La primera noche en la cabaña fue especial, por no decirlo extraña. Pese al paso de los años, todo estaba igual, tal como lo recordaba: un lugar acogedor, pequeño, lleno de historias de cuatro paredes. Ahora el lugar está deshabitado, con las ventanas herméticamente cerradas y oxidadas. Lo que antes era un lugar de encuentros y de relatos de anécdotas hoy es un lugar oscuro y abandonado.
Dejé mis pertrechos al lado de la puerta y saqué la linterna de la mochila para ilumina el lugar. No había luz eléctrica, por el estado de las instalaciones creo que hace mucho tiempo que dejó de haberla. A pesar de que la oscuridad tomaba cuenta del lugar, había una fina franja de luz de luna que provenía de una de las rendijas del techo. Aquella luz entraba sin pedir permiso para reposarse exactamente en el lugar donde yo solía dormir. Parecía una luz protectora y de bienvenida a mi antiguo lugar. Lo supe enseguida, aquel rinconcito sería el lugar donde extendería mi colchoneta para dormir esa noche.
El cansancio del viaje fue más fuerte que mi ansiedad de recordar el pasado. En pocos minutos me sumergí en un sueño profundo y agradable. Las rendijas del techo comenzaron a multiplicarse dejando filtrar la luz de luna por doquier, las ventanas que antes estaban cerradas, ahora estaban abiertas de par de en par. Me levanté y fui contemplar la noche: vi que no muy lejos de ahí había una gran fogata con personas sentadas alrededor de ella; la luz del fuego era muy intensa, no podía ver sus rostros, más podía ver sus gestos invitándome a reunirme con ellos.
El amanecer me sorprendió con una onda de luz golpeando mi rostro. La luz del sol se filtraba impetuosa e iracunda por el mismo lugar donde antes se filtraba tímida cálidamente; no tenía ninguna complacencia con la oscuridad, simplemente llegaba en forma impulsiva para llenar el espacio con su resplandor.
Los días que estuve en la cabaña fueron siempre iguales. En las noches, una acogedora luz de luna al interior del cuarto en perfecta armonía con los sonidos de la floresta y a lo lejos una luz de foguera. En mis sueños, la luz del fuego, era desconcertante, distante, amigable y enigmática, ella me invitaba a explorar lo desconocido sin límites hasta el rayar el alba, luego cesaba para anunciarme el inicio de una nueva jornada.
Luego que dejé la cabaña, de regreso a los senderos hacia la gran ciudad, comencé a echar de menos el rinconcito acogedor de luz de luna al interior de la cabaña. En el camino pensé sobre mi experiencia nocturna y me di cuenta que la luz del fuego de mis sueños era una invitación para explorar los senderos aledaños a la cabaña y que las luces de las antorchas, sujetadas por las enigmáticas siluetas, servían para mostrarme el camino que luego sería recorrido a plena luz del día.
Mi regreso y corta estadía en la cabaña me enseñó que aun en la oscuridad más profunda del encierro, el tiempo crea pequeñas grietas que permiten la entrada de la luz: una compañera acogedora, enigmática, alentadora y por veces protectora de las experiencias aun no vividas. Entonces, me hice la promesa de que algún día volvería para recorrer los caminos que las luces de la oscuridad me mostraban.
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