es nada fácil, nos acechan multitud de peligros y tenemos miedo a lo desconocido. Hoy es uno de esos momentos de incertidumbre. Por eso es necesario que hagamos uso de ellas ahora.
—Tenemos que hacer una pregunta a las Runas del Destino – prosiguió Carol con decisión. Y lanzando una tirada preguntó: “¿Cuál es nuestro destino? ¿Qué debemos hacer con nuestra vida a partir de ahora? Entonces lo supo, supo qué hacer según los símbolos que las runas le indicaban:
—Luz –le dijo a su hermana— es preciso que vayamos a la ciudad de las mujeres-gato.
—Carol, ¿por qué tú no puedes convertirte en gato, como hago yo? —Preguntó Luz.
—Por la misma razón que tú sí que puedes —contestó Carol. Y continuó: —Y por la misma razón que la abuela Blanca también podía.
Ya había anochecido. En invierno oscurecía muy pronto. Las dos hermanas seguían charlando, calentándose junto al fuego de la chimenea. Hacían lo mismo casi todas las noches antes de irse a dormir, solo que esa noche no era como cualquier noche. Era especial. Sabían que el destino les deparaba acontecimientos difíciles, impredecibles quizás.
Ese día había hecho menos frío que un día habitual de invierno, y la gente lo había aprovechado para salir a dar un paseo o a cenar en mesas colocadas al aire libre, fuera de las casas. Ese día parecía ser como cualquier otro día. Todo parecía fluir con normalidad.
Súbitamente, Carol y Luz empezaron a escuchar gritos terroríficos que provenían del exterior. Con el corazón en un puño, salieron fuera de la casa, pero no estaban preparadas para lo que vieron a continuación. Runadia estaba siendo salvajemente atacada. Sus enemigos vestían con ropas extrañas y sus armas poderosas lanzaban como llamas de fuego que explosionaban hacia fuera a través de un enorme agujero que sobresalía en la punta de una especie de largo cañón. Tal arma, semejante a un arcabuz, era totalmente desconocida en la cultura de aquel pueblo medieval. Y fue tal el impacto que produjeron en la mente de sus habitantes, que les pareció que todo aquello no podía sino ser obra del mismísimo diablo.
La gente iba de un lado a otro, sin control, dando alaridos de horror, cayendo muertos o malheridos por los disparos unos, escondiéndose otros donde podían, o donde creían que no podrían ser vistos. El marido protegía a la mujer, los padres trataban de poner a salvo a sus hijos, todos corrían o intentaban defenderse en vano de aquel infierno. Era el caos.
Los lugareños que pudieron hacerse con algunas armas se lanzaron al exterior desde sus hogares en busca de aquellos infernales guerreros para hacerles frente, pero a duras penas lograban contener con sus miserables artefactos defensivos aquellos objetos de fuego que les hacían el triple de daño y que estaban convirtiendo una cálida noche de invierno en una horrible masacre.
Carol y Luz cerraron las puertas y se ocultaron dentro de la vivienda, sin saber muy bien cómo actuar. Transcurría el tiempo, pasaban los minutos, pero la situación empeoraba aún más. De modo que decidieron salir por una puerta trasera de la casa que conducía al extremo opuesto de la calle en la se estaba produciendo el ataque. Entonces empezaron a correr y a correr, sin mirar atrás, hasta que fueron alejándose del pueblo y se enfilaron por la senda de un espeso bosque.
—Mamá, ¿consiguieron Carol y Luz llegar por fin a la ciudad de las mujeres-gato? —quiso saber Clara con insaciable curiosidad.
—Eso depende. ¿Tu querrías que llegasen las dos allí de corazón? —Preguntó a su vez su madre.
—¡Oh, claro que sí, se lo merecen! Tú misma dijiste que si se siente una gran emoción interior y un anhelo de paz, es posible llegar hasta allí —dijo Clara con total convencimiento.
—Pues entonces sí que lo lograron, y de corazón —le aseguró la madre a Clara.
A pesar de que ya habían transcurrido unas semanas desde el incidente en el que Clara había visto entrar en casa a su madre con el pijama puesto tras una noche desaparecida, el tiempo no hizo sino acrecentar las dudas que albergaba en su interior sobre aquel suceso. Desde aquel día el interés por todo lo que rodeaba a su madre, a la que siempre había considerado una persona enigmática y misteriosa, se había incrementado considerablemente. Ella, con sus curiosidades, con todas aquellas historias que le contaba, y… ahora… esa noche. ¿Qué había pasado esa noche?
Por fin un día, aprovechando el momento en el que pensaba que su madre dormía, se dirigió a su despacho y empezó a registrarlo minuciosamente, en busca de algo que le proporcionase algún tipo de información. Revolvía las cosas tan rápido como era capaz, temiendo que su madre despertase de repente y descubriera lo que estaba haciendo. Pero pasaba el tiempo y no conseguía encontrar nada. A punto de abandonar tan infructuosa búsqueda, se fijó repentinamente en una caja medio apartada en un rincón de la estancia. Y la examinó. Lo que vio dentro de aquella caja no lo hubiera imaginado jamás, era un pequeño saco que contenía unas piedras… unas… ¡runas! como las de aquella historia sobre ese pueblo, Runadia, que tanto le gustaba escuchar.
—Ahora ya lo sabes —afirmó de repente una voz desde la puerta del despacho. —Tienes siete años. Tienes la edad suficiente para entenderlo. Sí, yo soy una mujer-gato —dijo con voz tranquila. —Y estas runas —dijo señalándolas— pertenecieron a varias generaciones de mi familia. Y… si tú… quieres, ahora te pertenecen también a ti, hija —expresó con orgullo. Luego añadió: —ya no hay razón para ocultar nada. Y entonces Clara observó, con la satisfacción de quien ha descubierto un inexpugnable tesoro, que su madre se había convertido en gato.
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