La casa del loco

La casa del loco

Es una tarde aburrida de invierno en el pueblo. El cielo está gris y los pájaros callados. No se oye nada salvo de vez en cuando el ulular del viento.

-¿Y si vamos a tirarle piedras a la casa del loco?- propone sin más Juan.

Me lo pienso un segundo y asiento. No tenemos otra cosa que hacer. Y si la tenemos, tampoco me apetece. Hoy estoy en modo automático.

Juan y yo tiramos para la casa del loco. Tirarle piedras es uno de nuestros pasatiempos. Solemos hacerlo a menudo ahora que somos mayores y ya no le tenemos miedo. Más que nada porque al loco que vivía allí se le dio por muerto y la casa está abandonada. Desapareció sin rastro y no tenía familiares, creo. Nadie puso la casa a la venta y nadie la quiso comprar, de manera que así quedó: una casa alejada del pueblo, bastante deteriorada, solo habitada por arañas, ratas y a saber qué más, rodeada por rastrojos y siendo fuente de las pesadillas de los más pequeños del pueblo.

-Creo que hay un lugar así en todos los pueblos. ¿No crees?

-¿Cómo cuál?¿Como la casa del loco?- le pregunto a Juan.

-Sí. Un sitio del que se dicen todo tipo de cosas, que sea la… leyenda urbana local.

-Supongo- me encojo de hombros.

-Muchos niños desaparecieron en el pueblo cuando el loco vivía aquí- dice Juan con morbosidad.

-Ya, bueno. Pero entraron en su casa y no encontraron nada.

-Porque se deshizo de los cuerpos. Unos dicen que los enterró más allá del río, otros que les deshizo con ácido y otros…

-¿Y quién dice eso?

-El Rizos, Juancar, los de la peña…

-¿Y qué sabrán ellos? El loco desapareció cuando éramos pequeños.

-Para suerte nuestra, quizás- me dice Juan alzando las cejas.

-Hemos hablado ya mil veces de ello. Todo esto se lo inventan para asustarnos de pequeños y que no volvamos tarde a casa.

-Vi una vez al loco- suelta Juan tras un silencio.

-¿Tú que vas a ver?

-Sí, de pequeño. Iba a pescar con mi padre y de camino le vi por entre los árboles. Llevaba una gorra vieja que le tapaba los ojos y una sucia barba que le ocultaba el resto de la cara.

-Deja de decir gilipolleces.

-Es verdad.

-¿Y qué si le viste? Está muerto ya.

-Oye, ¿qué te pasa?- me empuja Juan.

-Pues que he oído tantas veces la historia que ya quema. Es más, que me jodan, no voy a ir a tirar piedras. Eso es de críos pequeños. Me piro a casa. Hace frío.

-Sí, ya, y una mierda. Lo que te pasa es que tienes miedo.

-Lo que pasa es que me tienes hasta los cojones. El loco por aquí, el loco por allá.

Paso de Juan y tiro para casa por entre la maleza. Que se quede él a tirar piedras. Estoy harto de tanta mierda.

-Eh, espera. ¿Y si hacemos otra cosa que no sea tirar piedras?- oigo su voz entre los lamentos del viento.

-¿Cómo qué?- me intriga.

Me doy la vuelta y le veo de pie. La silueta de la casa está a su espalda.

-¿Entramos?

Tengo que procesar lo que he oído.

-¿Qué?

-Sí, nunca nadie ha entrado desde que se fue. Al menos eso creo. ¿Y si fuésemos los primeros?

Sigo sin decidirme.

-Venga. Esto no es de niños pequeños. ¿Crees que alguno lo haría? No, y te diré por qué: porque todos se acojonan al ver la casa. Seríamos los primeros en entrar. ¿Crees que encontraremos algo? Dices que los de la peña no tienen ni puta idea de nada. ¿Y si entramos y descubrimos algo? Lo que sea, la verdad del loco. Ellos hablarían sin saber, nosotros no.

Me lo pienso durante unos instantes. Juan me mira ansioso por una respuesta.

-Va, ¿qué me dices? Hagámoslo.

Le miro a él y miro la casa a sus espaldas.

-Vamos.

Y camino en dirección a la casa. ¿Una gilipollez? Claro. Pero como ya dije, no tenemos nada mejor que hacer.

Juan me vitorea. Me golpea en los hombros y me los masajea como si yo fuese un boxeador que va a subir al ring.

-Eso es, así me gusta, chico. Vamos a entrar en… la caaaasaaaaa del loooocooo- se descojona después de decir aquello como si fuese el título de una peli de serie b.

Yo no digo nada y me limito a seguir el camino a la casa.

La mala hierba parece una jungla cuanto más cerca estamos. Hay piedras y cosas oxidadas. Un lavabo roto, una furgoneta con las ruedas pinchadas, madera podrida, ladrillos, sacos de yo qué sé.

El viento no deja de murmurar y de mecer la hierba.

Tenemos la puerta al alcance de la mano. Un pomo de metal lleno de herrumbre y la pintura desconchada. La madera repleta de arañazos.

Nos detenemos un instante a contemplar la casa. Nunca la he tenido tan cerca como hasta ahora. Lo cierto es que acojona. Es como un lobo demasiado perezoso como para atacar, esperando a que las víctimas entren en su boca por cuenta propia. Pero una vez lo hagan, apretará la mandíbula tan fuerte que no volverán a salir.

¿Qué habrá pasado dentro de sus muros? Ahí vivía el loco. Era pequeño cuando se le dejó de ver. Cuando los adultos hablan de ello se oyen mencionar palabras como solitario, siniestro, callado, ermitaño… “A saber cómo vivía”, “no te acerques”, “aléjate de la zona”, “si le ves, vete”, “es un tipo extraño” eran otras frases que definían lo que la gente del pueblo pensaba de quien vivió aquí.

-¿Qué?¿entramos?- pregunta Juan a mi lado.

Le miro y se burla de mí con su mirada.

-Pues claro.

Y tratando de no pensarlo más abro la puerta.

Con un chirrido pasamos al interior de la casa del loco.

Es todo lo que esperaba de una casa abandonada: llena de polvo, oscuridad, cosas viejas y telarañas por todos lados. Pero a pesar de ello, impresiona. Me viene a la mente que ahí vivió un hombre. Aunque no uno normal, desde luego, porque a pesar de que está abandonada, las cosas que están tiradas por ahí no estarían así en una casa normal. Parece un vertedero.

-Menuda pocilga- dice Juan arrugando la nariz. Huele como a moho, a humedad, a madera vieja.

-Ya lo creo.

Avanzamos en silencio, observando lo que nos rodea. Periódicos viejos, latas de cerveza por el suelo, un sofá lleno de quemaduras de cigarrillo. En las paredes hay cuadros de paisajes, todos ellos torcidos; hay uno incluso caído. Una caña de pescar en el suelo junto a una cesta de mimbre volcada. En una pequeña mesa de madera hay lo que fue fruta una vez, al menos eso espero. Las moscas son las dueñas de la estancia, siempre y cuando no caigan en las telarañas que invaden el lugar.

La cocina y el salón están en la misma estancia y todos los muebles están rotos. Parecen encontrados en la basura y puestos a desmano. Esa casa parece más hecha para sobrevivir que para habitar.

-Ya sé de qué pudo morir el loco: de asco- dice Juan esquivando todo lo que hay por el suelo-. Joder, está todo hecho una mierda.

-No es mucho peor que lo que he visto por tu cuarto- trato de bromear.

-Mañana recogeré, mamá- se burla él.

Pero ni uno ni otro sonreímos. La atmósfera de ese lugar nos lo impide.

Seguimos andando por lo que fue una casa, la vida de alguien. Una vida llena de destrozos y cosas halladas en la basura. Hay una estantería con libros viejos con páginas amarillas y esquinas dobladas. Alguna que otra cinta VHS también, con la carátula ya descolorida. Sería porno.

Vamos a enfilar el pasillo.

Sé que no nos vamos a encontrar nada que no hayamos visto en el salón-cocina, y que ya hemos cumplido el objetivo de entrar y ser los únicos del pueblo en hacerlo- al menos desde hace años, yo qué sé- pero algo nos atraía a seguir explorando la casa del loco.

Juan se detiene delante de mí mientras esquiva una caja de herramientas.

-¿Has oído eso?

-¿Oír el qué?

-Parecía un grito.

-Mira, como empieces con gilipolleces de esas te parto la cara y te dejo aquí tirado.

-Que no, joder. Hablo en serio.

Me callo pero no oigo nada. El viento, eso sí, que no deja de zumbar el cabrón.

-Vamos, sigue.

Entramos al pasillo. La luz de la tarde pasa por las ventanas de las habitaciones que dan al corredor y provoca haces grisáceos que apenas son suficiente para ver. Aunque tampoco es que haya mucho que v…

Ahora lo he oído yo.

Ha sido como una especie de risa. Que yo sepa el viento no se ríe.

Juan mira hacia atrás y ha debido de ver mi cara.

-¿Qué pasa?

-Lo he oído.

-Ah, ¿ves?- dice dándose la vuelta- ¿Ves cómo no me he inventado nada?

-Ha sido como una risa- le digo.

-¿Una risa?

Asiento y nos quedamos quietos un buen rato. Tras no oír nada más de nuevo seguimos con la exploración de la casa del loco.

Las puertas del pasillo dan al baño, a una habitación y a una especie de despensa. El baño es un lavabo, un váter, una vieja bañera y un armario-botiquín. No hay nada más. No voy a abrir el armario para ver su contenido, paso. Ahora sí que quiero irme de allí. Terminar de ver la casa e irme de allí, mejor dicho. Pero no ahondar en los rincones de aquel lugar, eso no.

-Otra vez- dice Juan.

Sí, otra vez. Yo también lo he oído. Hemos sido los dos a la par.

-Una risa, ¿verdad?

Juan asiente. Una risa, sí; una maldita risa. Y no, aunque haya viento, no ha sido provocada por el viento, joder. Ha sido una risa, una risa de niño. Sé cómo suena el viento en el pueblo.

-Creo que no hace falta que sigamos más tiempo viendo la casa. Vámonos- pide Juan volviendo a la puerta.

-¡Ayuda!

Aquel grito nos congela.

No ha sido un grito de niño.

Y viene de dentro de la casa.

-Joder, tío, vámonos ya.

-No, espera. Ese grito era más… “terrenal”. Quizás alguien necesite ayuda.

-Pues salimos, le decimos a la guardia que escuchamos algo y que vengan ellos- urge Juan.

-¡Ayuda!

Lo he oído por la zona de la despensa. Voy hacia allí y Juan me acaba siguiendo a regañadientes. Reconozco que con las risas me he cagado, pero el grito de ayuda era como más material. Me dio la sensación de que alguien nos necesitaba.

En la despensa todo está a oscuras, apenas se ve. Hay sillas de madera de las que no me fiaría mucho; percheros de los que cuelgan cuerdas, cinta aislante y un sombrero de paja; una especie de hornillo; una linterna; una estantería metálica y un arcón.

-Joder, venga, vámonos. Aquí no hay nadie, ¿ves?

Eso dice Juan, sí, pero algo me hace mirar al arcón.

Otra risa de niño.

-Vámonooooos, jodeeeer- me tira Juan del abrigo.

Pero yo me resisto.

Si bien el grito pareció provenir de allí, la risa también.

Me zafo de los tirones de Juan y me acerco al arcón.

Lo abro pero no hay nada. Miro arriba y abajo y así es, vacío. Solo hay unas cuantas maderas y hierros que parecen ser las sobras de alguna chapuza casera.

Otra risa y otro grito. Pero esta vez no pedía ayuda, era un grito de dolor.

Juan me pide entre sollozos que nos vayamos, pero ahí hay algo extraño, algo que no cuadra, algo que se esconde.

Muevo todo lo que hay en el arcón, buscando con ello… no sé lo que busco con ello. Pero algo ha de haber ahí, aunque sea una grabadora que reproduce las risas y los gritos con un único fin sinsentido como el de asustar a dos intrusos de una casa abandonada.

Me detengo de manera brusca. Mi mano ha topado con algo que no se mueve en el fondo del arcón. Es un taco de goma, nada misterioso. Pero ¿por qué algo así allí dentro?

Tiro con fuerza de él y parece que el fondo del arcón se quiere levantar. Juan me ve hacerlo pero no entiende nada y sigue con sus súplicas de irnos.

-Ayúdame- le pido.

-¿Ayudarte a qué, eh? Lo que tenemos que hacer es irnos de aquí, joder.

-¡Que me ayudes!

Sin convencimiento lo hace, pero entre los dos sí conseguimos levantar el fondo del arcón. No era más que una tapadera a una trampilla que había en el suelo bajo él.

-Esto huele mal- dice Juan.

Y tiene razón, pero aquella trampilla me llama.

Una risa más.

-Mira, tío, yo me voy.

-¡No, espera!- le retengo agarrándole de la manga del abrigo con toda la fuerza que puedo- ¿No decías que querías saber la verdad sobre el loco? Pues puede que esté ahí abajo.

-No me gusta bajar donde alguien esté gritando.

-¿Y si el que grita es un niño?

-No parecía un niño el que gritaba.

-Pero había risas de niño.

-Que te jodan.

Me da un golpe y se deshace de mi agarre. Juan se marcha cabreado de la casa. Yo saldría, pero algo me retiene aquí.

Abro la trampilla que hay dentro del arcón. En su interior hay una escalera de mano y bajo por ella lleno de miedo. Pero algo me conduce a hacerlo. ¿Será que ya todo me la suda? Ni puta idea.

Bajo unos tres metros. Cuando lo hago pongo el pie en tierra desnuda, como si fuese una bodega vieja. Saco el móvil del bolsillo. No me fijo en si hay cobertura o no, que seguro que no, y pongo la función linterna.

Parezco estar en un agujero horadado en la tierra. No mide más de unos cinco metros cuadrados. Hay unas telas en el suelo, un cubo y varios juguetes viejos.

Lo peor de todo es lo que hay en el centro: un montón de huesos, vestidos con ropa de niño. Entre ellos un esqueleto, con vaqueros gastados, una gorra vieja y una camisa manchada. En el cráneo de este último, que está mirando hacia arriba, hay un triángulo y un cuadrado de plástico de colores cada uno en una cuenca, como en un macabro juego de encajar formas.

La luz tiembla porque mi mano tiembla al enfocar. Aquello es horrible y mi mente no puede- ni quiero que lo haga- pensar en qué puede significar todo aquello.

De repente oigo unas risas de niños y una brisa me envuelve y asciende por la escalera. Miro hacia arriba aterrorizado mientras el grito de ayuda vuelve a resonar, esta vez a mis pies.

Ahora sí que no me lo pienso más y huyo de allí a toda hostia, se acabó.

Guardo el móvil sin apagar la linterna siquiera, al subir por la escalera me tropiezo con los escalones y me araño la pierna al pasar por encima del arcón. Me caigo al pisar las cosas que están por la casa pero al final logro salir de allí.

-¡Andrés!- oigo que me llaman- ¡Andrés, aquí!

Es Juan. Está lejos de la casa, entre la maleza.

Viene corriendo hacia mí.

-¿Pero qué cojones te ha pasado?¿Por qué te quedaste?

-Calla y vámonos.

No digo más, pero tampoco hace falta. Mientras nos marchamos de allí sin detenernos un segundo Juan me dice que quiso entrar de vuelta en mi busca, pero que no lograba decidirse. Niego con la cabeza, me da igual que no lo haya hecho, solo quería irme.

-Joder, ¿pero qué ha pasado?- supongo que pregunta porque mi cara ha de ser un poema- ¿qué has visto ahí dentro?

De momento no puedo contestarle. Unas risas de niños se oyen en la distancia. Se alejan por entre los árboles, riéndose cada vez más y más alto, felices. No me producen miedo alguno, aunque por ahora mi interior es una mezcla de espanto y congoja. Puede que cuando le cuente a mi amigo lo que he visto logre exteriorizar todo lo que se agolpa ahora en mi mente de tal manera que no puedo ni pensar.

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