Esta es la historia de un árbol muy especial. Digo especial porque desde su nacimiento, cuándo solo era un brotecito blando e indefenso, ya tenía un gran propósito por el cual seguir creciendo.
Todo comenzó un día de lluvia, ¿Pensaron que iba a decir soleado? Pues no, este era un espléndido día lluvioso. De esos, en los que da gusto mojarse. De hecho, Pedro y Ana saltaban muy felices en todos los charcos de barro que encontraban a su paso. Ellos, vivían en un pequeño pueblo ubicado en el medio de un prado inmenso que finalizaba en un acantilado hermosamente peligroso; que tenía como única vista, un viejo faro ubicado en la península de una playa bañada por olas bravas. En cierto momento, las risas y saltos se frenaron al ver encendida la luz de ese faro que, por cierto, hacía que, en una época precisa del año, el pueblo se llenara de turistas a los que no les importaba que el agua fría del mar no les permitiese usar traje de baño, tan solo con sacarse un par de fotos con ese faro, eran felices. Parecía que hasta la lluvia había dejado de caer en el momento que su luz empezó a girar, en ese instante los niños comenzaron a correr en dirección a sus casas, para bañarse con agua tibia, tomar la merienda y preguntarles a sus padres, la historia de aquel gigante de luz.
Ana y Pedro, ambos de nueve años de edad, eran vecinos. Se conocían desde siempre. Sus padres siempre se reían recordando cómo corrían en pañal por el espeso verde de lo que era su patio trasero. Cuando escucharon con atención, la historia de lo que era la atracción turística del lugar, no les pareció una historia ni tan emocionante ni tan divertida, más aun considerando que los niños tienen ese don de imaginar cosas mucho más fantásticas. Fue entonces, que luego de escuchar dicha historia se llenaron de interrogantes al respecto. —¿Y si se cae por lo viejo? — preguntó Ana preocupada. — ¿Y si atrae a un barco pirata? — Temió Pedro.
—Tenemos que hacer algo por el pueblo. Porque si cae, no van a venir más turistas y mamá no va a poder vender más sus artesanías, el garaje va a estar lleno de esas cosas sin vender y seguro van a querer tirar o regalar mis juguetes viejos —. Se lamentó Ana.
—¡O mucho peor! —Gritó Pedro. —Si vienen los piratas van a saquear todos nuestros almacenes y ahí sí que vamos a tener que practicar con espadas de verdad para defendernos—. aseveró.
Esa profunda charla terminó cuando escucharon a Josefina, la mamá de Ana, gritar:
— ¡Chicos! ¡La leche está lista!
Ya con la panza llena, comenzaron a idear planes para crear algo más hermoso que el faro. Algo que las personas, tuvieran la necesidad de visitar por su belleza y significado de su existencia. Y se les ocurrió, la mejor idea del mundo: plantar un árbol de los deseos.
Le pidieron una semilla a Roldán, el papá de Pedro, que trabajaba en una inmensa huerta de hortalizas. —No te vas a querer confundir, pá—. Le anticipó él, con temor a plantar un rabanito en vez de un majestuoso árbol de los deseos.
- De ser posible, que sea el más hermoso—. Le pidió la pequeña Ana con cierta inocencia.
Toc toc toc — golpeaban con insistencia la puerta de la casa de Ana.
- ¿¡Quién es a las seis de la mañana!? —respondió Rubén, el papá de Ana asomándose por la ventana.
En puntitas de pie y con la nariz apoyada en el filo del cerámico de la ventana, una vocecita entusiasmada le contestó: —Soy yo, señor Rubén, ¿Está Ana despierta? Y si no lo está, ¿la puede despertar? Dígale que me llegó la semilla—.
Cuando Ana escuchó decir “semilla” saltó de la cama y se vistió con lo primero que encontró para salir corriendo al encuentro de Pedro. Decidieron plantarla en la punta del acantilado, para que, desde ahí cualquier que ingresara al pueblo, ya sea por tierra o por mar, pudiera apreciar su belleza. Aunque solo tenían una pequeña semilla en su mano, ya podían verlo inmenso y se imaginaban sentados a la sombra de su copa jugando o merendando. Nadie les había dicho que los árboles no crecen de un día para el otro y por más que se turnaban para regarlo fielmente todos los días, éste parecía crecer en cámara híper lenta.
La mente de un niño es inquieta y dispersa, fue así, como al cabo de unas semanas, Ana y Pedro ya tenían otros planes en marcha y la idea del árbol de los deseos, se había ido volando junto a la brisa del acantilado. Lo que ellos no sabían, era que, entre la semilla y el árbol, pasaba la vida. Los que solían ser niños saltando en charcos de lodo los días lluviosos, habían crecido y se habían convertido en adultos muy responsables que vivían en la gran ciudad. Y esa linda amistad que alguna vez desbordaba de risas al pequeño pueblo costero, se había convertido en amor.
Treinta años habían pasado, cuando Pedro y Ana decidieron regresar al pueblo para que su pequeña hija Luci, conociera el lugar donde ellos habían crecido.
Al llegar, un tumulto de gente con cámaras de fotos se encontraba fotografiando al más bello árbol que jamás habían visto. Se miraron de manera cómplice y el brillo en sus miradas no tardó en aparecer, pues ese gran árbol que estaba siendo admirado por las personas, estaba ubicado donde ellos habían plantado su semilla. Pedro se escabulló entre las personas, hasta llegar al pie del árbol. Ana se quedó mirando asombrada como él en su afán de observar más de cerca a su gran obra maestra, atropellaba a todos a su paso. Se arrodilló con lágrimas en los ojos y justo donde iniciaba el tronco de ese gigante, empezó a remover la tierra. Sus uñas quedaban negras cuánto más excavaba con sus manos; todos se miraban con todos y nadie comprendía lo que estaba sucediendo. Hasta que, ante la mirada atenta de los visitantes, sacó entre sus manos, una pequeña cajita de fósforos que, en su interior, tenía un papel con una inscripción, la cual leyó en voz alta delante de todos: “Deseo que Ana siempre esté junto a mí”.
Puede que todo haya sido una coincidencia, o puede que, este majestuoso árbol que en algún momento de la historia solo era un brotecito indefenso, haya cumplido un primer deseo.
Al fin y al cabo, Colorín colorado, los grandes deseos se plantaron para ser cosechados.
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