Prólogo
Hombres vestidos de azul asesinaron a mi familia.
En un acto de suma valentía, o de suma cobardía, si así lo prefieren, logré escapar y me escabullí por el tejado. Allí, estando solo y aterrado, frente al inmenso infortunio, me escondí por un largo rato, sintiendo un malestar insoportable y un deseo intenso de llorar. Allí permanecí hasta que no hubo más peligro; hasta que los hombres de azul terminaron su orgía de sangre y, finalmente, se marcharon.
108 personas en total murieron durante la masacre. Para mi desgracia, entre toda esta cantidad de vidas arrancadas, y arrancadas de la manera más cruel e inhumana posible, estaban también las vidas de mi familia. Sólo sobrevivió una persona y, según parece, todo estaba planeado para que así fuera.
Cuando los gritos cesaron y se expandió el silencio; cuando el peligro aparentemente se había marchitado; cuando los asesinos se encontraban ya lo bastante lejos del lugar, fue entonces cuando salí de mi escondite.
El aire olía a muerte y había policías rondando por la casa desde hacía rato. Escuché el rumor de sus voces por aquí y por allá, bien pregonando nuevas noticias sobre el incidente, bien quejándose sobre el asco que sentían por el contacto con la sangre. Traté de escabullirme sin ser visto, y casi lo logré. Pero de un momento a otro escuché pisadas cerca de mí y me llené de pánico. Supuse que me habían visto. Supuse que querían atraparme, interrogarme, tal vez culparme. Entonces, frente a toda esta paranoia, cometí el último error de mi vida: me eché a correr.
Familia
El día de la masacre fuimos invitados a una celebración que se organizó en una hacienda cercana a nuestra casa.
Se trataba de la fiesta de cumpleaños más bochornosa que se había realizado desde hacía varios años en todo el vecindario. Fue ahí donde ocurrieron los hechos.
Había una multitud de hombres y de mujeres, invitados a la fiesta, que ni siquiera yo conocía y que jamás había visto en mi vida; estaba la mayoría de las personas que residían en el vecindario, y con ellos sus parientes; había ciudadanos distinguidos y habitantes de pueblos cercanos; camareras, animadores de fiesta y, por desgracia, también estaba mi familia. Para el anochecer todos habían muerto.
Sucedió, pues, que los hombres de azul irrumpieron en la fiesta, robándose con ellos la atención de todos los presentes. Eran cerca de las cuatro de la tarde. Al menos la mitad de los invitados nos encontrábamos justo allí, en el salón principal, donde los asesinos se agruparon. Si algo es seguro es que todos teníamos puesta la mirada en ellos.
En un abrir y cerrar de ojos los hombres de azul blandieron sus armas. Luego todo fue un caos. Caos y sangre. Y gritos; muchos gritos que se mezclaban con el llanto de los niños. La gente corría y la sangre brotaba a chorros. Los más sensatos trataban de buscar una salida. Sin embargo, no la había. Toda la casa estaba cerrada y más hombres vestidos de azul la rodeaban desde afuera. ¡El maldito lugar estaba sitiado! Sin saber cómo, llegué hasta el tejado y me escondí allí hasta que la barbarie hubo acabado.
Cuando la policía llegó había pasado cerca de media hora desde el baño de sangre. Según pude escuchar, la cantidad de extremidades, sesos y vísceras que habían esparcidas a lo largo de la casa era aterradora, y el asco que producía el olor que emanaba de los muertos era insoportable.
Sólo encontraron a una persona viva entre la multitud de cuerpos. Se trataba de la vieja Eleonora: la dueña de la hacienda; la anfitriona de la fiesta. La encontraron tirada en el salón principal, llorando y desangrándose. Ambos pies los tenía mutilados a pocos centímetros de ella, y junto a estos habían tiradas varias rosas tan rojas como la sangre. La vieja no sobrevivió mucho tiempo.
Se dice que el dolor que sentía era tan insoportable que la hacía proferir lamentos amargos y gritos aterradores, y también que se retorcía y se arrastraba por el suelo como un animal herido. Probablemente tales circunstancias se debían al sufrimiento que le causaba el dolor por las heridas; o quizá se debía a la desgracia de índole familiar que se ceñía sobre ella, porque, después de todo, había criado a un monstruo, que se convertía ahora en un asesino.
Pues, al fin y al cabo, fue su nieto el que llevó a cabo la masacre y el que la dejó en tal estado, justo el día de su cumpleaños.
Féntom
Varias semanas antes del día de la masacre se empezó a rumorar sobre la fiesta.
Las señoras que, en visita de mi madre, pasaban por mi casa no hablaban de otra cosa. Se volvió, pues, el tema en común en cualquier conversación que se tuviera con cualquier persona en el vecindario. Todos decían que iba a ser una celebración bastante activa y bochornosa. Y así fue. Me pregunto para qué, si al fin y al cabo iba a terminar en tragedia. ¡En una maldita tragedia planeada!
Y no era un secreto para nadie el motivo de la fiesta: Madame Eleonora cumplía ochenta años y, según parecía, su nieto quería festejarlo en grande. Pues sí, fue él quien se encargó de organizar la fiesta, así como fue él quien repartió las invitaciones de puerta en puerta por todo el vecindario.
La nuestra llegó el mismo día de la masacre, en la mañana. Incluso llegamos a pensar que no seríamos invitados. Y, en todo caso, hubiera sido mucho mejor si así hubieran acontecido los hechos: si la invitación se hubiera perdido en el camino. Pero no.
El día de la masacre, temprano, llamaron a la puerta, como si la mismísima muerte se quisiera presentar ante nosotros. Mi padre fue quien le abrió y le dejó pasar; fue él quien, inconscientemente, permitió que el infortunio entrara en nuestra casa.
Quien llamaba desde afuera era él; el nieto de Madame Eleonora; el asesino. El infeliz con perversas intenciones ocultas.
Su nombre era Féntom. Conocido por muchos e ignorado por otros, nunca nadie se imaginó que el joven se convertiría en un asesino y que llevaría a su familia a la ruina. O, mejor dicho, a su abuela, que era, de hecho, su única pariente con vida.
¡Quién iba a creer que aquel joven, delgado y pálido, con cabellos tan rubios como finos, tal como fibras de oro, se convertiría luego en una fiera sin sentimientos; en un animal salvaje; implacable! ¡Quién!
¡Quién creería que aquel muchacho tímido y callado, que se había pasado toda su vida ayudando a su pobre abuela, iba a montar luego un festín de carne para divertir a un montón de granujas despiadados! Nadie siquiera lo llegó a imaginar.
Y por supuesto, nadie se imaginó que el sobre que recibían de manos de aquel buen muchacho, con la invitación a la fiesta dentro de sí, era, en realidad, la invitación al martirio que pondría fin a sus miserables vidas. ¿Quién iba a pensar en semejante cosa?
Tal vez ese fue el error de todos.
No faltaron, sin embargo, las burlas y los comentarios satíricos, que algunas personas, antes y durante la fiesta, pronunciaron contra Féntom. Se decía que el joven andaba en cuentos raros con una sociedad de raritos fanáticos, que oraban desnudos y todas esas cosas que la gente ignorante inventa. De ahí las burlas.
Lamentablemente tuve que escuchar, en varias ocasiones, estos comentarios sarcásticos. Por ejemplo, un hombre, que se pasó por mi casa dos días antes de la masacre y que era amigo de mi padre, en una plática con él, se mofó de Féntom.
Mencionó, entre sus burlas, que tal vez durante la fiesta Féntom apareciese con «sus secuaces raritos» y se pusieran a hacer cantos y alabanzas religiosas, y que luego nos pidieran a nosotros orar por ellos y por sus almas. Por desgracia, tuve que ver cómo en un pasillo le sacaban los ojos al mismo hombre para luego degollarlo. Ni él, ni su familia, ni sus amigos se salvaron de «las oraciones» de «los secuaces» de Féntom.
Ahora aquí, en el tejado, desvalido mirando al cielo, recuerdo todo esto. Aquí escondido, mientras mis pensamientos me hostigan y me atormentan como crueles verdugos, espero impaciente a que los hombres de azul se marchen; a que terminen de cortar cuellos y de destripar niños.
Recuerdo con especial rencor a aquel hombre, el del comentario imprudente, al que le sacaron los ojos. Me gustaría volver en el tiempo y decirle a ese bribón que no fuera estúpido, que aquellos hombres no venían ni a cantar ni a orar. Me gustaría gritarle que Féntom y su maldita secta religiosa venían a torturarnos a todos.
Pero, sobre todo, si tuviera la oportunidad de volver en el tiempo, la aprovecharía para salvar a mi familia.
Makor
Los padres de Féntom murieron cuando él completaba apenas los dos años de edad. Desde entonces quedó al cuidado de su abuela.
Fue hace mucho tiempo que escuché esta historia, pero lo recuerdo como si hubiera sido en la mañana de la víspera. También recuerdo que el infortunio que terminó con la vida de los padres de Féntom fue, precisamente, un accidente en coche, y que se llevó también la vida de dos de sus tíos. Si para él fue algo difícil perder a sus padres ese día, no quiero imaginar lo difícil que fue para Madame Eleonora perder a todos sus hijos en aquel accidente.
Vi a Féntom por primera vez cuando completaba yo los siete años y él los catorce; justo hace un poco más de una década. En ese entonces me pareció un chico taciturno con un estilo semi gótico. Sin embargo, no reparé mucho en eso, pues, a esa edad, no era de mi importancia ese tipo de cosas. Y para ser sincero, ni siquiera él fue en algún momento motivo de importancia para mí o para mi familia.
De hecho, puedo afirmar que Féntom no era motivo de importancia para nadie. Y lo digo porque el chico nunca se hacía notar; nunca daba de qué hablar y, por lo general, lograba pasar desapercibido ante cualquier situación o reunión a la que asistía. Era, por tanto, un joven ejemplar.
Al terminar sus estudios básicos en un pueblo cercano empezó luego a trabajar en la ciudad. Después se unió a esa maldita secta religiosa que le corrompió la mente y el alma.
Esta secta era bien distinguida y fácil de identificar. Acostumbraban a vestir siempre de azul: los hombres con hermosos trajes elegantes bien pulcros y ordenados; las mujeres con vestidos preciosos y zapatillas brillantes y limpias como joyas. Todo siempre de azul.
No eran nuevos en la ciudad. Yo los había visto en varias ocasiones: a veces por las calles, gritándole a las personas que pasaban, y siendo ignorados por la mayoría de ellas; o, a veces, en el parque de los pueblos, sentados en bancas o de pie, haciendo lo mismo y recibiendo, casi siempre, la misma atención.
Incluso, una vez, pasaron de puerta en puerta por el vecindario entregando volantes e invitándonos a ser parte de su comunidad. Lo que nunca mencionaron es que, en realidad, nos estaban invitando a convertirnos en unos viles asesinos. Por suerte mis padres ni las puertas les abrieron.
Eran decenas las personas que conformaban aquella secta y que asistían a sus reuniones privadas. Se hacían llamar Makor. Pregonaban que el origen de la vida se daba en el momento mismo en que morimos. Supongo que hablaban de la vida espiritual o algo así. También decían que eran ellos los elegidos por Dios para transmitir su mensaje, y que aquellos que decidieran escucharlos serían llevados por el camino de la salvación.
Me pregunto si lo que buscaban estos lunáticos con la masacre era salvarnos a todos; salvar nuestras vidas del fuego del infierno ofreciendo el sacrificio de nuestras carnes, haciéndonos, de este modo, sufrir en vida horribles tormentos para que pudiéramos gozar de la salvación después de la muerte.
O sí, por el contrario, lo que buscaban eran castigarnos a todos; castigarnos por ser un montón de herejes implacables; por preferir los placeres mundanos que los placeres espirituales. Pero, si hubiera sido por este motivo, ¿también los niños merecían pasar por tales tormentos?
Jamás lo sabremos.
Festejos
El día de la masacre llegamos tarde a la fiesta de Madame Eleonora.
Esa era una vieja y fea costumbre en mi familia: siempre llegar tarde a cualquier reunión.
Cuando entramos en la casa el lugar estaba tan silencioso como un monasterio abandonado, pero, al mismo tiempo, se encontraba abarrotado de gente. Tanto así que tuvimos que quedarnos a pocos pasos del umbral de la puerta debido a que la multitud aglomerada impedía el paso.
Resulta que el motivo de aquella congestión de personas, y de tanto silencio, era la celebración de una eucaristía. En el momento en que nosotros llegamos todos los presentes se hallaban de pie, con la cabeza gacha, orando.
¡Cuánta maldita ironía!
Féntom contrata a un sacerdote para que bendiga a su abuela en su octogésimo cumpleaños, y luego la asesina a ella y nos asesina a todos como a reses en matadero. No sé si sea esto lo más irónico, o lo es el hecho de que haya invertido en una ceremonia sagrada para derramar luego la sangre de todos en su estúpida masacre sin precedentes.
Nosotros nos quedamos allí de pie mientras la liturgia terminaba. Yo, por mi parte, dirigí en torno mío una mirada y me centré en analizar el espacio: la decoración de la fiesta era sencilla pero agradable; en su mayoría eran arreglos florales pegados a la pared o colgados de las ventanas, con uno o dos globos añadidos a ellos y teniendo, primordialmente, rosas rojas en cada uno. Había rosas por todas partes: en el arco de la entrada; en las pancartas que decían «feliz cumpleaños»; en los manteles; y hasta en la mesa en donde se encontraba el gran pastel. A Madame Eleonora le encantaban las rosas.
Tenía plantadas cantidades exuberantes de rosales a lo largo de la hacienda. Fue, de hecho, y para complacer sus gustos, la mayoría de los regalos que obtuvo ese día: ramilletes de rosas. Nosotros, por supuesto, no fuimos la excepción. Sin embargo, el nuestro era diferente y más hermoso que los demás, pues era un ramillete de bellas rosas amarillas; pero era este un amarillo pastel claro, agradable, neutro; y fue el único, entre todos los regalos, de ese color.
Terminada la eucaristía el sacerdote partió de inmediato. Según parece, la suerte lo acompañaba aquel día y no era estúpido para llevarle la contraria. Quién sabe si sospechaba algo acerca de la masacre. Aunque bien, ¿cómo podría hacerlo?
Féntom no estaba en la fiesta y a nadie pareció importarle. Tampoco le importó a nadie que, en una hacienda tan grande y con tantos invitados, se llevara a cabo la celebración dentro de la casa, encerrados.
Y nadie pareció darse cuenta de que las únicas puertas abiertas eran las principales —las de la entrada— y que el resto de la casa estaba completamente cerrada. Porque, después de todo, ¿quién iba a sospechar de aquel joven?
Una vez el sacerdote se hubo retirado, encendieron las bocinas y repartieron bocadillos. El bastardo de Féntom había contratado también a animadores de eventos y a bellas camareras para que atendieran solícitas a los invitados.
Comenzó la gente a esparcirse y nosotros a adentrarnos más y más en el salón principal, saludando a cuantos conocidos veíamos. Nos acercamos hacia Madame Eleonora para entregarle el ramillete y desearle el feliz cumpleaños. Luego nos retiramos a un rincón y nos mantuvimos allí con un par de señores, amigos de mi padre.
Después no sucedió nada excepcional; las personas iban y venían por todo el salón, algunas de estas saludaban a Madame Eleonora y le hacían halagos anticuados; algunas otras le entregaban obsequios, los cuales se iban apilonando en una repisa de caoba que yacía junto a la mesa del pastel.
Así marcharon las cosas hasta que las camareras anunciaron un bufet en la cocina, provocando que la atención de todos recayera en ellas.
Nosotros no nos habíamos movido del lugar en el que estábamos, a excepción de dos de mis tías que se hallaban conversando con sus conocidos. Me atrevo a decir que el resto de mi familia, incluyéndome, estábamos aburridos en la fiesta, excepto tal vez mi padre, cuyas pláticas con sus amigos no recaían.
Al parecer sólo yo quería ir a echar un vistazo al bufet; así que me resolví a ir allí en cuanto la aglomeración en la cocina se redujera un poco. Mis hermanos me enviaron como un heraldo para que volviera con la noticia de lo que pasaba en aquel lugar. Esa fue la última vez que interactué con ellos y la última vez que interactué con mis padres.
El salón principal volvió a atestarse del gentío. Me levanté y pasé entre la multitud hasta la cocina. No era, después de todo, el bufet la gran cosa: un par de mesas unidas, decoradas con manteles rojos, con dulces variados y frutas que reposaban sobre ellas. Agarré un par de chocolates y me largué de allí, decepcionado.
Justo en el momento en que iba saliendo de la cocina, las puertas del salón principal se abrieron con gran estrépito. Ahí estaban ellos: los hombres de azul. Eran al menos veinte los que entraron. En seguida se agruparon formando un círculo a unos cuantos pasos del umbral de la puerta. El silencio se expandió por toda la casa y la atención quedó puesta en ellos.
Por inercia miré hacia el lugar en el que se encontraban mis padres. Ellos estaban en la esquina opuesta del salón y yo me hallaba justo al pie de la escalera. Observé como mi padre ceñía a mi madre por el talle mientras contemplaba el espectáculo. Luego, desvió la vista hacia la multitud, buscando algo. Buscándome. Me encontró y pude ver en su mirada un espanto indescriptible y, también, un poco de preocupación. Tal vez él sí sospechaba lo que estaba a punto de ocurrir.
Jamás podría olvidar el horror que vi reflejado en su rostro.
De repente, los hombres de azul enseñaron sus armas, antes ocultas, y fue como si hubieran detonado una bomba de caos. Algunas de estas eran de fuego: rifles sofisticados de largo y corto alcance; el resto eran simples cuchillos de carnicero y hachas de doble filo tan pequeñas que podían esconderlas bajo sus abrigos.
Masacre
El primer grito lo dio una mujer con un deje de pánico llamando a su hijo. El resto fueron lanzados cuando empezaron los disparos. Los hombres de azul se dispersaron, acuchillando personas y explotando cabezas.
En ese momento fue cuando el miedo se apoderó de mí, y se apoderó, a su vez, de todos. Miré de nuevo hacia el lugar en el que se encontraban mis padres, pero la multitud de personas corriendo de aquí para allá me impidieron verlos una última vez. Otra multitud se abalanzó hacia mí, tratando de subir las escaleras, y comprendí, entonces, que debía correr también.
Mis pies se movieron por sí solos, mientras que en mi cerebro retumbaba el sonido de los disparos. Subí al segundo piso y luego al tercero. Corrí hacia la habitación más apartada de las escaleras y traté de encerrarme allí. Fue, sin embargo, un deseo inútil. ¡Las malditas puertas no tenían seguro! De modo que sólo las ajusté y traté de controlar un poco mis nervios.
Me acerqué, como todo un estúpido, a una de las ventanas que tenía la habitación. Abajo, en el jardín delantero, varios hombres rondaban por allí sosteniendo sus armas. Uno de ellos se percató de mi imprudencia y, por un instante, hicimos contacto visual. Instintivamente me lancé al suelo y me arrastré hacia el interior mientras que una lluvia de balas azotaba la habitación desde el jardín, agujerando las paredes y destruyendo los cristales de las ventanas.
Me incorporé cerca de las puertas y me escondí a un lado de estas con la adrenalina a flor de piel. Sabía que no podía quedarme allí por mucho tiempo porque tarde o temprano me encontrarían, y esconderme bajo la cama sería inútil.
De pronto las puertas se abrieron con fuerza, cruzando por ellas un hombre de azul que llevaba consigo un cuchillo. Yo me mantuve estático, asustado, esperando lo peor, allí de pie, paralizado por el miedo. Una mujer de corta edad se lanzó sobre él, provocando que ambos cayeran violentamente sobre la cama. Gruñían como fieras. Mientras que él, en repetidas ocasiones, le apuñalaba la parte baja de la espalda, ella seguía forcejeando, jalándole los cabellos y arañándole la cara y los brazos.
Tal escena me sacó de mi parálisis, lo que me llevó a salir precipitado de la habitación. En el pasillo no parecía haber nadie cerca, o al menos nadie con vida; pues en el suelo se hallaban desparramados varios cuerpos y uno que otro intestino. Fue entonces cuando reparé en el fétido olor que se desprendía de los muertos. El hedor era nauseabundo y asqueroso, pero en tales circunstancias no es algo a lo que uno le preste mucha importancia.
Avancé entre los charcos de inmundicia y de sangre. Luego bajé, cauteloso, al segundo piso. En el primer pasillo había más personas agonizantes que muertas. La mayoría estaban mutiladas y se retorcían por el suelo, entre los sesos y los órganos de los que ya habían muerto. Algunos, Incluso, se sostenían las entrañas para que no se esparcieran por el piso.
Pude ver que entre la cantidad de cuerpos tirados sin vida había varios hombres de azul. Me pregunto si a la hora de planear la masacre imaginaron que tendrían tantas bajas.
Seguí avanzando por el pasillo. Puedo afirmar que los lamentos y los gritos eran lo más perturbador de todo, los cuales se escuchaban por doquier, cerca y lejos de donde estaba.
Dominado de nuevo por la estupidez me dirigí hacia las escaleras que daban con el primer piso. Quería escabullirme por la puerta y echarme a correr. Ya no pensaba en mi familia. Pero, al cruzar el pasillo, me topé con la escena de aquel hombre imprudente.
Se encontraba arrodillado, siendo sostenido por los brazos por uno de los asesinos, mientras que otro le clavaba un cuchillo en los ojos y le vaciaba las cuencas. El hombre no dejaba de gritar injurias contra los asesinos.
Uno de ellos, el que lo sostenía por los brazos, levantó la vista y me vio allí, de pie, al final del pasillo, observándolos. Se levantó con movimientos torpes y en tanto el otro degollaba a su víctima, él se dirigió con rapidez hacia donde yo me encontraba.
Reaccioné de inmediato y me eché para atrás tratando de escapar. De repente choqué con alguien tras de mí y caí de espaldas sobre el suelo.
Lo primero que vi fue el cuchillo en su mano y llegué a pensar que mi vida terminaba allí. Pero se trataba, en realidad, de un anciano vestido de negro que empezaba a desangrarse por una herida en el vientre.
Pude ver desde el suelo como el hombre de azul se precipitaba hacia nosotros. Que Dios me perdone, pero mi instinto de supervivencia fue superior a mi razón en ese momento. Me incorporé rápidamente, tomé al anciano con fuerza por los brazos, y lo lancé contra el verdugo. Luego me eché a correr, de nuevo hacia las escaleras que ascendían al tercer piso.
Me sentí como un vil miserable por salvar mi vida a costa de otra vida inocente. Pero el infortunio y el destino decidieron que así fueran las cosas.
Subí las escaleras de dos en dos y cuando estaba en los últimos peldaños pude ver, a medio pasillo, a aquel hombre que entró en la habitación y que se quedó forcejeando y apuñalando a la mujer histérica.
Mi primera reacción fue detenerme y retroceder, pero el hombre tenía algo raro, algo inusual; pues se encontraba allí parado, sin moverse, cabizbajo. De repente cayó de rodillas y se apretó el vientre. Entonces fue cuando la vi: la trampilla en el cielo raso; estaba justo sobre él. Al parecer la casa tenía un ático y yo acababa de descubrir la entrada.
Un sentimiento intenso de euforia se apoderó de mí; me sentí esperanzado y creí que podía salvar mi vida.
El hombre se apoyó en la pared sin dejar de sostenerse el vientre. Al verlo salí de mis cavilaciones. Miré hacia atrás pero no había ningún rastro del asesino que me perseguía hace un momento. Eso era un buen indicio
Rápida pero cautelosamente caminé hacia el pasillo. Me aseguré de que el hombre de azul tirado allí no tuviera un arma. Y no la tenía. En su lugar, una cortada profunda de varios centímetros le atravesaba el estómago de lado a lado, por eso se lo presionaba.
Me situé junto a él y observé por un par de segundos la trampilla: era un rectángulo en el techo, angosto, a 20 cm sobre mi cabeza.
De pronto, el hombre emitió un gruñido infernal y trató de abalanzarse hacia mí; sin embargo, no lo hizo de una manera peligrosa o atacante. No. De hecho, lo hizo de forma desesperada, tanto así que producía cierta lástima. Entonces lo comprendí: el miserable estaba suplicando. Lo que hacía era pedirme ayuda.
«Yo no quería esto» fue lo que dijo.
Lo miré con cierto desaire, como se mira a una cucaracha despreciable, hasta que escuché voces cerca. Lo que decían era apenas incomprensible, pero el tono en que lo decían no era de agonía o de súplica. ¡Eran verdugos! ¡Y se estaban acercando!
Comprendí, entonces, que había perdido bastante tiempo, y que si quería salir con vida debía apurarme.
Estiré mis brazos y abrí la trampilla del techo. Por fortuna no estaba asegurada, pero no tenía escaleras y tampoco había algo cerca que sirviera de apoyo para subirme.
En cuanto el hombre en el suelo vio lo que hacía y comprendió mis planes, y en cuanto escuchó las voces que se acercaban, se puso a gritar. Pero no eran estos como los demás gritos; en vez de suplicar ayuda lo que hizo fue gritar que «un reo se escapaba».
¡El infeliz me estaba delatando!
El pánico y la rabia se adueñaron de mis acciones. Lo primero que hice fue patearlo tan fuerte como a un ladrón. Luego escuché las voces más cerca. Sin pensarlo dos veces pegué un salto hábil para pasar por el agujero en el techo; me sostuve como pude a las orillas de la trampilla y con mucha fuerza me arrastré hacia el interior del ático.
En situaciones normales pareciera esto una locura. Pero cuando la adrenalina corre por las venas y tu vida se encuentra en peligro, no importa el dolor, no importan los obstáculos, el instinto de supervivencia es más poderoso.
Los brazos me quedaron adoloridos por el esfuerzo y el estómago me ardía por las raspaduras que me provoqué al arrastrarme, sin embargo, eran estas dolencias pormenores sin importancia.
Me apresuré a cerrar la trampilla antes de ser descubierto.
En una rendija apenas visible pude ver, en el pasillo a mis pies, como un par de hombres vestidos de azul le pegaban un balazo en la cabeza a su secuaz que agonizaba. Según parece, creyeron que estaba alucinando por la falta de sangre.
Respiré hondo y dirigí en torno mío una mirada para examinar el lugar en el que me encontraba; aquí adentro apenas cabía una persona arrodillada.
Estaba el ático atestado de bolsas y cajas selladas. Además, había en el suelo otras dos o tres trampillas que conectaban con distintas partes de la casa. Eso significa un problema; un grave problema. Pero había otro detalle que no se me pasó por alto: el lugar está muy bien iluminado. Y no era esta una iluminación artificial. No. Era natural, pura… ¡Era luz solar!
Tragaluces
Dos claraboyas, que en el techo se encontraban, iluminaban el lugar como faros encendidos.
Dos claraboyas que, al verlas, me inundaron de una esperanza mucho más intensa que la que sentí al ver la trampilla en el techo.
Me arrastré, esquivando cajas y empujando bolsas, hacia una de ellas, tratando de no hacer mucho ruido. El cristal de la claraboya era grueso y estaba bien pegado a su base metálica. A través de él pude contemplar, de nuevo, el cielo.
Me pregunté, por un instante, si sería mejor quedarme aquí, escondido, o si sería mejor, por el contrario, salir al tejado. El problema es que este último era bastante alto y un poco resbaladizo. Sin embargo, opté por subir allí, pues aquí adentro me encontraría atrapado si llegaban a descubrirme. En cambio, allí afuera tendría más libertad. Y llegado el caso, podría saltar para romperme la cabeza contra el suelo; en un golpe de suerte moriría al instante, sin sufrimientos; sin agonías.
Traté de empujar el cristal por si acaso era lo suficientemente débil para quitarlo sin producir estrépito. Pero no funcionó. Luego me quité una bota y traté de golpearlo. Fue, no obstante, algo inútil: el cristal no cedió y continuó intacto.
Entonces busqué entre las cosas algo pesado; cualquier objeto que me sirviera para destruirlo. Lo hallé y con él golpeé la claraboya en repetidas ocasiones hasta que el cristal se hizo añicos.
Temí haber hecho mucho ruido y que pudieran haberme escuchado. Así que me levanté con rapidez y, con mucho cuidado de no cortarme, salí al tejado.
Inhalé el aire fresco de la tarde y me llené cuanto pude los pulmones; aquí no llegaba el hedor a muerte.
¿Me sentía tranquilo ahora? No.
En cualquier instante los hombres de azul podrían encontrarme. Por eso me tendí allí, cerca de la claraboya rota, atento a cualquier movimiento dentro del ático.
Estaba aterrado, ¿y cómo no estarlo? Jamás en mi vida había visto tanta sangre, menos humana; o a una persona ser asesinada o agonizar en medio de vísceras. Jamás. No es lo que uno espera encontrarse a la vuelta de la esquina.
La vida casi se me escurre por las manos y logré evitarlo, logré conservarla. O al menos hasta ahora. Un deseo inmenso de llorar se apoderó de mí, pero no fui capaz de derramar una sola lágrima. Entonces, empecé a recordar. A recordar todo.
Pensé en mi familia; y en que posiblemente estuvieran muertos en este momento.
Pensé en el miserable de Féntom y en su estúpida secta religiosa.
Pensé en aquel bribón cuyos ojos le habían sacado; en el anciano que asesiné; en el hombre que me suplicó por su vida y que casi me delata…
«¿Por qué se encontraba este hombre herido?» me pregunté.
Tuvo que haber tenido una pelea con alguien que lo dejó en tales condiciones. Quizá fue la mujer a la que apuñaló por la espalda. Pero él se encontraba desarmado.
«¡Oh, mierda!» todas las piezas encajaban.
Tal vez fue él quien apuñaló en el vientre al anciano vestido de negro. Y el anciano tajó al hombre con su propio cuchillo, también en el vientre. Tras de eso, el anciano bajó las escaleras y yo me tropecé con él, por eso llevaba aquel cuchillo en la mano. Después lo arrojé contra el hombre que me perseguía. Quizá el anciano también lo acuchilló y por eso fue que aquel verdugo dejó de perseguirme.
Es decir que el anciano que lancé a su muerte me salvó. Dos veces. Y yo, como todo un cínico miserable, seguía aquí, con vida. Y él no. Porqué yo lo asesiné… ¿Era justo salvarme? ¿Merecía seguir con vida? ¿Cómo podría seguir adelante, con mi familia muerta y el peso del remordimiento atormentándome? ¿Acaso no sería mejor terminar con todo esto de una buena vez? ¿Sería mejor morir? ¿Lanzarme al vacío?
Mi mente continuó atormentándome. No dejaba de recordar mis errores, de pensar que, en realidad, no debía sobrevivir. Así, en tal estado de demencia, permanecí hasta que el letargo se apoderó de mí y caí en un estado de inconsciencia, delirando; allí tirado, en el tejado, sin estar a salvo de los hombres de azul.
Policías
Me despertó la voz de un hombre hablando por teléfono.
Un leve pero insoportable dolor de cabeza me recorría de sien a sien como un absurdo péndulo oscilando. Abrí los ojos con un poco de dificultad en virtud del peso de los párpados que me agobiaba en ese momento. Por fortuna el sol de la tarde no era intenso, y no me lastimó la vista.
Me encontraba en la orilla del tejado, lejos de la claraboya rota, a punto de rodar hasta el suelo. Un movimiento en falso y podría precipitarme hasta morir.
¿Cómo había llegado hasta allí? No podría decirlo con certeza. Sólo sé que aquel hombre, de alguna u otra forma, evitó una caída estúpida. Su voz era áspera y fuerte; tanto así que podía escucharla con claridad desde el tejado. Él hablaba con alguien acerca de la masacre, y como no escuché en ningún momento la voz de su interlocutor, comprendí, entonces, que se trataba de una llamada telefónica.
«Ciento ocho muertos, maldita sea», fue lo primero que logré entender. Su entonación permitía identificar un deje de exasperación.
«¿Qué? No… Sí», continuó el hombre. «No lo sé, carajo. Los criminalistas ya están aquí».
¿Criminalistas?
Hasta hace un par de minutos suponía que quien hablaba hacía parte de la secta sanguinaria. Sin embargo, al escuchar la palabra «criminalistas» entendí que no serían muy lógicas mis suposiciones. Me volteé con cuidado para quedar de bruces en el tejado y suavemente me arrastré un poco. Con cautela me asomé hasta tener una vista perfecta del jardín trasero, donde la voz sonaba.
El hombre era de la policía, pero no llevaba uniforme. Imagino que era un detective o algo así. En efecto, se hallaba conversando por teléfono y continuó proporcionando datos sobre la matanza. Hubo, especialmente, algo que dijo y que me llamó bastante la atención: «Sólo una viva; una anciana; le arrancaron los pies estos enfermos; lo peor es que los tiraron junto a ella; y había rosas… muchas rosas; sí, rosas; tiradas alrededor de la anciana; eran al menos cien y todas rojas; rojas como este jodido infierno que produce náuseas».
«A Madame Eleonora le encantaban las rosas», pensé. Tal vez ese fue el regalo de Féntom: cien míseras rosas rojas para festejar. «¿Festejar qué?» me pregunté, «¿Un cántico de muerte?».
Una segunda voz se mezcló con la conversación del hombre, y con ella una tercera. Había personas por aquí y por allá hablando de todo tipo de cosas, pero teniendo un tema en común: la masacre y el asco.
Ya que sabía que la policía estaba en la casa y, muy probablemente, en toda la hacienda, mis miedos de morir se disiparon como la niebla. Sin embargo, no estaba tranquilo.
Ahora lo único que tenía en mente era escapar. Aunque bien, pude en ese momento gritarles; llamarlos para que vinieran por mí; para que me rescataran. Pude bajar por el ático; presentarme ante ellos; contarles mi experiencia. Pude haber hecho tantas cosas para salvarme. Pero opté por hacer lo más insensato.
Cuando la tarde estaba ya avanzada y la sombra de la noche se empezó a manifestar, decidí que era el momento oportuno para escapar.
Primero, me aseguré de que no hubiera nadie por allí; el jardín estaba tan solitario como un globo en el cielo. Según parece, todo el equipo se encontraba dentro de la casa o en el jardín delantero. Entonces, con la agilidad de un gato, llegué hasta el suelo deslizándome por el pilar que sostenía el canal de lluvia y apoyándome ya en las ventanas, ya en las paredes. Lo curioso es que no llegué a sentir vértigo.
Estando en el suelo comprendí que si quería salir desapercibido no podía pasar por el frente de la casa. Por tanto, mi única opción era adentrarme en los campos de la hacienda.
Escuché pisadas y voces que se acercaban desde distintos ángulos, como si esta maldita pesadilla nunca fuera a terminar.
Me llené de miedo e imaginé lo peor. Era inocente, pero en mi mente no dejaba de creer que me verían como un culpable. El miedo y el frenesí me invadieron y nublaron mi razón. Sentí un temblor intenso en todo mi cuerpo. No lo pensé dos veces y me eché a correr, sintiendo sus gritos detrás de mí; sintiendo sus pisadas persiguiéndome como a una vil bestia a la que había que darle muerte.
Epílogo
Corrí y corrí.
Me zumbaban los oídos; tenía el corazón acelerado y sentí que me faltaba la respiración. Pero no me importó y seguí corriendo.
Atravesé campos enteros de frutas; crucé senderos bordados de rosales; me precipité por lomas no tan empinadas. Caí en varias ocasiones, pero me levanté y continué.
La garganta se me secó y las piernas se me agotaron. Y dolían. Todo mi cuerpo dolía. Quise llorar; quise gritar; incluso, quise morir. Pensé que era absurdo seguir resistiéndome, por lo tanto, y sin frenar ni un poco, me arrojé al suelo.
Rodé un par de metros hasta chocarme con una barranca. Allí permanecí, sosteniéndome la cabeza con ambas manos, esperando a que pasara lo que tuviera que pasar. Acababa de provocarme múltiples raspaduras en todo el cuerpo, pero ya me daba igual. Solo quería que toda esta mierda se acabara de una vez.
Sin embargo, nada pasó.
Levanté la cabeza y miré hacia atrás, pero no vi a nadie. Agudicé el odio sin escuchar más que el canto detestable de los insectos nocturnos. Nadie me perseguía.
Todo fue un estúpido producto de mi mente.
Me compuse un poco, inhalé bastante aire y seguí corriendo; pero esta vez no con tanta prisa ni con tanta adrenalina. Sólo corrí.
Me interné en el bosque que se imponía ante mí y que lindaba con otras haciendas. Era este tan frondoso y espeso como sombrío y lúgubre. Pero lo conocía; ya lo había visitado en tiempos de antaño y lo recibí como a un viejo amigo. Por allí podía encontrarse un sendero antiguo que recorría grandes tramos del bosque. Con un poco de suerte podría salir cerca de mi casa.
Hallé el sendero y con mucha euforia seguí corriendo por su blando suelo. Vagos recuerdos de mi infancia vinieron a mi mente. Por supuesto que conocía este lugar. Aquí jugaba con mis hermanos cuando éramos apenas unos críos. Pero eso ya no importaba ahora, me limité a seguir corriendo con la mente en blanco, tratando de olvidar.
Una fuerza externa chocó conmigo sin darme cuenta, y provocó que me diera de bruces contra el suelo. Un par de brazos, cubiertos por una fina tela azul, me obligaron a incorporarme y me pusieron frente a un hombre. Entonces, reconocí de inmediato el afilado y familiar rostro de mi vecino Féntom.
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