Capítulo 1:
En una alargada y agobiante rúa, dos jóvenes mujeres encapuchadas caminan con cautela bajo la luz de luna, donde su única compañía son farolas parpadeantes y un camino sumamente hostil. La más joven camina por el borde de la acera; huellas frescas y enrojecidas marcan un largo camino hacia la penumbra, la oscuridad del lugar se convierte en un agobiante recuerdo.
Atrapadas en una jaula humana donde solo ellas mismas pueden salvarse, pero una debe morir.
Tiembla un instante, con el rostro hinchado y carmesí, la mujer de rizos le sostiene los hombros apresuradamente.
—Está aquí —dice con la voz quebrada.
La joven se zafa de un manotazo lanzando al suelo a su compañera, la ligera oscuridad en los ojos llameantes y acechantes la vuelve un manojo de nervios temerosos, al instante un extraño ardor le envuelve el cuerpo oprimiendo los músculos y apretujando hasta el más mínimo hueso existente, el constante dolor la obliga a retorcerse en el suelo y eludir los chillidos de dolor.
Un paso tras otro hasta terminar justo frente a la mujer, se pone en cuclillas y con un movimiento rápido le paraliza el rostro de aquellas muecas, la mujer se pone de pie con la mirada en el suelo y sujetando un brazo con pesadez.
Algo simple e inefable se percibe en el rostro de la joven.
— ¿Cómo llegó acá? —pregunta la joven sin una respuesta clara, las huellas irradiaban una luz roja.
La entrada libre se vuelve fácil hasta el interior del gran vecindario, puertas similares y simétricas les invaden el paso hasta su objetivo, la mujer de rizos introduce su mano en el bolsillo delantero obteniendo una pequeña nota con un número grabado en él.
Zion, 124.
Pasos soporíferos escandalizan las calles causando estragos entre los vecinos, las puertas se abren una tras otra, la última puerta con el número marcado 125, la joven se frena lentamente frente a la puerta y con un suave suspiro retiene ambas manos frente al picaporte
un hombre de mediana edad, alto y castaño permanece dormido en un sillón claro, la joven recorre el gran apartamento hasta la primera habitación, sujeta la perilla con desconfianza, no sabe lo que encontrara.
La puerta se abre con un suave chirrido, justo enfrente, una joven pelinegra, recostada en una cama chica, da el aspecto contrario al que creía, de inmediato se acerca a la cama y retira el guante negro que recubre su mano derecha, cicatrices y rasguños la envuelven por completo. Posa la mano sobre su frente y con movimientos sutiles menea los dedos, la joven lanza una especie de suspiro y se detiene, las ondas cicatrices se desfiguran a cada segundo y un color carmesí apresa sus ojos y venas.
Se acerca a su rostro y le susurra al oído palabras indescifrables, con suavidad traza un símbolo en sus mejillas iluminando cada rastro, y con un soplido el símbolo desaparece dejando a la joven pelinegra envuelta en sabanas y sudor, jadeante baja de la cama y observa el símbolo en su brazo, divertida.
Capítulo 2:
«Todo aquello que nos rodea es un peligro inminente. ¿Quién es el enemigo? ¿Lo eres tú? Nadie protege a un debilucho en medio de una guerra sangrienta, solo tú lo decides, tienes el poder sobre esta tierra inexplorada. Lucha, eres mi próximo diamante, Astrid».
Los ojos aterrados se abren en busca de respuestas inmediatas. Astrid mira por la ventana y detrás del mueble negro preguntándose:
«¿Quién me habla por las noches mientras duermo?», aquellas palabras siguen en su cabeza como un bucle sin fin.
—Quizá es un sueño. —trata de convencerse por octava vez. La cama se hunde con su peso, hay algo en ese lugar, probablemente en su memoria, la mantiene confundida día y noche. De inmediato se pone de pie y camina con gran lentitud hasta el marco de la puerta.
Astrid para el paso. La puerta blanca de la habitación, que está a su izquierda, se abre con un crujido. Extiende el brazo hasta arriba del mueble negro alcanzando el bate de roble. Lo observa, esa mancha roja la sigue molestando. Coloca el bate detrás de su espalda, camina por el pasillo con lentitud.
Las ventanas cubiertas con periódico bloquean los rayos de sol. Pero a través de ellas, puede observar una silueta negra. Se acerca a la puerta blanca, esta vez con el bate frente al rostro. Toca la puerta con el bate y la abre suavemente. El crujido ha desaparecido. Su madre permanece en el suelo con una botella de alcohol sobre el estómago.
Astrid se pone en cuclillas, acerca los dedos índice y medio al cuello cerca de la tráquea de su madre y revisa su pulso. Asiente, sigue viva.
Se pone de pie al sentir una presencia. Aprieta el bate con ambas manos y sin dar preámbulos, gira sobre su propio eje con gran rapidez, a punto de golpear a esa persona, se detiene en el acto.
— ¡¿Astrid, que haces?! —con un torrente de voz se expresa un hombre alto y pelinegro, pasos rápidos y acelerados invaden el espacio de Astrid y ocasionan un estruendo por el pasillo.
—Escuche un ruido, debía revisar papá.
El hombre cerró los ojos fatigoso y se apretó el rostro con una mano aprisionando el puente arrugado y pecoso de su nariz.
—Astrid, cariño, ya hemos hablado de esto, los vigilantes no pueden verte con ese bate o revisarán el apartamento. — Astrid clava la mirada en los brazos de su madre, sucios y arrugados. Con un suave suspiro se pone en cuclillas para limpiar los restos de carbón.
—Lo sé, pero no puedo dejar que esto siga así. —se levanta y lo enfrenta.
— ¿Qué siga así?
El hombre aprieta la mandíbula, era la octava vez que mantenían esta conversación y nunca llegaba a su fin.
— Hemos sobrevivido de esta forma desde mucho antes de tu nacimiento, sé que no es agradable estar en el peor estado, pero solo es por unos días, en cuanto los vigilantes abandonen el pueblo podemos volver a la normalidad.
Astrid se da la vuelta y sostiene el bate.
—Ya estoy cansada papá. Quién debería desaparecer son ellos y no yo para seguir con vida. ¿Por qué los demás si pueden salir y recibir a los vigilantes, pero yo me debo esconder?
El hombre se sienta en un pequeño sillón café observando la tez rojiza que se aproximaba a la nariz de Astrid.
—Lo siento hija, por darte una vida tan miserable, tu madre y yo, no debimos casarnos tan jóvenes y esperar por los reyes.
Astrid se alborota el cabello en un acto desesperado de perder la cordura. Un chillido suave y casi imprescindible, suena fuera, en la calle fantasma. Cada casa enciende todas las luces y se preparan para la llegada de los vigilantes.
Astrid sujeta los brazos de su madre y la arrastra por el suelo hasta el baño, los nervios la consumen al no recordar las palabras de su madre, su padre entra al baño y la hace a un lado de golpe.
—Ve al sótano. ¡Ahora! —apretando los dientes, el hombre voltea a su izquierda y sujeta una botella blanca, deja a la mujer en el suelo y cuidadosamente la destapa, el olor a podrido lo asquea por unos segundos. El pecho de la mujer deja de subir, de inmediato lo rocía en su rostro, la sujeta del cabello y le sumerge la cabeza en una tina con hielos, en segundos la mujer vuelve en sí para abrazar al hombre.
Astrid baja las escaleras apresuradamente, la oscuridad se vuelve un tormento a cada paso, atrapada como un pequeño pajarillo en una jaula de púas, incluso con un solo suspiro, la oscuridad traspasa las púas, y su corazón se estremece.
Un golpe rápido. Astrid se detiene a medio camino y se golpea el rostro con ambas manos. Su mente no la podía controlar. Un vistazo rápido al techo la inquieta. Pequeñas partículas de tierra y polvo caen hasta una caja de cartón, eso solo podía significar una cosa, estaban cerca. Aterrada corre a la pared en busca de una llave, el techo resuena aún más, esta vez, la bombilla de las escaleras se enciende.
En un movimiento rápido la llave cae dentro de escombros perdiendo su paradero por completo, la perilla de la puerta se gira dos veces, en la tercera hace un clic y se abre sin más. No basto un segundo para que se le helase la sangre en las venas. Astrid retrocede y choca contra una vieja cama polvorosa, las voces la alertan de una persona más, además de sus padres y el vigilante.
Sin pensarlo dos veces se pone en cuclillas y se esconde bajo la cama en pecho tierra, movimientos rápidos, voces camufladas y nombres inexistentes.
Gotas de sudor bajan por la nariz de Astrid, un golpe fuerte rompe la puerta mientras que un solo ojo se asoma por la cerradura. Una voz grave y asfixiante a traviesa las paredes provocando escalofríos en su pequeño cuerpo. La luz de luna se hace presente, su silueta oculta en la penumbra desaparece de todo ojo.
Una pisada tras otra baja por las pequeñas escaleras de madera podrida, acaparando todo el lugar, el ambiente se vuelve tenso y horrífico a cada segundo. Tela blanca de bordes de oro, eso fue lo que Astrid logro percibir entre la oscuridad. El olor a tierra mojada y fragancia barata inunda sus pulmones con una leve picazón en sus mejillas.
De pronto, una voz chillona interrumpe la reunión captando la atención de todos los presentes, el vigilante se acerca a las escaleras molesto por la interrupción, palabras inaudibles provocan un temor absoluto en el rostro del vigilante, los padres de Astrid retroceden al escuchar una sola palabra, el vigilante sube las escaleras con rapidez dejándolos atrás.
Astrid cierra los ojos con pesadez, justo a su derecha logra ver la llave envuelta en polvo, alza un brazo en un intento de alcanzarlo, el techo de madera resuena y la puerta se abre con un chirrido, aquel elegante traje aparece nuevamente. Astrid se contiene y olvida la llave, percibe una sutil voz fuera de la casa, cerca de la ventanilla, una mujer alta, arrugada y distinguida, habla con unos vigilantes como si se tratara de algo temible. Astrid presta atención a su brazo, un extraño símbolo le recuerda a aquel sueño, ese mismo símbolo en su mejilla.
El vigilante se marcha del sótano haciendo un gesto de disgusto, sin esperar un segundo más, Astrid sale de su escondite y traza el símbolo sobre la madera polvorienta, intentando no olvidarlo. Traga duro, asombrada, no solo era el mismo símbolo, sino que también emitía algún tipo de sentimiento, como si ya lo hubiese visto antes.
Intrigada, observa la puerta abrirse lentamente, su madre la mira atónita, Astrid se levanta con lentitud, algo en el rostro de su madre le dice que encubre algo muy grande, algo de lo que nunca podría imaginar.
— ¿Por qué soy la única en este pueblo que debe ocultarse?
—Sube, el vigilante se ha marchado. —su madre relaja la expresión en su rostro, mostrando frialdad pura.
—Quiero saber la verdad. —habla a la defensiva.
Su padre aparece en el marco de la puerta con un cigarro en la yema de los dedos. Ambos permanecen de pie con ese mismo aspecto misterioso que ha observado al pasar de los años. Como si no los conociera.
—Papá —lo llama inquieta, las manos le comenzaron a sudar, ¿Qué debía hacer?, sentía miedo de decirle acerca del símbolo.
— ¿Qué sucede? —le dice tajantemente, con una mirada extraña y un tanto amenazadora, como si aquella jaula de púas la rodeara nuevamente, sin alguna escapatoria, con miradas hostiles y pasillos fríos opresivos.
—Nada, papá. —exclama con un temblor en la voz, da un paso al frente y rápidamente arrastra el zapato sobre el símbolo, desvaneciendo una parte de los bordes.
La luz de luna ilumina el torso de Astrid y aquel símbolo emerge de la oscuridad en su brazo, como si una silueta emanara en fuego ardiente.
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