El equipo del pueblo

El equipo del pueblo

Cuico Blanc

20/11/2023

Los escasos barristas estaban frente a la puerta siete del estadio fumando mota y haciendo la habitual precopa entre un puesto en el que vendían playeras de fútbol y una bicicleta con tacos de canasta. Eran aproximadamente treinta escandalosos aguerridos que alentaban al equipo cada quince días con sus tambores y trompetas, y en ocasiones especiales con bengalas de color azul y rojo. Había algunos revendedores en las esquinas de las calles aledañas al estadio, quienes pretendían vender boletos al mismo precio que en la taquilla para un partido que estaría casi vacío. Los vendedores ambulantes montaron sus puestos y lonas desde temprano muy cerca de las entradas del estadio, detrás del cerco policial; vendían playeras y gorras réplicas del equipo local que seguramente llevaban muchas jornadas exhibidas en la misma banqueta. Al encuentro también llegaron las televisoras con sus cámaras, camarógrafos y comentaristas, un escuadrón de policías capitalinos, al menos diez edecanes de una casa de apuesta vistiendo unos jumpers entalladísimos y la mascota del equipo local: una botarga de un Potro. Y aunque muy poca afición llegó al último partido de temporada de la segunda división del fútbol mexicano, entre el Atlante y el Cancún F.C., nadie faltó: llegaron obreros, oficinistas y hombres de negocios, porristas y fieles seguidoras, gente fresa, nice, pretenciosa y sinvergüenza, ex directores técnicos, leyendas del club y directivos, también gente corriente, majadera y arrebatada, los hubo desde chiquitos hasta grandotes, llegaron con pareja y sin pareja, solteras y solos.

El clima ofrecía el escenario ideal para un partido de fútbol. Caía el atardecer bajo un cielo muy claro, y con la entrada de la noche una brisa austera refrescaba la capital del país. El día, además, ofrecía un muy buen pretexto para tomar y enfiestar; esa tarde-noche de jueves tenía más sabor a fin de semana que a día laboral. Y, por si fuera poco, el partido auguraba un muy buen espectáculo deportivo porque se enfrentaban los dos equipos que peleaban el liderato del campeonato. Cualquiera que saliera victorioso no solo sería el nuevo líder de la competencia, sino que aseguraría su pase directo a la fase final del torneo. El escenario estaba completo y listo para el entretenimiento de propios y extraños. Los dos equipos saltaron a la cancha veinte minutos antes de iniciar el partido para calentar. A los jugadores del equipo visitante les llovieron chiflidos cuando entraron al campo, mientras que a los del Atlante, el equipo local, aplausos y elogios. Las chelas empezaron a servirse al ritmo del calentamiento y así, la afición, también comenzó a calentar motores.

El árbitro dio el silbatazo inicial pasadas las siete de la tarde, a la par de una reducida afición que alentaba a su equipo:

—Les guste o no les guste, les cuadre o no les cuadre, el Atlante es su padre, y si no… ¡Chinguen a su madre!

Como de costumbre, los barristas entraron al estadio cinco minutos después retumbando sus tambores y trompetas, acompañados de un griterío. Los instrumentos sonaban muy desafinados y sus instrumentistas no encontraban el ritmo ni la melodía, parecía que el efecto de la mota y el alcohol ya les había cobrado factura, aunque eso no fue impedimento para que siguieran alentando incondicionalmente. La primera mitad del partido fue dominada por el Atlante, sin que el equipo fuera efectivo. En realidad, solo tuvieron la posesión del balón, pero no supieron hacerle daño al rival. No hubo ni una sola oportunidad clara de gol ante los ojos de la afición que, desesperada por la falta de entretenimiento, se refugió en la bebida y comida. Así cayeron las siguientes chelas y algunas micheladas con vasos escarchados de chamoy, varias órdenes de tacos de canasta y bolsas de palomitas y papas fritas.

Envalentonados con el alcohol y fastidiados por el juego, algunos de los presentes soltaron mentadas de madre antes del medio tiempo para reclamar la falta de espectáculo a los protagonistas del juego.

—Mario, vas y chingas a tu madre — fue la primera que se escuchó en la tribuna en contra del director técnico del Atlante.

La gritó un señor canoso, muy barrigón y bigotón que estaba a media altura de las gradas. El eco causado por la estructura de la cancha ayudó a que su mensaje llegara directo a las bancas. Algunos jugadores del Atlante que calentaban en las orillas de la cancha, a un costado de la banca, voltearon a ver al autor del salvaje y corriente insulto con una sonrisa cómplice. Ese mismo señor no tardó en hacer lo mismo con ellos:

—¡Tejeda, chingas a tu madre!

Y cuando los otros dos jugadores que lo acompañaban soltaron una carcajada, el señor remató:

—Ustedes también Martínez y Ramírez, van y chingan a su madre.

El dichoso señor que portaba orgullosa y ajustadamente la playera del equipo local tenía un dominio pulcro de la plantilla del equipo, una vista invaluable con la que podía distinguirlos a varios metros de distancia, y una autoridad indiscutible para ponerlos en su lugar.

Sin mayor demora, al transcurrir los primeros cuarenta y cinco minutos del partido, el árbitro pitó el final del primer tiempo. Durante el medio tiempo, algunas personas aprovecharon para rellenar sus vasos de cerveza y depositar sus orines en los baños. La botarga del Potro salió a la cancha para hacer su acostumbrado espectáculo de bailes y piruetas con el fin de entretener a las personas que seguían sentadas en sus butacas, junto con las edecanes que soltaban sus caderas al ritmo de los éxitos musicales que sonaban en las bocinas del estadio. Los vendedores de comida también aprovecharon este entretiempo para surtir a las personas con un tentempié antes de la cena. No faltaron los tacos de canasta, los churros y las donas, los cueritos bañados en salsa picante y limón, ni las sopas Maruchan. Todos los trámites, entiéndase el descorche, destape y desagüe, transcurrieron sin demora alguna y unos minutos antes de iniciar la segunda parte las personas habían vuelto a sus lugares, en espera del reinicio del partido y con la ilusión de que éste pudiera mejorar. Minutos antes de iniciar, la afición se unió en una porra para el equipo local que lideró el sonido del estadio:

—… ¡Atlante, Atlante, Ra, Ra, Ra!

El segundo tiempo de juego fue una réplica de lo acontecido durante la primera mitad. Poco y nada pasó. Los cambios y las pláticas de ambos técnicos no surtieron efecto. El Atlante dominó de nuevo el partido sin meter gol. No remataron ni una sola vez a la portería del rival. Por su parte, la barra siguió alentando al equipo sin que decayeran sus niveles de desafinación, a son del juego. En el resto de las gradas, la gente continuó bebiendo y comiendo para combatir el aburrimiento. El señor que propició las mentadas de madre volvió a su oficio iniciado el segundo tiempo. Ninguno de los jugadores ni integrantes del cuerpo técnico del Atlante se fueron del partido sin haber recibido una mentada de madre de él:

—¡Ovelar, vas y chingas a tu madre!; ¡Elbis, chinga tu madre!; Daniel, también chingas a la tuya; ¡Maario, Maaario, Maaaario, re chingas a tu madre!

La cadencia de las mentadas fue constante, con un tono altísimo debido a su voz ronca y grave, y dando siempre una pausa obligada después del apellido o apodo con el que identificaba a su receptor para que tuviera unos segundos de paz antes de recibir el insulto. El señor, sin embargo, rompió su secuencia casi al final del partido para suplicarle al director técnico que hiciera cambios. Como buen portavoz y representante de la afición, agonizaba con la monotonía del juego y le suplicaba ver algo distinto, fuera técnica, jugadores o jugadas. Cerró su última petición con el sello de la casa:

—…y si no los haces, vas y chingas a tu madre, Mario.

Al minuto 85, a tan solo cinco minutos del final del partido, el equipo visitante inesperadamente anotó un gol después de un error defensivo garrafal que ni los momios de las apuestas habían predicho. La afición estalló contra su equipo por no haber cumplido ninguno de sus caprichos, de goles ni de cambios, y el señor de las mentadas se levantó de su asiento para que su cuerpo angosto endureciera dicha molestia y pudiera hacer unos cortes de manga muy claros. La inminente derrota caía como balde de agua fría junto con la desilusión de una noche que pudo ser de gloria. Sin mucho orden ni creatividad, otros aficionados se sumaron a las mentadas propiciadas anteriormente para cubrir a todo el equipo y el cuerpo técnico, incluso a todos sus familiares y amigos:

—Todos, todititos, van y chingan a su madre — remilgó una aficionada.

Ante el desenfrenado y voraz ataque que provenía de las gradas, muy harto y totalmente inesperado, Mario, el director técnico local, reaccionó desde su banquillo. Su impotencia fue clarísima. Hizo un corte de manga, gritó y movió los brazos sin parar, mientras soltaba un par de patadas al aire como viejo frenético. Pero nadie en las gradas lo pudo escuchar porque la acústica del estadio no servía en ese sentido, solo iba desde las gradas hacia la cancha, así que la afición se limitó a ver su berrinche entre risas, lamentos y tragos de chela.

Después del gol, el equipo visitante se echó para atrás, cerró filas y cuidó la victoria. Hicieron todos los cambios posibles para consumir más tiempo. Dos de sus jugadores, además, se tiraron en el campo casi dos minutos supuestamente porque estaban muy dolidos por las faltas que les habían cometido. Atlante no pudo llegar al arco rival antes del silbatazo final. Y así acabó el partido con la derrota del equipo local, uno a cero, entre la silbatina y el descontento de la escaza afición que se hizo presente en el estadio. Para cerrar con el espectáculo brindado, el famoso señor le recetó tres mentadas más a Mario, seguiditas una de la otra, con corte de manga y chiflido incluidos. El técnico completamente derrotado, ruborizado y enojado le pidió, sin éxito alguno, a un guardia de seguridad que sacara del campo al señor que le había mentado la madre obscenamente sin parar. Su gesto fue clarísimo: tomó del hombro al guardia mientras apuntaba con la otra mano a la grada hacia el asiento del señor, y después movía esa misma mano hacia la puerta de salida. Ante la nula respuesta del guardia y las burlas de la afición por su intento fallido, Mario no tuvo de otra más que irse rápidamente de la cancha hacia los vestuarios, cabizbajo, derrotado, avergonzado y humillado por la afición que le cobró carísima la derrota.

Aunque el equipo visitante lució más por los desaciertos del equipo local, los jugadores celebraron su triunfo en la cancha enérgicamente. Eran pocos los que estaban, pero no faltaron aplausos, abrazos y besos. Sabían que habían conseguido una hazaña histórica: nunca habían terminado un torneo como líderes generales, y mucho menos ganando de visita contra uno de los equipos más fuertes de la competición. La barra intentó corear con muy poco aliento unas porras más antes de ponerle fin a su descomposición musical, como muestra de apoyo a sus jugadores a pesar del penoso rendimiento y en un intento de socavar el júbilo de los visitantes. Y los aficionados terminaron sus cervezas, sacaron el remanente de su frustración en algunos insultos bastante genéricos antes de salir del estadio, y procedieron a saciar su hambre en alguna taquería cercana del estadio para continuar lamentándose de esta penosa derrota. El Atlante perdió su último juego de temporada en casa, les guste o no les guste.

Etiquetas: crónica fútbol méxico

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