El anciano y el monte pelado

El anciano y el monte pelado

Jeshua Morbus

06/03/2023

Probablemente nadie se acercaría por allí en un día cualquiera.
Tampoco en un día especial. ¿Por casualidad, tal vez? Altamente
improbable.

En lo alto de ese
monte lo que sobraba era inexistencia de interés. Los bosques cuya
sombra alegrarían las tardes de algún trabajador de vacaciones no
existían en las alturas. Tampoco había ninguna clase de parque o
banco para sentarse; no hablemos de un camino para llegar a él. Por
no haber, no había ni buenas vistas. La polución de la ciudad se
ocupaba, con suma efectividad, de tapar la vista a todo aquel
aburrido que tuviera tanto tiempo libre como para subir a esa altura.

Así pues, ¿qué
había en lo alto del monte para que un anciano aprovechara sus
últimas fuerzas para llegar a su cima?

Era, sin duda,
alguien inhabitual. Su piel, oscura, ajada y arrugada, más por
acción que por el pasivo paso del tiempo, dejaba claro que había
pasado por cientos de experiencias, cada cual más dolorosa que la
anterior. Su edad evidente, daría a entender que le estaba costando
mantenerse de pie para continuar su camino a través de ese feo
secarral. Pero nada más lejos de la verdad: si por mil batallas
había pasado, ésta era una más y no le costaba lo más mínimo
seguir un ritmo acelerado para llegar a su destino.

Las cicatrices que
asomaban en su cara y brazos, abundantes y de toda clase, señalaban
que su vida tampoco había sido tranquila. Desde los puntos marcados
en su frente a los cortes en sus mejillas y las quemaduras en sus
manos. ¿Habría peleado en alguna guerra? ¿O había sido un gran
bombero con más de una anécdota a sus espaldas? La respuesta sólo
la conocía él.

Sin nadie que
observara su transitar silencioso en mitad de la oscuridad de esas
alturas rodeadas de nubes negras, por fin alcanzó lo que buscaba.

Nada.

O nada, a simple
vista.

Tras comprobar que
estaba solo en dos o tres ocasiones, de ponerse de puntillas para ver
más lejos con sus ya cansados ojos y de apreciar cualquier sonido
fuera de lo común, el anciano extrajo una varilla, no más grande
que un lápiz, y se arrodilló. Tanteó el suelo en busca de algo y
no tardó en hallarlo: un pequeño agujero que, en medio de toda la
suciedad, arena y oscuridad, pasaba desapercibido.

Introdujo la varilla
en esa diminuta abertura y se levantó.

Entonces,
desapareció.

Así, sin más. Un
segundo antes estaba allí, uno después, y ya no.

Pero no se había
ido muy lejos. Sólo se había alejado dos metros, bajo la tierra.

Si antes se
encontraba en un monte oscuro y seco, ahora estaba en un pasillo si
bien tan oscuro, al menos más pulcro. Luces a sus pies le indicaban
el camino y no destacaban nada a sus ojos. Le decían que caminara y
que no se detuviera en hacerse preguntas que no venían a cuento. Eso
hizo, con seguridad.

Al cabo de unos
pocos metros, llegó a un puente cerrado y acristalado. Todo estaba
igual de oscuro más allá de las ventanas, pero las leves luces
describían trazos, líneas curvas, cables, tuberías, paredes
metálicas y otros tantos pasillos como aquel sobre el que caminaba.

Avanzó sin
detenerse en ningún momento. A los pocos segundos, ya se había
olvidado de lo que había visto porque, por fin, encontró el final
de su camino.

Era una silla. Como
todo a su alrededor, apestaba a tecnología y frialdad mecánica. Más
que a un cómodo lugar donde reposar, recordaba a la silla de un
dentista. Como fuera, la comparación era relativamente correcta.

Se sentó y puso
cómodo. Entonces, esperó.

De improviso,
grandes fundas, cual grilletes, se cerraron sobre sus manos. Un
fuerte collar nació de la silla y atrapó su cuello. Y, más rápido
que la vista de cualquier posible testigo, sus piernas sufrieron el
mismo tratamiento. Sin embargo, el anciano ni se inmutó. Esperó
tranquilo a que la última pieza de ese mecanismo se pusiera en
marcha: un enorme casco que descendía con parsimonia en dirección a
su cabeza.

No se resistió,
probablemente porque no hacía falta resistirse. Cuando el casco tapó
su visión, resonó un levísimo pitido en las profundidades de la
instalación.

—Saludos, capitán.
Han pasado ya sesenta y ocho años.

—Lo siento, pero
sigo sin ser capitán de este navío. Ya se acaba mi vida, así que,
por favor, ve preparando a la siguiente generación una vez hayas
conservado lo más importante de mi ser.

—Entendido, señor.

El pitido se apagó,
las luces a su alrededor también; y, finalmente, el cuerpo del
aspirante.

¿Cuántas
experiencias necesitaría un capitán para poder responsabilizarse
del viaje que ese navío tendría que realizar? ¿Cuántas vidas se
había cobrado ya?

La respuesta sólo
la conoce el futuro.

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