Sobre la desaparición de Amelia

Preciso dar a entender al lector que el hombre que vive despierto en las noches es capaz de mirar circunstancias las cuales la gente común y corriente ni siquiera podría imaginar. Siempre he sido de esos fiesteros que disfruta de su bebida, amanecen al borde del precipicio de la vida, y desean que llegue el fin de semana, donde fielmente se encaminan en una peregrinación hacia el pecado hasta adentrarse en el mismo para amanecer arrepentidos aferrándose a la felicidad de ayer, deseando que la cabeza deje de tambalear y el sonido del bajo aleje su retumbar de los oídos contagiados de la codicia del sueño por los párpados.

En esas cabalgatas noctámbulas he admirado a las mujeres más bellas de este terreno: María Victoria, la que quedó viuda tras el asesinato de su marido, ocupa el tercer puesto entre las musas de mis desvelos. Era pomposa en su vestir al igual que en su caminar, y sus pechos relucientes, rebotando en repetidamente en los saltos de alegría, hipnotizaban con cada movimiento. El poder de convencimiento que manejaba la hacían única en su clase. El número dos era para Verónica Amanecer, una muchacha recién llegada de quién sabe dónde, encantadora por sus historias selváticas y espesas, su lengua deslumbrante atraía sin remedio las miradas, acortaba el tiempo y cuando uno menos se lo esperaba golpeaban la puerta. El atributo más erótico que le conocí, junto a su lengua, fue esa mirada devoradora de ilusiones al finalizar sus charlas, colocaba sus cejas hacia abajo y despedía un amago de sonrisa condescendiente. Ahí acababa la vida, uno era otro, se miraba en el espejo con asco y sacudía los bolsillos tan vacíos como las madrugadas de los lunes. Amelia es la primera, con su sola presencia se alargaban las filas en la entrada, su calor era la excusa perfecta para aguantar la helada neblina que cubría las calles. Gracias a su dulzura logré conocer a gobernantes y los más altos cargos de las cúpulas militares, recibían ese sagrado premio como compensación por la indulgencia plenaria al establecimiento de los borrachos solitarios.

Pasarán siglos hasta encontrar a una mujer tan reluciente como aquella, tan delicada de cuerpo como de alma, con la piel suave, los ojos de un negro enorme, el pelo azabache hasta las rodillas como un largo velo que resguardaba un secreto atrayente. Las manos delgadas combinaban a la perfección con su tez pálida, tan blanca como una perla, una hermosa perla resguardada en la concha más sucia del mar. ¡Pasarán los siglos y no volveremos a encontrar otra Amelia!, lo digo porque vi su desaparición, tragada por el negro selvático, caminando sin voluntad hacia una oscuridad tan infinita, como la de sus ojos.

Fue un sábado, amanecí cuerdo, aunque mi mente se niega recordar aquellos momentos de lucidez y silencio mortuorio. Nada pasa en mi casa, ni ha de pasar, tal vez sea por eso que esta historia empieza en una mesa redonda, tan pequeña que solo cabía una jarra de licor con un vaso de cristal, deslumbrado por las luces de colores que se perseguían por el piso una a la otra sin tocarse, con María Victoria fumando a mi lado, esperando una propuesta que la sacara del ojo popular y la introdujera a una mirada privada para que se sintiera sola, ella sabía que yo nada aporto.

Amelia pasó frente a mí bien vestida, dando unas enormes zancadas en línea recta mientras presumía de su cabellera, ese delgado cuerpo parecía perderse con el humo del cigarro. Se abalanzó a la mesa de dos hombres antagónicos, el primero vestía de corbata, era alto, de cuerpo atlético, con una cabellera amarilla que a falta de luz parecía blanca; el otro se mostraba a su derecha, era un ser tan corpulento que fueron necesarias dos sillas para que se sintiera cómodo, sudoroso desde el momento en que pasó por la puerta, emanaba un olor tan nauseabundo que hasta las moscas a su alrededor caían desmayadas, la mirada descarada del gordo atravesó la ropa de Amelia y se dirigió a lo poco de piel que le quedaba a la imaginación, ahí la perdí de vista.

Verónica Amanecer me acompañó en un baile, nos movíamos delicadamente de izquierda a derecha, yo intentaba hundir mi mano en el relieve de su cadera montañosa e imaginaba deslizarme por esas colinas como un niño travieso sin miedo a morir. Esperaba la hora en que el dinero acabara con ese sueño tan perfecto, ella preparaba su lengua como se preparan los dardos, ese filo estaba dispuesto a romper de nuevo mi alma que tan rota estaba, o está, que ya nada hace daño. La disposición fue correcta, se apartó con ligereza y me tomó del brazo para conducirme como su mascota al segundo piso, ascendimos con esfuerzo ilusorio al paraíso pecaminoso de los infortunados. Tres pisos rodeaban como un teatro la zona de baile y conquista, caminamos por pasillos de maderas desvencijadas y cuartos llenos de placer fingido, al finalizar, en la última puerta, acabó mi ilusión. Salí con la cabeza abajo, ensimismado en la desdicha de la pobreza que ni siquiera me deja disfrutar de una vendedora de besos.

Fui despertado por un portazo que seguramente viajó saltando por las escaleras y fue a dar al piso de abajo, estoy seguro de eso porque al llegar la música había terminado y todas las miradas se posaban en la bella Amelia, cuyos ojos se hallaban disminuidos en tamaño por el peso de las lágrimas. Atrás de ella apareció el ancho gigante, más sudado que de costumbre, babeando de la rabia incontrolable y pisando tan fuerte que de milagro ninguna tabla del segundo piso salió disparada de su lugar, me empujó al rincón del barandal simplemente con su aire de podredumbre.

Su brazo intentó sujetarla sin éxito y como un muro recién levantado dos hombres gigantes se colocaron en medio, el gordo chocó contra ellos y fue revolcándose en el piso hasta dar al principio de las escaleras, final para mí porque iba bajando, su amigo que presumía de bondadoso carácter caminó con parsimonia a su auxilio, lo levantó con la fuerza de sus hombros y lo sacó a rastras del establecimiento siguiendo el rastro del llanto abandonado por Amelia, solo dejó su despedida y un fajo de billetes sobre la mesa que doblaban el precio del licor que habían consumido, al lado del fajo una nota que decía: “excedente por los daños causados”.

La fiesta de Dionisio siguió adelante, los vals y los tangos recobraron la alegría arrebatada, pero en mí el sentimiento de vacío había aumentado, no negaré que desde mucho tiempo había admirado la belleza de Amelia, imaginaba en mis sueños de alcohol estar con ella y poder vigilar su sueño para protegerla de las pesadillas que acechan a las damas trabajadoras de este oficio. Me contentaba con mirarla pasar como un alma en pena, lejos de este mundo, de mi mundo, pero es innegable que esa obsesión infundía en mí la ira, sentimiento que embriaga más que cualquier otra sustancia.

Fue esa pasión, sumado a las copas y a los recientes hechos narrados, lo que me incitó a tomar una valerosa aventura. Siguiendo los rastros del llanto me encaminé hacia un río de fúnebres aguas que rodeaba con su abrazo a una roca de magnitud increíble, el cuerpo acuático se adornaba por las siluetas de un bosque que poco a poco iba perdiendo su cabellera, las ramas parecían entrelazarse una a la otra, y como una luz en la orilla opuesta apareció Amelia, con el pelo trenzado y la mirada dirigida al cielo.

El regalo de Ninkasi es el mejor sedante. Caminé a través del agua sin sentir su fría caricia ni su descomunal fuerza, sostenido únicamente por la voluntad de mis gritos y la atracción hacia Amelia que al parecer no me escuchaba. El sueño en una borrachera es traicionero y puede inclusive llevar a la muerte, por seguridad decidí subirme a la gran roca que me esperaba como un plácido lecho.

Entre el tramo que está entre el sueño y la vigilia cualquier ser humano puede ser presa de las más temibles alucinaciones. Abundan las historias de voces confundidas con la esquizofrenia, de brujas con pose amenazante que impiden el levantamiento del durmiente, o la imagen del hombre alto y de sombrero que desemboca en un mar de desesperaciones. Pues yo, recostado con la mirada y las intenciones de llegar hasta esa dama que tanto cariño dispuso de mi alma, miré incrédulo un enorme sombrero puntiagudo que por la estatura de su portador parecía flotar por el pasto, unas delgadas garras trenzando una y otra vez los largos cabellos de Amelia, deleitándose con su presencia sin necesidad de donar su riqueza material o moral. La tomó de la mano mientras yo estiraba la mía. Deseoso de tomar el lugar de aquella criatura, miré cómo Amelia, la hermosa Amelia, se adentraba para nunca más salir a un bosque que poco a poco se estaba quedando calvo.

Esteban Yamith Zuñiga Rosero

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