Mi primera caída en desgracia fue cuando quedé prácticamente solo. Perdí todo. También me di cuenta de que todo lo que tenía era ilusorio. Si hay algo peor que no tener una base sólida sobre la cual andar y descansar, es tener una ilusoria y que se rompa en mil pedazos de repente. No sé si fue tan de repente. Parecía que simplemente estaba en una mala racha. Los que veían mis pinturas me decían cosas positivas, participaba en algunas muestras y hasta vendía algunos cuadros. Pero algo me faltaba. Sentía que no había encontrado mi esencia artística. Por supuesto, jamás imaginé que terminaría pintando ratas.
Primero fueron los arrastrados, esos que siempre están en los primeros lugares, mientras los que buscamos nuestro propio camino quedamos tirados a un lado, en medio de la podredumbre. Las ratas aduladoras saben venderse, y siempre hay quienes las compran. Yo no me vendí; solo intenté ser convincente, tanto al pintar como al hablar de mis cuadros. No estaban mal, pero algo me seguía faltando. Entré en un estado de gran duda, dejé de pintar por unos meses y me sentía horrible por eso. Estaba muy mal. Entonces, los que me apoyaban dejaron de hacerlo. Al no tener nuevas pinturas que ofrecer, al no poder articular palabras sobre obras pasadas ni futuras, de golpe parecía no importarle a nadie. Y lo más triste: al verme mal, simplemente muchos se alejaron. Hoy pienso que yo quería estar solo, lo necesitaba. Me intentaban cambiar, y yo reaccionaba mal. Me encerraba más, quedaba más solo. Los cimientos que me sostenían como persona se habían convertido en un vacío completamente oscuro. No quedó prácticamente nadie a mi lado, solo mi familia y dos de mis amigos, Claudia y Antonio.
Un día empecé a pintar ratas. Recuerdo muy bien aquel día porque fue el día en que todo terminó con una chica a la que amé. Fue el día que entendí que ya no había un futuro juntos, que la relación había culminado. Después de pensarlo mucho y de varios intentos por cambiar las cosas, di un paso al costado y nos dejamos mutuamente. Lo que hice fue pintar una rata. Muy básica, una simple rata gris. Entonces pinté otra, y después otra, y otra, y otra más. Ese día pinté unas treinta ratas, y así seguí durante los días siguientes, pintando entre veinte y cuarenta ratas al día. Después de dos semanas de puro pintar ratas, paré. Separé las mejores y las preparé para llevarlas al lienzo con pintura acrílica.
Cuando terminé la primera rata bien hecha, en un cuadro mediano tirando a grande, me saqué una foto con la pintura y se la mandé a Claudia y a Antonio. A los dos les causó gracia y les gustó cómo había quedado. Nos encontramos unos días más tarde en un bar de Palermo. Hablamos de todo. Me sentía renovado, pero todavía muy susceptible. Les mostré más pinturas de ratas y realmente les gustaron. Me apoyaron mucho. Tanto que, en ese mismo momento, subí a mis redes sociales la foto con el primer cuadro de rata. Les consulté primero a Claudia y Antonio. Dudamos, porque además mi aspecto en la foto era bastante demacrado, pero al final me dejaron decidir. Y lo hice. Subí la foto. Los comentarios en las redes fueron, en su mayoría, de gente que se divertía con la idea. Yo no tenía tantos seguidores. La mayoría simplemente ignoró que no me veía muy bien. De los colegas, solo un par me escribieron por privado para ver si estaba bien.
Escribo esto ahora, pensando en que quizás haya llegado el momento de dejar de pintar ratas y empezar a pintar otras cosas. Algo pasó hace pocos días que me está llevando a apurar esta decisión. Ocurrió el fin de semana pasado, después de pintar una rata usando los múltiples colores del arcoíris. Me sentí un poco mal y decidí salir. Solo quería pasear un poco. Se me ocurrió ir a un bar en particular que queda en San Telmo y en el que siempre me sentí muy cómodo. Está en una esquina cerca del parque Lezama. Tomé el subte y, cuando llegué, algo me dejó perplejo. El bar ya no estaba. Había una tienda de antigüedades. En vez de usar la razón, una rarísima emoción desesperante me invadió. Me quedé mirando el lugar desde la esquina contraria. Todo a mi alrededor era simplemente ese no sé qué de San Telmo. No sabía qué hacer, así que me decidí a entrar al local.
Al entrar, me sentí rodeado por objetos cargados de un gran simbolismo. A mi derecha colgaban enormes arañas y, debajo de ellas, muebles llenos de texturas maravillosas. A mi izquierda, oscuros cuadros. Presté atención a uno de ellos: un paisaje con casas y edificios, y una calle en tonos azules y rojos muy oscuros, gastados por el paso del tiempo. Sin embargo, me quedé pasmado ante aquel cuadro, incapaz de comprenderlo. Quizás, pienso ahora, todavía tenía más sentido pintar ratas que aquel paisaje complejo.
Seguí caminando y llegué al mostrador. El hombre estaba atendiendo a alguien más. Lo saludé y le pregunté qué había pasado con el bar que estaba en esa esquina. Me miró como si fuese un bicho raro. Sentí que me había convertido en una rata después de tanto pintarlas. Me dijo que nunca había existido ningún bar en esa esquina, que hace décadas está el local de antigüedades. Al no poder entenderlo, me quedé mirando al vacío. Noté que se puso incómodo. Al principio vi cierta intención de querer ayudarme, pero se molestó por mi forma de actuar. Así que me preguntó de mala gana si iba a comprar algo.
Salí del estado de estupefacción y levanté la mirada. Vi una cajita con el símbolo de una luna menguante. Una chica estaba agarrando la luna y, en su otra mano, llevaba una cuerda, como si no quisiera que la luna se le escapara y estuviera a punto de atarse a ella.
Pregunté cuánto salía esa cajita y se la señalé. El hombre, entre desconfianza y un cierto enojo, agarró la cajita y me dijo:
—Esto es un tarot, el tarot Visconti.
Entre dudas, puso la cajita sobre la mesa, la abrió y llegué a ver que dentro había cartas, muchas. Volví a preguntar el precio. Me dijo una cifra bastante elevada. Lo compré. Ahora el vendedor parecía más relajado, pero mantenía esa cara de desconfianza y fastidio. Antes de irme, volví a preguntar, solo por confirmar, si no había habido ningún bar en esa esquina. Ya con lástima y algo de indiferencia, lo negó rotundamente.
Salí y fui caminando por la calle Defensa, hasta el parque Lezama. Atravesé todo el parque por el medio hasta llegar a la mejor vista del edificio Marconetti, pronto a ser demolido. Me quedé mirando las diferentes ventanas y balcones. Cada piso tenía diseños distintos. Me puse a pensar en la chica de la cajita, queriendo atarse a la luna. De golpe vino a mí una frase: “Yo pinto ratas.” Me resultó gracioso pensar en eso, y empecé a salir de ese estado meditativo. Di la vuelta al parque y volví a la calle Defensa, con la idea de caminar un poco más por San Telmo y después tomarme el subte para volver a casa.
Pasé por al lado del local de antigüedades donde había comprado el tarot y me quedé un instante mirando por la vidriera. El dueño del lugar justo me vio y volvió a poner cara de decepción. En ese momento ya me sentí bastante mal conmigo mismo, por actuar tan raro. Al caminar una cuadra, me sentí todavía peor. Resulta que me había equivocado de dirección, y aquel bar que yo había estado buscando estaba en la cuadra siguiente. Me sentí la persona más tonta del mundo. Pero entonces vino a mí otra vez esa frase: “Yo pinto ratas.” Volví a reírme solo. Saqué el mazo de cartas del tarot, lo miré, miré a esa niña, la luna, suya, y esa cuerda. ¡No, no te ates a la luna, podés descarriarte!
Dudé si entrar o no al bar. Finalmente, entré. Había una promoción de dos porciones de pizza con un vaso de cerveza. Era lo mío. Mientras esperaba, abrí la cajita y saqué las cartas. La primera era la carta de la Estrella, donde se ve a la misma chica sosteniendo una estrella, aunque su cara parece de aburrimiento. La segunda carta era la de la Templanza, la misma chica, ahora en medias. Antes tenía un calzado algo extraño. Sostiene dos jarrones, como manteniendo mágicamente un equilibrio sobre un contenido que no se puede ver. Parece que eso es lo suyo: el equilibrio. Y la tercera carta era la Luna, donde está curiosamente descalza. Las cartas tienen una numeración y estaban todas desordenadas. Me llamó mucho la atención que el azar haya hecho que, en primer lugar, estuviesen esas tres y en ese orden, ya que en las demás cartas no aparece esa chica.
Cuando pedí la cuenta, le conté brevemente al mozo lo que me había pasado. Pareció escuchar con atención, pero solo dijo:
—Le puede pasar a cualquiera.
Estuve por responderle: “Pero yo pinto ratas.” Pero no lo hice. Al salir del bar, una persona me miró, se le iluminaron los ojos. Yo no la conocía. Me preguntó:
—¿Vos sos el pintor de ratas? Me encanta tu obra.
@AgustinJBruno
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