Un espejo inerte en el baño. Es el espejo que nos mira cada día. El que nos devuelve, o nos roba sin permiso, la imagen que le acabamos dando cuando, ingenuamente, nos situamos frente a él. El que refleja nuestro rostro con los rasgos invertidos, como fotografía de una realidad que nos impone, en una simetría opuesta a aquella por la que somos conocidos. Nuestra cara al revés, a la que estamos acostumbrados cada mañana sin cuestionarnos nada.
Alguna vez te has preguntado si la imagen del espejo es la auténtica. Y si los otros te ven como te percibes tú. Y, engañado, te has acabado convenciendo de que sí, de que el espejo realmente expone tu mirada, tu sonrisa, o tu tristeza. Emociones que te descubren cual reflejo de una verdad absoluta.
Me acerco hacia él, hacia el espejo. Todavía somnoliento. Alejado ya del mundo de los sueños de cada noche. Y me adentro en el mundo considerado por todos como real. Esa realidad que me obliga y me instiga: “vamos, mírate, una vez más, un día más”. Y yo, obediente, clavo mis ojos en aquellos ojos delante de los míos… sin preguntarme nada.
Hasta que un día, la experiencia a la que estoy acostumbrado… cambia. Yo, todavía obediente, miro al espejo. Pero esta vez decido continuar en el tiempo esa mirada. Me digo, en una especie de experimento: “¿Qué pasará si sigo observando sin apartar la vista?”. Aguijoneado por la curiosidad, apago la luz eléctrica y la sustituyo por unas velas olvidadas en un cajón de la cocina. Me vuelvo a situar frente al espejo con la determinación de estar varios minutos mirándolo fijamente.
Me observo. No parece ocurrir nada al principio. Pero, pasado un tiempo, empiezo a sentir miedo. Pienso: “ahora empieza todo”, pues sé de personas que refieren haber sido protagonistas de inquietantes ilusiones ópticas, como ver su propia cara deformada, la cara de un familiar o de otra persona, o incluso sombras, y escuchar ruidos extraños.
El miedo va incrementándose. Poco a poco se va transformando en terror, alumbrado por una atmósfera de oscuridad, solo atenuada por la poca luz que aquellas velas insinúan. Voy perdiendo la noción del tiempo, pero creo percibir difusamente que han transcurrido un par de minutos desde el inicio del proceso. Entonces empiezo a sentir que mi yo se separa de mi propio cuerpo y de mis pensamientos. Que me extraño a mí mismo. Y que la persona al otro lado del espejo ya no soy yo.
No soy plenamente consciente del tiempo que pasa, pero sé que ahora el terror se convierte en pánico. Dejo de ver mi rostro. No veo mi cara, mis facciones han desaparecido. Pero instantes después creo vislumbrar con horror la imagen de un animal en el espejo. Es… un gato, de color negro, cuyos ojos, de una intensa mirada, chocan directamente con los míos. Ojos color ámbar, ojos tan extraños que no deberían existir, pero que existen, que están delante de mí, escudriñándome, vigilándome, rogándome, ordenándome… que me dirija hacia él, que me vaya con él… con una capacidad de persuasión… hipnótica.
Noto que estoy… desorientado. Completamente desubicado del entorno. No sabría describir dónde me encuentro. ¿Estoy realmente en el baño? ¿Dónde estoy? Me doy cuenta de que los objetos se presentan borrosos a mi alrededor. La realidad parece sin vida, artificial, incolora. Un mundo sumergido en la niebla, separado de aquello que es real por un velo o un muro que todo lo distorsiona.
Lo único que no percibo como irreal es la imagen de aquel gato enfrente de mí. Que me sigue llamando, que insiste en que le siga, como un imán del que no puedo despegar. Y comienzo a caminar mecánicamente, siendo simple observador de una vida que ya no puedo controlar, un muerto viviente
que se olvida de sí mismo y se deja llevar… hacia un lugar… impreciso, indescriptible, en el que solo existe el reflejo del gato y yo.
La puerta del balcón estaba abierta. Abajo, en la calle, un agente de policía, junto a varios sanitarios, rodeaban el cuerpo inerte de un individuo que se había precipitado al vacío, al parecer voluntariamente, desde el tercer piso del edificio en el que residía. Los vecinos consultados afirmarían posteriormente que aquel hombre no parecía tener ningún motivo aparente para haber querido quitarse la vida.
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