La noche comienza a arreciar contra aquellos resilientes retazos de sol que aún residen del casi acabado día. La luz se desvanece a la lejanía, yéndose consigo el ligero amparo del crudo frío de invierno que pareciese en las noches volverse incluso más tenaz.
Los pocos peatones que se encuentran terminando sus compras de último momento se apresuran para no quedar atrapados en el desolado centro del pueblo cuando sea nadie más que la luna quien reine sobre las calles. Las persianas de las tiendas cerrándose, las llaves girando dentro de las cerraduras y unos vagos despidos se pierden en el aire.
A pesar del inminente arribo del oscuro frío y la absoluta soledad en la que me veré sumido cuando el último paso se escuche, sigo aquí sentado. Sentado junto a la escarchada fuente, que ni en su mayor esfuerzo lograron las horas diurnas aminorar; indomable es la crudeza de julio. Todos los pasos han ya cesado, solo el ruidoso silencio del frío —el estruendoso silencio del vacío— es lo que perdura en latente eco en el interior de mi mente; de mí.
Me gusta quedarme aquí cuando han ya todos partido, cuando todo está en silencio, cuando sólo aquí estoy yo. Mis pensamientos y yo. Mis recuerdos y yo. Solamente yo.
Me gusta quedarme aquí pensándote.
Me gusta quedarme aquí recordándote.
Me gusta quedarme aquí recordándonos.
Nos veo cuando niños éramos, nos recuerdo como si para ese punto ya nos conociésemos. Nos recuerdo jugando con los demás niños del pueblo como si ya supiéramos en ese momento todo lo que se nos avecinaba. Nos recuerdo entre miradas cómplices en pequeñas trampas en los juegos que creo alguna vez jugamos. Recuerdo todo como si fuese tan cercano; recuerdo tan poco como lo distante que del presente es.
Tan poco algo que ha de jamás haber sido.
Recuerdo tus cabellos enredándose entre mis dedos, así como el aroma que desprendían y cómo este, en mis manos, por días se impregnaba; cómo en mí era imposible de desvanecerse. Recuerdo tus ojos clavándose en los míos, clavándose enteramente en mí. Te recuerdo parado junto a este poste que a mi lado ahora encuéntrase, esperando; esperándome a mí. En ocasiones con un ramo de rosas blancas, a veces con tan solo una y otras, solamente vos.
Te pienso cada día y en cada momento, sobre todo después de las seis en verano y tras las cinco en invierno. Aunque hoy, a poco de haber tocado las cuatro en punto, eras todo lo que por los confines de mi mente hallábase. Te pienso tan contento como sé que aquí alguna vez fuiste, pero tan solo como sé que aquí solías estar. Siempre disfrutaste tu soledad, tus tiempos propios —“aquellos que pueden únicamente ser míos”.
Te pienso y te estimo como si verdaderamente nos hubiéramos conocido, como si estos recuerdos fuesen los míos y no tan solo unos comprometidamente prestados. Tomados. No sé quién seas, pero mucho has significado para en quien hoy me encuentro. Desconozco si aún vives, pero si llegares a hacerlo, espero no vuelvas. Ser yo quien la noticia deba darte no hállase en mis mejores eventos futuros, mas si así debe hacerse, quién he yo de ser para contradecir al destino mismo.
Si has ya dejado atrás el recorrido de las flores, espero hayas sido condecorado con ese título, que es hoy, únicamente tuyo: aquel que pudo ser tan amado.
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