Recuerdos, muchos se pierden con el tiempo, otros, aunque haya pasado una vida entera quedan intactos, como si lo ocurrido hubiese sido ayer.

Con el frio que entra por mi ventana y el deseo de volver a los días de mi infancia, se me crea un ambiente de nostalgia, una nube de la que no quiero salir, antes aborrecía este sentimiento, ahora es mi fiel compañero, encoge mi corazón, pero se siente lindo, triste, solitario, bello, no se puede explicar. Es como si estuvieras en la realidad, pero a la vez no. Es increíble como un día, de esos que sientes la piel de gallina por la brisa fresca, de esos que huelen a lluvia, me inspiren a escribir, pero es que estas cosas pequeñas que nos hacen feliz o que despiertan sentimientos guardados en un baúl viejo, pueden crean los más bellos poemas, cartas, historias.

El olor a te, a pasto, las hojas manchadas por el tiempo, evocan en mí, épocas de felicidad, de tristezas, de descubrimientos, de aventuras. Una casita en el campo, rodeada de vegetación, es uno de mis mejores recuerdos, ese lugar siempre olía a lluvia, a plantas, a mate cocido, a lápices de colores, cada vez que entraba en ese lugar era como si estuviera en un cuento de hadas; al cruzar esa puerta de rejas blancas con enredaderas a sus costados, entraba en otro mundo, en mi mundo. Para llegar a la casa debía cruzar caminitos de piedras de colores, cuando llegaba la tarde luego de almorzar me tiraba allí a mirar las formas de las piedritas y los pequeños bichitos, imaginaba mundos donde cada uno de ellos eran protagonistas, como las películas; del otro lado estaban las flores, las plantas tan queridas y bien cuidadas por mi abuela, siempre había cerca de ellas tarros de todos los tamaños de metal oxidado que usábamos para regar, además de la gigante regadera, que no lograba ni siquiera sostener, el agua la sacábamos de una pileta rectangular de cemento, que parecía hecha de plantas, ya que estaba completamente verde por el musgo, al costado de la casa también había caminos, rodeados siempre de vegetación, más lejos estaba el taller de mi abuelo, lleno de herramientas, esas cosas siempre me fascinaban, porque eran piezas de metal de muchas formas y tamaños, allí también había un catre que a la siesta era común encontrarlo durmiendo a mi abuelo o a algún tío, cierta vez me subía para jugar. Cuando entraba a la casa había una enorme mesa, capaz de reunir a la familia en un abrazo fraternal, donde todos compartíamos la comida, alegrías, juegos de mesa incluso, porque esa mesa tenía algo especial, y es que al levantar el mantel debajo se veían los grandes cajones, donde nunca podían faltar además de los cubiertos, las libretas y los lápices para dibujar y todo tipo de mazos de cartas; el mueble lleno de vajillas como la de un rey, platos pintados que eran puestos como cuadros, vasos de vidrio que no usábamos porque eran muy bien respetados como obras de arte. Al costado mi atracción favorita, una silla mecedora, se veía tan majestuosa con sus círculos de madera, y su lugar en la casa era inmovible, por más que todo cambiara ella seguía allí. Luego comenzaba la puerta de las habitaciones, también otra de mis partes favoritas, era muy grande, y las camas parecían de princesa, con sus sabanas floreadas antiguas, tan acogedoras, era imposible no dormir bien, con las ventanas y sus largas cortinas que daban al jardín, que por las noches dejaban pasar el viento fresco, y el sonido de los grillos, que tanto extraño; los búhos ululando, e incluso ranas croando, para mi ese siempre fue el sonido de la noche junto con el silbido del viento. Detrás estaba la cocina de leña, antigua como todo lo demás, pero igual amaba todo, ahora siento que fue un sueño, hubiera sido lindo no despertar de él. El pasillo tenía un mueble largo de madera, y ahí estaban las pesas, si pesas, pero no de las que se pueden imaginar, si no aquellas que se usaban en una balanza para medir el peso de algo, siempre jugaba con ellas, pero siempre volvían a su lugar, esas eran las instrucciones de mi abuela. Y ahora llegamos al patio trasero, lleno de árboles de banano, naranja, limón, eucalipto, incluso uno de oliva, si se seguía caminando te podías perder de lo alto que estaba el pasto, y los árboles, eran tantos, que ese lugar siempre me pareció un pequeño bosque.

Mi abuelo muy habilidoso siempre buscaba la manera de entretener a su nieta, el me hizo una hamaca, o columpio como dicen algunos, incluso no fue uno, sino dos, uno estaba en el portón, la puerta de entrada, y el otro en frente del taller donde podía ver una extensión de pasto hermosamente verde que me parecía infinito, al costado los establos, vacíos, que seguramente en un momento tubo caballos, y en una colina no muy alta, el molino, allí iba pocas veces, pero desde ahí, lograba ver todo; como olvidar también el tractor, era una de las cosas más divertidas, mi abuelo lo encendía y al escuchar su sonido, corría para que me llevara con él. Antes de llegar a al portón había un camino de árboles en fila por donde pasaba el auto, eran inmensos y muy altos, siempre había que tener cuidado para no atropellar a las iguanas, a veces aparecían cerca de la casa, pero al no molestarlas no hacían nada, no les tenía miedo, pero respetaba a esos lagartos gigantes, que formaban parte del cuadro campestre en el que estaba.

Al caminar unos cuantos metros estaba la casa de mis primas, el tener a la familia cerca no tenía precio, vivíamos todos juntos, aunque solo íbamos los fines de semana a ese lugar, fueron los mejores fines de semana de mi vida. Juntas nos trepábamos a los árboles, desde lo alto era como si tuviéramos una casa en ellos, con las hojas como amigas nos divertíamos mucho, a veces incluso subíamos a lo más alto de los naranjos y cortábamos el fruto para hacernos jugos, más de una vez nos pasábamos con el azúcar. Éramos felices, y ya, no había preocupación, la tristeza pasaba rápido y las incontables anécdotas no cabrían en un solo libro.

Es impresionante lo que puede hacer un solo día de frio, ahora miro la ventana y todo eso no parece real, o lo vivido no lo fue, o lo que estoy viviendo ahora no lo es, todo parece distante, como si no fuera yo, ella, quien sea, no lo sé, nadie lo sabe. De lo único que estoy segura es de que anhelo con todas mis fuerzas volver a esos días, pero eso no pasara, estuvo en mis manos, pero ya no, creo que la bella durmiente tiene que despertar, y como les pasa a todos no podre continuar el sueño al cerrar los ojos otra vez, probablemente tenga otro, completamente diferente, o una pesadilla.

Lo cierto es que esto no se puede olvidar, por eso lo escribo, las sensaciones vividas no pueden quedar solo en un recuerdo vago que pocas veces hay tiempo de contar, y también aunque me aferrare a el hasta el último de mis días, también se puede borrar, jamás eso pasara por mi propia voluntad, pero la mente suele ser engañosa, a veces sentimos que no nos queda nada más, y nuestra mente no nos deja recordar estas cosas vividas, siempre las almacena en baúles viejos, con candados, de llaves escondidas en una estantería de madera podrida, con libros que ni siquiera sabíamos que se encontraban allí, toda clases de cosas que desearíamos con todo nuestro ser volver a ver, pero no nos deja, por alguna razón crea un muro sólido, imposible de derribar. Eso no cambia el hecho de que estén allí, que formen parte de nosotros, es lo que nos hace lo que somos, y eso nunca va a cambiar, por más que nosotros lo hagamos, los recuerdos no, y por eso los queremos y odiamos la vez, a veces los queremos olvidar, otras nos arrepentimos de hacerlo y los queremos recuperar.

Siempre van a estar allí es cuestión de buscarlos, de perseguirlos, no dejar que se escapen de nuestras manos, porque después de todo, fueron los únicos que siempre estuvieron para nosotros, en los buenos y malos momentos, en la tristeza y la felicidad; las personas se van, cambian, pero ellos no, nunca, y eso los hace tan especiales y capaces de hacerte sentir, no importa qué, pero de recordarte que eres humano, con sentimientos, con un corazón que late por emociones.

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