¿Cuántas decisiones toma de media una persona al día? ¿Decenas, cientos, miles? Desde el instante mismo en que abrimos los ojos por la mañana al despertar, nosotros, seres humanos, nos adentramos en una auténtica vorágine de entresijos y encrucijadas, algunos tan simples y cotidianos -como apagar la alarma o sentarnos en la taza del váter- que casi parecen el resultado de la pura mecánica de nuestros cuerpos; otros, en cambio, requieren de cierta capacidad intelectual -como contar las monedas con las que vamos a pagar el billete de autobús para ir al trabajo-; y por último están aquellos que suponen verdaderos retos vitales y que pueden llegar a sacudir los cimientos mismos de nuestras seguridades y certezas.

En teoría, la libertad de la que tan orgullosamente nos jactamos, nos hace ser protagonistas de estas decisiones, de forma que todo queda en manos del azar, todo es susceptible de cambiar en el último segundo. ¿Qué ocurre si un día me levanto cansado y decido no echar a correr cuando veo que el semáforo está a punto de ponerse en rojo, perdiendo así el metro que de otra forma habría podido coger a tiempo? Esas personas con las que habría compartido un trayecto tan familiar como tedioso, ¿volverán a pasar por mi vida en algún otro momento? Si no hubiese optado espontáneamente por cambiar de ciudad aquel día en el que mi estado de ánimo se hallaba gobernado por crisis existenciales y necesidad de nuevas aventuras, ¿habría llegado a conocer a la persona con la que acabaría compartiendo los próximos siete años? Esta constante sucesión de “y si”, que tan tormentosa puede llegar a resultar, abre las puertas a todo un universo de potenciales vidas para cada uno de nosotros.

Sin embargo, todo lo anterior se va al traste si pasamos a considerar al destino como resorte central de nuestra existencia (concepto, por otro lado, ya hartamente explotado por la filosofía, la literatura y el cine). El otro día, no obstante, tuve la oportunidad de ver “Vidas pasadas”, el largometraje dirigido por Celine Song, que trata esta idea desde el punto de vista coreano, basándose en lo que ellos conocen como “in-yeon”, un concepto de origen budista que combina reencarnación y destino como actores necesarios en el desarrollo de toda forma de vida. Así, nuestra existencia presente no es más que un reflejo de otras anteriores o ‘pasadas’. El contexto y las circunstancias que, de otro modo serían determinantes, pasan aquí a un segundo plano, pues si una persona forma parte de tu in-yeon, inevitablemente encontrará la forma de llegar a ti, por un camino u otro. Y esto es aplicable a todos los niveles y profundidad de relaciones. Esa chica con la que casualmente cruzas mirada en una calle abarrotada de gente, estuvo presente de forma superflua en alguna de tus vidas pasadas, al igual que el empleado del supermercado de tu barrio, la vecina con la que siempre coincides en el ascensor pero con la que jamás has cruzado palabra, o el niño al que se le escapó el balón jugando y que te hizo enfrentarte a un momento de tensión extrema al tener que golpearlo con el pie para mandárselo de vuelta. Cuantas más veces coincides con alguien en vidas anteriores, mayor peso e importancia tendrá esa persona en la actual.

Pero no solo el in-yeon influye en la intensidad de la relación, sino también en el desarrollo y resultado de la misma, y aquí es donde me parece que el concepto alcanza su máxima expresión de belleza. Hay algo de sobrecogedor en la certeza de saber que ciertas personas están del todo abocadas a participar en nuestras vidas de un determinado modo, sin nada que podamos hacer al respecto. Ese gran amor con el que deseaste pasar el resto de tu vida y que te enseñó que la ilusión y las ganas no siempre son suficientes, no es más que la sincronización en tu realidad presente de un evento que tu alma en su día ya presenció. Quizá alguna vez formasteis parte de clanes enemistados, o quizá él fue un soldado fallecido durante la II Guerra Mundial. En cualquier caso, vuestro in-yeon siempre marca los pasos hacia un inevitable encuentro a través de un sendero que más adelante se bifurca en dos vías demasiado estrechas para poder seguir transitando juntos. ¿Es acaso posible que algo aparentemente tan desolador inspire a la vez un sentimiento de inmensa paz regeneradora? Pensando sobre ello, existen ciertos paralelismos entre esta idea y la que profesan quienes se acogen a la fe de un dios que rige y gobierna todo, pues al fin y al cabo, ambos ofrecen un refugio exento de responsabilidad y dualidades de conciencia.

Es, como digo, un ideal tan puramente bello que, junto con todo el resto de cosas que también presumen de una perfección irreal, solo encuentra cabida en un imaginario de nuestra mente reservado en exclusiva para esos momentos en los que no encontramos la valentía necesaria para afrontar la implacable y dura crudeza del ‘¿y si…?’.

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