La muerte en las ventanas

La muerte en las ventanas

Ignacio Arango

29/11/2023

Llevo más de dos años esperando este momento. Tengo todo calculado, nada puede salir mal: las reservas de hotel, los pasajes de avión. He estimado el tiempo necesario de forma perfecta para poder llegar al aeropuerto sin prisas, de una manera relajada. Cata y los niños me esperan, acordamos que almorzaríamos en algún restaurante en la terminal, antes de pasar inmigración. Hago una nueva revisión y todo está correcto: tengo el pasaporte a la mano, tengo conmigo el pequeño equipaje que traje a la oficina esta mañana, desde mi casa. Las instalaciones de la Compañía T, empresa para la cual trabajo, no quedan muy lejos del aeropuerto, por tanto he considerado inteligente traer mi maleta hasta aquí y así no tener que volver por ella hasta la casa, ahorrándome un montón de tiempo. Nada puede salir mal. He dispuesto todo mi equipaje en esa pequeña maleta que se puede llevar en cabina para no tener que pasar por el counter y chequearla. En este momento reposa en un costado de mi cubículo.

Algunos de mis compañeros me han gastado bromas diciendo que estoy sentado en la oficina pero que en realidad ya estoy disfrutando de mis vacaciones. Uno de ellos, incluso, ha sacado mi sombrero de lona de la maleta y lo ha puesto torpemente en mi cabeza diciendo ¡ya estás listo! Me he reído y lo dejo hacer. No me lo quito. Voy hasta la máquina de café y saco uno bien negro, doble, mientras me preparo para pasar esta hora que resta.

Vuelvo a mi puesto y abro el Outlook, hago click en las opciones que se deben configurar cuando el usuario titular se encuentra fuera de la oficina. Digito el texto que tengo preparado «Me encuentro de vacaciones hasta el próximo 23 de julio por lo que no tendré acceso al correo. Cualquier necesidad relacionada con el área, favor dirigirlas a Eladio o a Rubén.» Programo que este mensaje se envíe automáticamente a todos los remitentes que me escriban mientras esté fuera. Programo, también, que se desactive de manera automática el 24 de julio a las 8 am, hora en la que habré de reintegrarme a mis labores. Me froto las manos al ver que en realidad, voy a salir de vacaciones por dos semanas y que la espera de dos años o más valió la pena. ¡Nada puede salir mal!

Por fin llega la hora. Abro la aplicación de Uber en mi celular y solicito un servicio de transporte que me lleve al aeropuerto. Se hace el cargo a mi tarjeta de crédito y se me informa que en 10 minutos debe llegar un auto para llevarme. Llevo el puntero del ratón a la esquina inferior de la pantalla y selecciono la opción que apaga el computador. Aguardo. Rápidamente se cierra la sesión y espero que aparezca la pantalla azul con el mensaje que informa que el computador se apagará pronto. Pero debe haber un error. En la pantalla en vez del mensaje familiar encuentro otro, mucho más inquietante: «Windows está instalando las actualizaciones, por favor no apague el computador.» y a continuación un porcentaje que indica el avance. En este momento no llega a ser uno por ciento. «Espere». Empiezo a comerme la uña de mi dedo índice de la mano derecha hasta el punto de hacer brotar una pequeña gota de sangre y espero.

Sigo esperando. Mis compañeros ya se han marchado, al fin y al cabo es viernes y les gusta salir un poco antes para poder reunirse y beber una cerveza. Pienso en la cara de lástima que me dirigieron al despedirse y creo que, tal vez, me dirigieron también un gesto que pretendió ser de ánimo pero que recibo como un hálito de resignación. Son las 8 de la noche. Mi vuelo debió haber salido hace 2 horas. Cata no me contesta al teléfono. Windows dice que ha completado un 3% de las actualizaciones e insiste en que «no apague el computador» y en que «espere». Voy a la máquina de café y saco otro, luego camino hasta la terraza que, a manera de balcón, se abre a la plazoleta que rodea al edificio, diez pisos más abajo. Me recuesto sobre la brandilla y miro las luces de los carros que, por la Avenida 26, vienen y van desde y hacia el aeropuerto, exhalo un suspiro y sigo esperando.

Son las 4 de la madrugada del sábado. He decidido esperar hasta el domingo por la noche cuando, según lo que calculo, Windows habrá completado un 80% de sus actualizaciones. Entonces caminaré de nuevo a la terraza, adoptaré la posición más digna y me ajustaré el sombrero de manera que a mis compañeros, el lunes cuando encuentren mi cuerpo regado en el suelo de la plazoleta, no les produzca mucha lástima.

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