Hace tres días que no logro dormir. Giro y doy vueltas entre las sabanas transpiradas que se pegan a mi cuerpo húmedo y grasoso, ese aire tibio que entra por la ventana y se mueve por el dormitorio solo sirve para que respirar se vuelva una tarea tediosa, cada suspiro es aplastante. Creo que todos sabemos que el insomnio trae demonios, y mis demonios traen a Eso.

La batalla con Hipnos está perdida desde el vamos. “Que descansen los muertos” me digo. Tomo la cajetilla y el encendedor, voy al escritorio. Ahí podré pasar algunas horas hasta que amanezca o suceda algo mejor. Nunca pasa nada mejor.

En mi silla de trabajo, alumbrado solo por el brillo azul de la pantalla de mi computadora me enciendo un cigarrillo, antes de terminarlo, con el pucho enciendo el siguiente; Estas son noches en que solo quiero sentarme a fumar hasta que me llegué el cáncer o se me caigan los dientes, lo que suceda primero; Encuentro cierto placer en imaginarme como el pobre tipo de la foto de la cajetilla de Camel, así, con un tubo en la garganta, la piel amarilla y los ojos hundidos, negándome hasta el último minuto a inhalar una sola bocanada de aire que no esté llena de ese dulce de alquitrán. Aniquilado, destrozado, roto, hacer de mí mismo un espectáculo lamentable de la decadencia de toda voluntad, que arrastra con ella al cuerpo hasta digerirlo en un mar de suplicas de familiares y muchísimos opiáceos. ¡Ay morir así! Con eso que los estúpidos llaman alma expuesto a cielo abierto, sin nada que disimule la putrefacción interna que ya me estoy olvidando de como esconder.

Siempre que mi pensamiento me lleva a esas fantasías, ahí estará Eso, fiel, como todas esas noches, esperándome en cuclillas abajo del escritorio. Su extrema fealdad le ha valido la astucia de esconderse en las esquinas entre los muebles y las paredes, allí donde la luz no llega y solo puede encontrarlo quien sabe de él, ósea yo, que soy el único que logra romper con su sobrenatural timidez, siempre disimulando, haciendo como que no lo veo, porque si mi vista se cruza con sus ojos desorbitados, lo inunda un pavor insoportable y vuelve a sus escondrijos entre las paredes de la casa.

La primera vez que lo vi fue hace ya algunos años; en ese tiempo estudiaba filosofía y empezaba a desconfiar de mi creencia de que podría hacer del mundo un mejor lugar y coger muchísimo en el proceso; justamente esa noche, tan calurosa como esta, me disponía a gastar mis últimos bits de datos en alguna página porno barata, frustrado ante la imposibilidad de escribir algo apenas decente sobre el Argumento Ontológico de San Anselmo. Y ahí, mientras me disponía a los menesteres de la soledad lo vi materializarse detrás de la pileta del baño. Debo decir que la inexplicable aparición ese pequeño ser humanoide, de aspecto doloroso y miembros desproporcionados no generó en mí el rechazo y pavor que imagino hubiera sentido cualquier otra persona. Sino que más bien llegó a mí una arcada llena de lástima y condolencia.

Su respiración dificultosa sonaba como un pitido, e intentaba arrastrase por el piso con un bracito casi humano no más largo que mi dedo pulgar, completamente asimétrico de su segunda extremidad superior a la que no podría describir como un brazo sino más bien como una garra artrópoda, que al menos triplicaba en tamaño a su (in)par derecha. Tal despropósito lo obligaba a terminar rodando sobre su torso velludo, intentando, inútilmente, apoyarse en su único pie de loto. Tal criatura solo era digna de asco y conmiseración.

Tal vez la razón por la que no sentí miedo, es que ya la había intuido anteriormente, bajo los colchones sucios en casa de desconocidos, en los recovecos de los pasillos de la villa. Siempre como una sombra, seguramente avergonzado de existir. Esperó años hasta aquella noche en que más fuerte y hambriento que nunca finalmente se dejó ver; dejando una rastro baboso y sanguinolento en los azulejos del piso, se acercó lentamente hasta mis tobillos y hundió sus pequeños colmillos en mi piel. Sentí entonces como una corriente de hojas de afeitar y vidrios rotos circulaba desde mi cabeza hasta su boca por todas mis arterias. Paralizado por ese inmenso dolor, incapaz aun de gritar, vi como el rojo viscoso de mi sangre lo alimentaba; en su pequeño y horripilante rostro se mostraba la paz y el alivio, la saciedad de una sed inhumana. En una visión grotesca de una madre amamantando a su prole, Eso se alimentó mi cuerpo, y me llené de la más repulsiva ternura por aquel ser absurdo que había llegado hasta mí.

Esa escena se ha repetido demasiadas veces desde entonces con absoluta irregularidad, en temporadas casi todas las noches. Otras veces lo dejé de ver durante meses, ocupado en mis cosas, disfrutando de alguna compañía fugaz o algún viaje repentino llegué casi a olvidarme de su existencia. Pero nunca dejó de estar presente, escondido bajo las escaleras o viajando en mi equipaje como un pequeño peso muerto, que tarde o temprano va a tener hambre, y su instinto sobrenatural lo va a guiar hasta mis venas. Y yo siempre lo permití, hasta alegre supe recibirlo, el adefesio depende de mí para existir, existo para él como dios y huésped al mismo tiempo. Podría solamente haberlo aplastado, pero la lastima y un poco de empatía me lo impidieron siempre ¿Qué daño podría hacer una criatura tan lamentable? En una bizarra simbiosis atravesamos los años juntos, yo le daba su sustento, el me recordaba que siempre podían existir dolores más atroces.

Esta noche volvió. Lo siento junto a mis pies, debajo del escritorio. Mientras enciendo otro cigarrillo y busco algún video estúpido que me entretenga lo escucho moverse entro los cables y la basura junto a la pared. Siento el silbido de su respiración agitada mientras intenta trepar sobre la computadora hasta colocarse detrás de la pantalla; veo su pie detrás del monitor por unos minutos, lo ignoro para no asustarlo. Y así de inexplicable como es, demostrando una agilidad poco probable, en un momento ya no lo veo, pero comienzo a sentirlo en mi espalda, buscando algún lugar donde acomodarse sobre mi cuello para cumplir con su ritual alimenticio.

Me relajo en mi silla, libero todo el peso del cuerpo a la espera de esa puñalada a punto de suceder, con la humedad y tibieza de ese cuerpo que va encontrando su lugar en mi nuca. Y el momento llega, el dolor lacerante y la parálisis automática de todo mi ser. Desde las puntas de los pies una corriente de hierro fundido transita mis venas sin que sea capaz apenas de respirar.

Esta noche Eso ha vuelto con más fuerza y un apetito más voraz que en todos estos años, y a diferencia de todas las veces anteriores, hoy no puedo verlo mientras se alimenta. Ahí, a mis espaldas, parece sentirse más confiado que nunca, y succiona con una vehemencia inusitada, me sorprendo de que un ente tan pequeño sea capaz de semejante fuerza.

La puntada de su boca deforme es ardiente y puedo imaginar el gozo en su rostro indescriptible. Cada sorbo me debilita un poco, y lentamente el dolor se pierde adormecido en un hormigueo tibio que pulsa desde mis dedos hasta la recién abierta herida. Puedo imaginar el fluir de mi sangre brotando y cayendo en su lengua retorcida. Puedo intuir para mi sorpresa, que estoy disfrutando de ser desangrado gota a gota, y mi cuerpo responde con las pocas fuerzas que le quedan dejando avanzar una erección propia de un adolescente, llega hasta mi difusa conciencia la tensión de mi miembro creciendo en tamaño y firmeza, rescatando con autoridad para sostenerse la poca sangre que Eso aún no había drenado para sí. Febril y somnoliento, como en un sueño húmedo de borrachera llego a acariciarme por encima de la ropa.

Mi mano actúa casi por reflejo, acomparzando el rose de mi ropa con cada nueva y espasmódica libación de aquel engendro, frotando con cada vez más fuerza sobre mi entrepierna, conteniendo la respiración, perdido hasta sentir el calor de la expulsión seminal que alcanza a empaparme la palma de la mano. Exhalo una larga bocanada de aire en forma de gemido, dejando ir el resto de mis fuerzas y casi pierdo la conciencia.

Entredormido, cegado por mi éxtasis, entiendo que Eso, aún no está dispuesto a darse por saciado, y en mi debilidad, aprovecha para sorber cada vez más fuerte. El dolor punzante reaparece con la suficiente intensidad como para despertarme. Me llevo las manos a la nuca y lo aprisiono, intento arrancarlo a la fuerza, pero se defiende con su garra artrópoda abriendo un tajo sobre mi palma. La herida abierta de lado a lado deja ver los músculos y tendones, pero no llega a brotar ni una gota de sangre como si se tratara del cuchillo de un carnicero destajando un animal que lleva días muerto.

Entiendo entonces que esta vez, Eso, no va soltarme hasta matarme. ¿Qué razones tendrá para exterminarme? Pienso que cansado se su lastimosa existencia pretende asesinarme y luego dejarse morir entre las sombras, pudrirse ahí escondido, habiendo terminado con su sustento. ¿Cómo pretendo yo de todos modos explicar las razones que tendrá semejante despropósito de ente? Solo sé que debo librarme de él mientras aún me quede vida.

Inclino mi cuerpo, extiendo mi brazo al que siento pesar ahora como una tonelada. Estiro los dedos hasta alcanzar la perilla de la gaveta del escritorio, con un esfuerzo descomunal logro abrirla y rebuscar con el tacto hasta dar con una vieja trincheta, la tomo con firmeza, la extiendo y logro encajar una puñalada en el vientre del adefesio.

La presión punzante en mi nuca sede, y Eso se cae al piso haciendo sonar un golpe seco. Retorciéndose comienza a brotar sangre de su costado. Mi sangre. Un líquido viscoso de color morado empieza a cubrir el suelo, extendiendo un charco sanguinolento bajo el escritorio, la mesa, mis pies. La pestilencia de esta podredumbre es infernal, la habitación se llena de un olor a cenicero y vómitos de vino mientras la criatura chilla aterrada empapada en nuestra propia porquería.

La hemorragia en el costado de Eso parece no tener fin, hace ya diez minutos lo observo y los borbotones continúan con la misma fuerza del principio, acabo de entender, que esa, mi sangre, es toda la sangre que ha sabido beber de mi cuerpo durante los últimos años. Decenas, quizá cientos de litros de líquido rojizo pestilente llenan el suelo del departamento y ya alcanzan a salir por debajo de la puerta hasta la calle.

Seguramente cuando la sangre inunde la vereda y el hedor sea insoportable los vecinos van a llamar a la policía. Van a llegar a mi puerta y no les voy a abrir, van a tener que patearla para poder entrar. Solo entonces van a verme con la trincheta insertada en la nuca por mi propia mano.

Lucas Torrez, febrero de 2023

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