Primera estación: Juventud, Mañana de verano
Gotas efímeras, que en conjuntos forman cascadas, anunciaban el término del otoño, el comienzo del duro invierno. Sin embargo, para mí, con el paraguas escurriendo, ocultando mi tenue figura tras cortinas de cristal, aquella época se trataba del principio de un bienaventurado verano, en el que blandiría gallardamente la espada con un filo especial y eterno.
Es indescriptible la sensación de maravilla y estupefacción que me producía oír el chisporroteo de las pequeñas esferas azuladas, que impetuosas provocaban música ardiente, como las animadas flautas élficas.
Impotente observaba a los indefensos humanos a mi alrededor, en la abarrotada acera, que escandalizados abrían sus cúpulas (no de cristal, sino que de hierro) para evitar cualquier contacto con las lágrimas del cielo.
Yo no podía hacer más que bajar el armazón para que gota a gota se tiñera mi alma y se empaparan mis ropas. El contacto gélido traspasó la delicada tela y pronto taló los huesos.
Las personas parecían fantasmas que ya sin vida pasaban presurosos alrededor de mi pasmada silueta, probablemente pensaran que yo era un estorbo, sin embargo, no hacía más que disfrutar de la ennegrecida atmósfera. Y si por un segundo, tan solo un segundo, ellos también se detuvieran para observar, descubrirían que es el momento más significativo de sus vidas.
Pero claro, esta es una fantasía que solo ocurriría si los demás percibieran el mundo a mi manera. Como una simple mañana de verano.
La poca esencia de vida que todavía pertenecía a mis dominios se desvanecía fibra por fibra.
Estaba decidido a permitir que las gotas me desgarraran la carne muerta, la carroña insignificante que solo los coyotes o hienas aman y adoran.
Amado por hienas, tal vez, es mejor que no ser amado.
Prefería que esas criaturas condenadas por la sociedad me consumieran, a permanecer el resto de mis años soportando a los insensibles, ignorantes y desagradables humanos que habían sido criados por indiferentes padres. Tener que soportar a aquellos que no disfrutan de un llanto.
Podía ser carroña de la incertidumbre, del tenue balanceo provocado por una mañana de verano, sin embargo, no me hallaba con las fuerzas suficientes para escuchar la voz del gran depredador, del espléndido hipócrita. Mejor es pasar mil años en cárcel.
Entonces, resignado, mis descalzos pies retoman -desprotegidos- el rumbo, con un único equipaje con el que cargar. Y recobro el movimiento -suave balanceo- por tierras alegóricas…
Después de años en los que tuve que sufrir un verdadero martirio -se debe tener en cuenta que mi suplicio era mera invención que se producía por mi marginamiento social- descubrí a alguien que me hizo cambiar la vida.
La conocí a ella.
Podría decirse que era la única que lograba opacar la hermosura del canturreo de la lluvia. Desde aquel mágico día de verano nunca me pude separar de los brazos llenos de gracia de la ya mencionada nueva alma en mi vida, llamada Cinnia.
Al conocerla entro permanentemente en un estado onírico, mesmerizada entre su perfume, elegantes movimientos y arrogante, pero a ratos juguetona sonrisa.
Aquel día el mar estaba más fascinante de lo normal, las aguas susurraban secretos arcanos con la marea calma, la brisa refrescaba mis pulmones disipando toda ansiedad que podía estar acumulándose en la mente. Me había acostumbrado a la monotonía perfecta de la costa (donde vivía Cinnia), lamentablemente en unas pocas horas más me vería obligada a empacar mis pertenencias para regresar a la turbulenta ciudad en la que no sabían admirar la lluvia ni respirar el tormentoso viento. Retornaría a un lugar que no merecía el nombre de hogar para cursar mi segundo año en enseñanza media.
No podía evitar observar a las gaviotas sobrevolando las nubes, atónita por su libertad mientras graznaban sin reflexionar del futuro, adoraba su tremenda ignorancia, sin embargo, ellas no hacían más que mirarme con desidia.
Delante mío se encontraba Cinnia jugando con las tranquilas olas, no se inmutaba de su vestido mojado y salpicado de arena. En cuanto a mí, me hallaba sentada junto a ella, pero al mismo tiempo existía una cierta distancia demasiado grande entre mi esencia y el ambiente, la escena. Era testigo de la pintura de óleo, seducida ante la cautivadora técnica del artista, mas no había razón existente para que él hubiera decidido dibujarme a mí dentro de ella.
Con esa altiva sonrisa se tiende a mi lado atrayéndome por consecuencia junto a sus brazos. Acurrucada en su melena, el tiempo pareciera detenerse y seducida, traspaso la barrera de lo real a lo onírico. Luego de un apacible momento, Cinnia se levanta repentina. Tira de mi mano. En el segundo después de reincorporarme ella sale corriendo a trote por toda la playa, dando trompicones y giros inesperados. Se entretenía oscilando sus brazos en círculos, ejecutaba tales acciones tan solo por un arrebato de alegría.
Acto seguido, se adentra en el bosque. Parecía una golondrina migrando a campos desconocidos, deseaba seguirla, pero temía lo que pudiera encontrar.
Variadas escenas ocuparon mi mente transformándola en un lugar tormentoso. Una de ellas me hizo reaccionar, debía seguirla y envolverme en su felicidad, aunque pareciera absurdo correr sin una meta a la cual llegar. Predominaba cierto sentimiento de agrado recorrer un sendero inhabitado junto a la persona que más amas. Podría llamarse «un vuelo entre tórtolas.» Al siguiente día estaría tan deprimida que olvidaría cómo se sentía volar.
Al alcanzarla, ya bien profundo en la foresta, junto con las hojas de árboles tapando la luz del sol, agarra mi mano y con altanería esboza una sonrisa, comienza a tararear una melodía increíblemente hermosa, que le da el parecer de un ruiseñor. Continúa girando y no hallo nada mejor para hacer que resignarme a seguir con su embelesamiento. Nunca he mostrado esfuerzo por divertirme en ese tipo de actividades, sin embargo, no puedo ocultar pequeños atisbos de felicidad. Sutiles, sin embargo, cruciales para que una chispa estalle en su corazón. Esa era la palabra, una chispa, una llama. ¿por qué todavía no he encontrado la mía?
En estas alucinaciones me encontraba, en tierras maravillosas sumergida en sueños, cuando inesperadamente tuve que volver a los parámetros conocidos. Algo en la superficie me llamo la atención. Sentía el suelo inestable. Desesperada freno bruscamente, percatando un risco con una caída poco amable a un metro de distancia de mí. Llamo sin aliento a Cinnia para que se aleje del borde, tan solo estaba a cincuenta centímetros de la muerte.
En esos instantes se formaba un nudo en mi garganta, sabía mejor que cualquier persona que por ninguna razón ella retrocedería. Entre aquellos del mundo no podría haber conocido a alguien más rebelde que ella. Su impertinencia ofuscaba todo razonamiento. Pálida le hago un ademán para que se aleje de ese peligroso lugar. Murmura algo entre dientes, algo como «No hay de que preocuparse y armar escándalo, es tan solo un paseo, sin embargo, si ya quieres regresar…»
La peor sensación que ha de poder experimentarse es en la que la culpa persigue tus más adentrados pensamientos, estar al tanto de que algo verdaderamente terrible ha sucedido y no has logrado servir como ayuda.
Al escuchar el despredimiento de la tierra tras mi espalda no pude reprimir un grito de dolor que se entremezclo con su grito. Voy a decir que voltee a salvarla, voy a decir que sostuve su mano y la auxilie en mis brazos. Voy a creer que su figura todavía se vanagloriaba en medio de la hierba. Sin embargo, me la arrebataron bruscamente, su cuerpo como un susurro en el viento se disipaba, al igual que la frugal alegría.
Sentí un vertiginoso mareo que sacudió la periferia, una agobiante punzada en la sien derecha, instintivamente cerré los ojos para apaciguar el dolor, una inexorable sensación de ahogo. Vomite unas cuantas veces y al tener valor para observar el mundo nuevamente no reconocía los rededores. Ningún sonido de marea llameante a lo lejos, árbol de altas estaturas o arbustos coloreados de flores se me hacía familiar. Por más que escudriñara el ambiente mi cerebro se reuzaba a cooperar.
Recuerdos inconexos inundaron el vacío de mi mente, tal vez para apaciguar lo que de verdad estaba sucediendo en aquel instante. Escuche su risa jocosa por entre las ramas, le deje guiarme, luego sentí en mis manos la húmeda tierra fértil, la olisquee un momento y me percate que el aire estaba lleno del olor metálico de la sangre y que no se trataba de risas en cuestión, sino de lastimosos gritos.
Contemplé a lo lejos, posado en el cielo, un ave grisácea, de aspecto repulsivo, era un Raiquén. Comprendí al instante lo que anunciaba. Ese pájaro bastó para que no me aproximara al precipicio y reparara en el masacrado cuerpo de lo que antes era ella. Ahora transformada en un espeso liquido carmesí.
Segunda estación: Adultez, Los escombros del pasado
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