¿Qué sucedería si un día Mara, al despertarse al mediodía o a la tarde y habiéndose calentado el primer café y prendido el cigarrillo, se detuviera de súbito en el centro de su habitación y se dijera en lo más íntimo: «Hoy podría estallar»?

La abuela estaría abajo barriendo y ordenando y, por supuesto, no escucharía las palabras de Mara, que vienen de lo más profundo de sus entrañas y llegan a erizarle los pelos de la piel.

Arriba Mara se acabaría el café y prendería el segundo cigarrillo, y entonces se volvería a decir: «Hoy verdaderamente podría estallar. ¿Y qué si así fuera? ¿Acaso vendría alguien a recriminármelo? Es cierto que sería desconsiderado con la abuela, que tendría que limpiar todos los pedazos de carne y la sangre esparcida en las paredes; pero ¿acaso no ha tenido ella miles de gestos de desconsideración conmigo en estos años y aún más, en estas últimas semanas? Si comparásemos las actitudes de ambas, no sé si ella perdería o si empataríamos, pero sí estoy segura de que yo no perdería. Los ataques de ella han sido constantes; en cambio los míos han sido esporádicos, y la gran mayoría de las veces como respuesta a los suyos. Es como si se hubiera propuesto que todo cruce termine en una batalla campal».

Entonces Mara iría ya por el tercer cigarrillo y seguiría allí parada en el centro de la habitación como una apacible estatua en el centro de su fuente, chupando con sensualidad el filtro y diciendo ya por tercera y última vez: «Hoy voy a estallar».

Y, con esta exhortación, el cuerpo de Mara entero estalla por el aire empapando las paredes y el techo. Esparciéndose en pedazos por el cuarto. Como una piñata que explota revelando sus entrañas. Los chorros de sangre que golpean, produciendo el sonido de un globo o de un sapo que revienta. Los huesos, las astillas y los dientes y las uñas que van a incrustarse en el revoque coloreado de escarlata sobre el desgastado celeste original. Y los ojos que quedan mirando desde las paredes opuestas, como si toda la habitación se hubiera convertido en Mara y ella estuviera observando con el asombro de los redondos ojos saltados la escena única e irrepetible de su autodestrucción. El imponente mural aún vivo, aún latente, de sangre que todavía corre por las venas al ir escurriéndose hacia el piso, los hilillos de saliva y de orina chorreando hasta formar charcos en el parqué plastificado. «Una escena imponente, una pequeña pero imponente escena», puede pensar Mara con sus sesos revueltos entre las vísceras y los tendones serpentinos. «Así que esto es estallar un día. Inquietante. Estremecedor e inquietante».

Claro que abajo la abuela puede sentir que algo ha sucedido y que la paz de la tarde ha sido sacudida por algún acontecimiento. Y también que quizá no debería estar enfrascada desde hace dos horas en pulir las tazas de plata del aparador. Pero esa platería necesitaba una limpieza urgente, puede calmarse y comenzar la tarea de acomodar las teteras en sus sitios aunque el timbre siga sonando insistentemente.

¿Quién podría venir justo en ese momento preciso? Para llamar con tanta urgencia debe haber una razón de peso —especula la anciana parada frente al portero eléctrico.

—¿Qué quieres?

—El cartero.

—¿Qué cosa? ¿Traes una carta?

—Sí, señora. Una carta para Mara Etchegoyen.

—Y, ¿por qué ahora?

—No sé, señora. ¿Baja?

—¿No tienes la llave?

—No, señora, ¿baja?

—Ya bajo.

Siempre ha sido lo mismo, trabajar y esforzarse para no obtener nada a cambio. Si al señor se le ocurre traer una carta, ella debe ser la intermediaria. Si se le ocurriera traer un elefante, ella debería alimentarlo y bañarlo. La vida es muy sencilla cuando los otros hacen todo por ti.

El pasillo estaba oscuro como un túnel, pero en la puerta de calle había un fulgor blanquecino que dañaba la vista.

—¿Qué quieres? —le dijo a la negra silueta que se recortaba en el umbral.

—Carta, señora.

—Sí, sí, ya sé, tu carta.

—Quiere firmar aquí, por favor.

—No tengo mis anteojos. Tendrás que subir.

—Haga cualquier garabato.

—Nada de eso.

—Me va a retrasar, señora.

—Ya te has tomado bastante tiempo, ¿no?

—Está bien, si es lo que quiere.

La lenta y pequeña figura de la anciana se presentaba como un obstáculo en aquel estrecho pasillo y no pudo evitar detenerse en la observación de sus huesudas manos accionando la esquelética armazón de la enorme puerta del ascensor. Las pesadas cuchillas de hierro y las venas violetas transparentándose a través de la octogenaria piel de pergamino. Como los dedos de un niño entre los filos de unas tijeras.

—Aquí estamos, en casa. ¿Quieres un té?

—Los anteojos, señora.

—Sí, sí, no tengo.

—¿Qué?

—Nunca me los hice. Más vale gastarse la plata en cosas útiles.

—Y, ¿cómo me va a firmar?

—Tu firma, tu carta. ¿Estás seguro de que es para Mara?

—Sí, claro. Mara Etchegoyen, aquí lo dice.

—Y, si es para Mara, ¿por qué no se la das tú?

—Señora, me tengo que ir.

—Seguramente tienes más miedo del que puedes confesarte.

—No tengo miedo. Es que no la conozco.

—¡Claro que no la conoces! Es necesario convivir con una persona para conocerla.

—¿Entonces?

—Entonces tú pretendes venir un día cualquiera y presentarte con el cuento de una carta que Mara debería leer porque tú se la has dejado en manos a la abuela.

—Pero es así.

—En tu mundo será así. Aquí hay seres humanos que agradeceríamos un poco de buen trato.

—No quise ofenderla. Si quiere dígame dónde está Mara y yo se la entregaré.

—Mara está donde la dejaste hace quince años. En su habitación.

—Me confunde con alguien.

—Tú eres el confundido si crees que se puede hacer lo que a uno se le antoja y esperar que los otros estén de acuerdo.

—La única solución que veo es que yo le dé esta carta a Mara.

—También podrías llevártela y seguir haciendo como si no pasara nada.

—No, voy a darle su carta. ¿Dónde está?

—En su habitación.

—¿Dónde es?

—Tanto tiempo…

—¿Puedes llevarme allí, por favor?

El departamento era grande, pero con muchos pasillos de techo bajo y pobremente iluminados. El tapiz de las paredes estaba despegado y sucio, y el piso crujía a cada paso. Era como si aquella anciana lo hubiera establecido todo como un reflejo de su decrepitud. En una pared pudo ver una foto enmarcada de un hombre joven con una niña.

Ya frente a la puerta, la anciana se detuvo, se volteó y le dijo:

—No está.

—¿Cómo que no está? Me has dicho que estaba.

—Antes estaba, pero ahora no está.

—Déjame ver.

—¿Para qué quieres entrar a la habitación de una adolescente? Cuidado con lo que piensas, que no ha pasado suficiente tiempo desde que yo te cambiaba los pañales.

—¡Basta, madre! Déjame entrar.

—¡Te digo que no entres!

Solo asomó la cabeza y la retiró de inmediato con la mente inflamada de charcos escarlata y astillas, y manchas negras de excremento que chorrean sobre los sesos afiebrados. El latido de las sienes y el escalofrío en la columna vertebral ante los ojos de la madre que no dice nada y aparta la mirada en el pasillo sofocante.

Y, finalmente, la anciana que habla y dice: «Tenía que suceder», para que las paredes y el piso y el bajo techo comiencen a girar en un vértigo ondulante.

—¿Cómo?

—Esa muchacha no podía seguir mucho más así. Si no explotaba ella iba a hacer explotar a alguien más. Iba a ser peor.

—Es decir que pelearon.

—Con esa chica no existen términos medios.

—Entonces es así como has cuidado de ella.

—Tú no tienes ninguna autoridad para decirme cómo debía hacerlo.

—Tú tampoco la tienes, si eso que hay allí dentro es la persona que ha convivido contigo todos estos años.

—Al menos yo puedo decir de qué color son sus ojos. Dime, ¿de qué color son sus ojos?

—No me interesa hablar contigo, tengo una carta que entregar.

—¿Vas a entrar ahí?

—Sí, voy a ir a despedirme de mi hija. Y luego voy a dejarte sola en tu casa para siempre.

Abrió la puerta y se metió sorteando los restos. Así llegó al centro de la habitación.

Quiso decir algo, pero sabía que la respuesta sería ese olor nauseabundo llenando su garganta y agriándole la lengua, que dice claramente: «No me importan tus excusas, ya vete de una vez, la abuela va a ordenarlo todo, ella siempre está ordenando».

Etiquetas: abuela hija padre suicidio

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