Nuestro pequeño
-¿Qué ha dicho el psicólogo?
“Psicólogo”. Esa palabra resuena en mi cabeza. Sí, parece que no soy yo la que está viviendo esto, que nunca viviría una situación así, pero sí, he tenido que llevar a nuestro pequeño de cuatro años a un psicólogo.
Raúl y yo aprovechamos estos instantes de la noche a hablar de lo que no podemos cuando los dos peques están despiertos. Evan, el de un añito, tardará poco quizás; Daniel es el que menos nos preocupa en ese aspecto, hasta las siete estará en la cama.
Aunque nos preocupa en otro más importante.
-¿Laura?- pregunta mi marido.
Mi cabeza no está para darme cuenta de que me hablan.
-Pues ha dicho que es… normal.
-¿Normal?¿Cómo va a ser normal?
Ya, yo tampoco diría normal.
Todo fue tan repentino.
Hace unos días estaba haciendo la colada mientras Evan jugaba en el parque que había llevado a la cocina. Daniel trasteaba en la sala de estar con sus muñecos. Todo normal, sí. Y de repente, oigo a mi hijo gritar en el salón. Evan se asustó y se puso a llorar. Luego debería calmarlo, pero entonces lo urgente era ver qué le había pasado a Daniel.
Cuando llegué al salón había arrojado los muñecos al suelo y lloraba sin consuelo en el sofá, con las manos tapándole la cara.
-¡No!¡No!- gritaba- ¡No! ¿Por qué?
Yo me agaché y le abracé, preguntándole qué pasaba.
-No es justo- sollozaba mientras sus hombros subían y bajaban por el llanto.
-¿Pero qué ha pasado, amor?- miré los juguetes tirados por el suelo. Un muñeco roto- ¿Te has hecho daño?¿Es por Thunder?- el juguete roto.
-No, no. No.
Negaba con la cabeza sin dejar de llorar desconsolado, como su hermano en la cocina.
-Dani, ¿qué sucede? Vamos, cuéntamelo- le pregunté mientras no dejaba de examinarle sus manitas por si se había cortado o lo que fuese. No parecía tener nada.
-Ellas… ellas ya no están. ¿Por qué?¿por qué han tenido que morir?
Me retiré hacia atrás mirándole extrañada.
-¿De quién hablas, Dani?
-De Nati y de nuestra pequeña. ¿Por qué han tenido que morir?¿Por qué?
Me estaba asustando.
-Dani, ¿quién es Nati?
Él explotó en un arrebato que hizo que Evan volviese a llorar más fuerte en la cocina.
-¡Mi mujer!
-No, claro que no es normal, eso le dije yo- contesto a Raúl recordando aquella fatídica mañana mientras me siento en el sofá junto a él.
-¿Y entonces?
-El caso es que dice que es más habitual de lo que la gente cree. Que claro que es extraño, pero que sucede. A veces hay niños que hablan de vidas pasadas como si fuesen la reencarnación de una persona que vivió hace años. Me habló del caso de un chico que decía ser tripulante del Titanic.
Raúl bufó.
-Eso son gilipolleces. Mañana pedimos cita con otro psicólogo.
-He buscado sobre ello y hay casos muy extraños. Pero les hay.
-Laura…
-No, es verdad. Asusta pero existe.
-Laura, sé que siempre has creído en estas cosas, pero esto se sale de madre ya.
-El psicólogo dijo que hemos de escucharle. Dejar que se desahogue cuando hable de eso. Que se le acabará pasando.
-¿Pero qué dices?
-El cerebro de los niños tiene muchas más conexiones que el nuestro. Dice que cuando se van haciendo mayores hay cosas que quedan atrás. Esta es una de ellas. Me dijo que poco a poco dejará de hablar de ello hasta que ya ni él mismo recuerde las cosas que nos ha contado.
Raúl me mira escéptico. Yo también lo haría. Es difícil encajar algo así. Pero hay tantos casos… Por mi parte haré caso al doctor. Ver cómo va evolucionando Dani en estos días. Quizás ya no hable más de “su mujer y su hija”. Aunque una segunda opinión puede que no viniera mal. No sé, la verdad.
-Creo que deberíamos llevarle a otro psicólogo- terminó por decir Raúl.
-Bueno, veamos estos días, ¿vale? Iré a la cama- dije levantándome del sofá-. No sé cuánto puede durar dormida la pequeña bomba de relojería- me refiero a Evan y a su pañal, o su hambre voraz. Raúl se quedará viendo la televisión, supongo.
Daniel no ha vuelto a gritar y a llorar por su pérdida en unos días. Aunque sí es verdad que me lo he encontrado algo más taciturno que otras veces. Puede que se me haya escapado algo, no lo niego; Evan me tiene muy atareada también. Ha habido momentos que Dani se quedaba mirando por la ventana, rascándose la nariz como suele hacer, a golpecitos desde el puente hasta la punta. Pero si ese gesto es habitual suyo, ¿cómo va haber otra persona ahí dentro?
No sé ni lo que digo.
Seguiré observándole.
-¿Pero qué estás haciendo, Daniel?
El grito de Raúl me asusta. Estoy dando el biberón a Evan, que gira la cabeza hacia la cocina sin soltar la tetina. Con él en brazos me acercó hasta allí.
-¿Qué pasa?- pregunto desde el umbral.
Veo a Raúl gritando a Daniel, que permanece impasible frente a su padre.
-¿Qué pasa?- Raúl lleva su mirada aterrorizada y furiosa hacia mí- ¡Esto pasa!
Me muestra un cuchillo de cocina.
-Daniel estaba cogiendo un cuchillo del cajón.
En sus ojos leo lo que cree que nuestro hijo de cuatro años iba a hacer con él. No quiero creerlo, pero juntándolo con lo que le había pasado hace unos días, pudiera ser cierto.
-Se acabó. Mañana le llevamos a otro doctor. Otro que quizás sí vea lo que le pasa en realidad en la cabeza.
Raúl sale enfurecido por la puerta de la cocina, haciéndome a un lado. Daniel se gira lentamente y le ve salir. Después su mirada se encuentra con la mía y en ella apenas sí reconozco a nuestro pequeño. Aquello me asusta mientras Evan no deja de mamar.
Llevamos a Daniel a otro médico. Este no me comenta nada de casos similares. Cree que el pequeño ha sufrido un trauma y que se está inventando otra vida o al menos se inventa una situación metafórica sobre otro problema que esté sufriendo. Yo le he dicho que no hay trauma posible. Nos ha preguntado sobre si sabemos todo lo que pasa en el colegio o con el entorno familiar. Me ha ofendido. Claro que sí. Tendré otro hijo que me quita tiempo, pero claro que sé todo lo que sucede en su entorno. ¿Qué se ha creído?
Raúl me atosiga con que sigamos sus recomendaciones y demás, pero yo salgo de esa consulta ofendida. Claro que no le quitaré ojo a Daniel y que, sí, vale, le llevaremos a algunas sesiones con este doctor, vigilaremos su entorno, pero no voy a cerrarme a lo que me dijeron en la anterior sesión. No creo que haya nada malo en mi familia ni en el colegio, no puede ser. Conozco bien a mis parientes, y en el colegio me implico todo lo que puedo y no he visto nada extraño.
¿Se me habrá pasado algo por alto?
No, no puede ser.
Han pasado unos días desde el incidente. Me he quedado más tranquila en el aspecto de que en su entorno no hay nada extraño. Lo que me inquieta más es otra cosa. He buscado algo relativo en internet sobre la muerte de alguna mujer llamada Natalia y su hija.
Y me salieron varios resultados.
-Una mujer y su hija mueren por inhalación de humo en el incendio de su casa- le recito a Raúl leyendo la noticia en el móvil apoyada en el cabecero de la cama.
-Siento decirlo, pero eso no es una novedad. Aunque sea triste, pasa a menudo.
-Ya, pero leyendo comentarios, muchas personas se despiden de su amiga Natalia y de su hija. Así era como decía Daniel que se llamaba su mujer.
-Hay muchas Natalias, en el mundo, Laura.
Me harto de su tono condescendiente.
-Siguiendo la estela de comentarios relacionados con otra tragedia, llego a otra noticia: hombre de 31 años se quita la vida días después de perder a su mujer y a su hija en un incendio.
Ante eso Raúl se queda de piedra.
-¿Crees que…?
No puede ni preguntarlo porque yo tampoco podría decir algo así en voz alta. Pero en mi cabeza le doy vueltas a mil cosas.
-No podemos dejarle solo- digo tajante.
Raúl no dice nada pero asiente con la cabeza mientras se acuesta. Instantes después apago la luz de la mesilla y tratamos de dormir.
Desde ese momento cumplimos a rajatabla lo de no dejar solo a Daniel. Raúl pasa más tiempo en casa y le sigue allá donde va, con especial cuidado de la cocina.
Dani no ha dicho nada más de ninguna mujer ni ninguna hija, pero tampoco es que hable mucho ahora. No es bueno. ¿Tampoco malo? Ya no sé. Trato de que juegue con nosotros, de que nos hable; y lo hace, pero como si le faltaran fuerzas.
-¿Y si vamos hoy al centro comercial?- propongo para tratar de distraernos a todos, de hacer algo que le guste. Sé que allí hay tiendas de juguetes donde le encanta perderse y jugar con otros niños en el parque infantil. No sé si es buena idea o no, pero por probar que no quede.
Raúl cree que puede ser buena idea. Daniel dice que sí en tono neutro. Evan sigue jugando.
Atardecía. Aunque en invierno aquí pronto se hace de noche. El ajetreo de la gente y el tráfico hace que avancemos más lento de lo que quería. Y más con una silla de niño. Daniel va de la mano de Raúl, así anda un poco. Tampoco vivimos muy lejos del centro comercial.
Mis ojos no dejan de ir de uno a otro. Evan va tan feliz en su silla, jugando con sus pequeños peluches. Daniel, por su parte, apenas levanta la vista del suelo.
-Cuando lleguemos podemos ir a Juegos para Todos, a ver si encontramos otro que se parezca al de las palmeras, ¿quieres? Y así le jugamos a la vuelta todos juntos, ¿eh?- le pregunto para ver si se distrae.
Contesta un sí no muy animado. Raúl me mira. Lo sé. Daniel no está bien. Nos detenemos frente a un semáforo en rojo y aprovecho para buscar en la bolsa del carrito a ver si veo un mordedor. Evan está todo el rato llevándose la mano a la boca. El teléfono de Raúl suena y le coge. Estoy hasta el moño de sus llamadas de trabajo.
Y ese maldito momento de distracción de un segundo es el que aprovecha Daniel para soltarse de la mano de su padre. Lo veo correr hacia la carretera delante de mí y no me lo creo. Ese niño que va hacia los coches no puede ser mi hijo. Mis manos siguen rebuscando dentro de la bolsa como si tuviesen mente propia, mientras la mía trata de asimilar algo imposible.
Varios gritos, un golpe, un frenazo.
-Le queda bien la gorra, ¿eh?- pregunta Raúl mirando a Evan.
Nuestro pequeño juega con las olas. Huye y las persigue según suben y bajan. Nosotros estamos sentados en la arena tratando de descansar durante las vacaciones.
Desde lo de Daniel todo es cuesta arriba, pero me dije que tenía que seguir adelante por Evan. Aún puede ser feliz. Pero hay dudas que no dejan de corroerme y una tristeza que ya forma parte de mi ser y de la que jamás me repondré.
-¿Crees que se acuerda de su hermano?- le pregunto a Raúl. Noto que se pone tenso. No le culpo.
-Claro. Por supuesto.
-¿Y de mayor?
Raúl suspira.
-No lo sé.
Ya. Quizás de mayor no recuerde ni que hemos ido a la playa con él de pequeño. Hay recuerdos que desaparecen aunque no lo queramos. ¿Quién recuerda algo de cuando tenía un año? Puede que se guarden en rincones oscuros y secretos de la mente. Es tan triste olvidar… A veces sirve para seguir adelante, pero no se debería olvidar a un ser querido; menos a un hermano. Yo desde luego jamás podré olvidar a mi hijo.
Miro a Evan junto al mar. Él es mi razón de seguir. Si no estuviera él…
Prefiero alejar esos pensamientos.
Evan se gira y me saluda. Yo le devuelvo el saludo. Me señala al mar.
-Sí, pequeñín, es precioso, ¿verdad?
Se queda tan embobado como yo mirando el agua. Le veo cómo mira embelesado las olas. Se rasca la nariz, del puente a la punta, dándose golpecitos. Luego viene corriendo hacia mí y me abraza.
Raúl ni se ha fijado. Está tomándose un refresco mirando la playa. Yo no puedo evitar que una lágrima me resbale por la mejilla y para que no se me vea le devuelvo el abrazo a nuestro hijo, tan fuerte como puedo, hundiendo mi cara contra él.
-Mi pequeño…
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