Su familia siempre se había sentido orgullosa de aquella casa. De sus suelos de mármol, sus ventanas dobles y sus paredes cubiertas de paneles de madera lacada. Siempre recordaban los años de duro trabajo que había costado construirla, el dinero invertido en el terreno, la cantidad de personal que requería su mantenimiento.
Se alegraba de que no quedara nadie para ver su degradación. Seguro que sus padres se revolvieron bajo tierra cuando la vieron abandonar el hogar. Pero había vuelto, más de diez años después, y no por una buena causa. No la había arrastrado la nostalgia o el remordimiento: quería comprobar si quedaba algo de valor antes de vender la casa y olvidarla por completo.
La cerradura estaba oxidada y gimió al sentir la sacudida. Cedió tras un leve forcejeo, quizá al reconocer su olor familiar. Fue extraño volver a entrar después de tantos años, y la casa también lo notaba. El aire denso descansó sobre sus hombros y la obligó a ladear la cabeza. Arrugó la nariz.
Una sensación extraña creció en el fondo de su estómago. Llamó su atención golpeando sus costillas. Esperaba sentir la profunda soledad de la casa, la oquedad de sus habitaciones desiertas, el peso del abandono. Pero no fue así.
El polvo se elevó a su alrededor cuando comenzó a caminar por el vestíbulo, comprobando la podredumbre de la casa: los muebles ajados habían perdido su brillo; manchas oscuras cubrían los espejos; las polillas habían anidado en las cortinas, que colgaban muertas sobre las ventanas y dejaban pasar la luz tenue.
El primer golpe la sobresaltó. Se llevó una mano a la garganta y sintió el rápido bombear de la sangre bajo su piel mientras trataba de calmar su respiración. Construyó todas las explicaciones posibles a aquel estruendo mientras comenzaba a subir las escaleras que enlazaban con el segundo piso.
El sexto escalón crujió y se agarró con fuerza al pasamanos de nogal. Suspiró.
El segundo ruido fue diferente. No fue un golpe. Se prolongó en el tiempo e hizo que se le erizara la piel. Algo estaba arañando la madera. Pensó en roedores o pequeños animales que pudieran haber encontrado entre las paredes el hogar que ella jamás sintió en aquella casa y se encaminó hacia la habitación que fue de sus padres. La cómoda junto a la cama era el lugar en el que se guardaban las joyas.
La habitación tenía puertas dobles con pomos dorados que habían mutado al ocre. Algo la hizo detenerse y agudizar el oído.
El tercero fue suave, como el repiqueteo de los dedos sobre la mesa, como el gotear de la lluvia. Apoyó ligeramente la mano sobre la puerta y acercó el oído. Incluso dejó de respirar. Sin duda, venía del otro lado.
Al golpeteo suave le siguió un impacto seco. El cuarto ruido quebró una de las láminas de madera que cubría las altas paredes de la habitación. Elevó la mirada hacia el lugar del que parecía provenir el sonido mientras retrocedía. El crujido se disolvió en el aire y cayó al suelo, confundiéndose con el polvo.
Escuchó una respiración agitada, una garganta seca que convulsionaba en busca de aire, pero quizá fuera la suya.
Un animal, se dijo, un animal.
Posó la mano sobre el pomo y lo giró, despacio. Sintió cómo el sudor ácido acudía a sus axilas y comenzaba a empapar el algodón, cómo aumentaba la temperatura a su alrededor y su piel mudaba al rojo.
El mismo pensamiento volvió a golpearla, primero fue en las costillas, ahora a la altura de la nuca: no se había sentido sola al entrar en la casa.
Agotó el giro de su muñeca y presionó con fuerza, al tiempo que se repetía el cuarto ruido: un sonoro golpe que hirió la madera y resonó a lo largo de la casa. Introdujo un pie en la habitación, sin atreverse a levantar la mirada del suelo blanquecino por el polvo. Los pulmones comenzaron a arderle y cayó en la cuenta de que llevaba demasiado tiempo manteniendo la respiración: aquella respiración nerviosa no podía ser la suya.
Alzó la vista.
No se había sentido sola. La casa nunca había estado vacía.
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