Dorothy llegaba tarde al trabajo. Era siempre puntual, pero se había retrasado aquel día. No importaba. El director del colegio era un buen tipo, atento con todos los trabajadores del centro. Además, había dejado todo preparado el día anterior. Eran las diez y cuarto y no le quedaban ni diez minutos para llegar. Los niños no comían hasta la una y media. Tenía tiempo de sobra. Pero debía darse prisa, no dormirse en los laureles, o podrían llamarle la atención. El director era un buen tipo, atento con todos los trabajadores del centro; aunque algo estricto en cuanto al cumplimiento de normas y horarios. Claro que, seguro que lo tendría en cuenta, era la primera vez que llegaba tarde.
Aceleró un poco. Ese día tenía mucha suerte, porque normalmente se encontraba con un montón de semáforos en rojo, pero todos los había pasado en verde. Un buen día, sin duda. Algo que había que sumar al hecho de que le encantaba su trabajo. No, encantar es muy poca cosa para cuanto ella sentía. Amaba su trabajo por encima de todas las cosas. De no ser así, no habría podido aguantar su conmoción inicial. Pero ya estaba resuelto.
Amaba su trabajo. Las cocinas del colegio eran un palacio para aquella señora de unos cincuenta años. A fin de cuentas, tras la pérdida de su único hijo y el posterior divorcio, no era sino el trabajo duro lo que la había sacado de la depresión.
Pisó ligeramente el acelerador. Las cosas no habían sido fáciles al principio. La muerte de su hijo los había destrozado. Su marido y ella dejaron de hablarse y, cuando lo hacían, se limitaban a discutir y a gritarse como reprochándose aquella trágica pérdida. No fue fácil. Nada fácil. Dos años después, el divorcio. Se hundió. Su mundo se vino tan abajo que se sentía dentro de un pozo. Hundida irremediablemente.
Y llegó aquel trabajo. No le había quedado muy claro cómo habían dado con ella. A través de una amiga, recordaba que le habían dicho, pero la explicación fue algo confusa para ella y como entre prisas. Era la persona ideal para el puesto. Era la mejor. Una cocinera única, según las recomendaciones de su amiga. Nunca supo qué amiga, si ni siquiera tenía muchas, pero estaba contenta con su trabajo.
Frenó. Un coche por la derecha. Al frente veía el colegio en el que trabajaba. Sonrió. Su trabajo era el mejor del mundo. Los niños, sus risas, sus juegos, sus comentarios y vitalidad. Su vitalidad. Aquello era lo más hermoso que le había pasado desde que fueron juntos con su hijo a un pequeño merendero cerca de la ciudad. Pasaron todo el día riendo, jugando, sintiéndose vivos. Ahora su hijo estaba muerto. Su matrimonio también.
Pero ella seguía viva gracias a su trabajo en el colegio. El director había sido muy amable. Era todo un caballero. Estaba casado, según había oído alguna vez en alguna conversación entre los profesores. Todos coincidían en que era muy extraño que sus hijos no fueran a aquel colegio. Él siempre decía que no era bueno mezclar familia y trabajo, pero invitaba a todos los profesores a llevar a los suyos al centro. No cabía duda alguna: seguía viva gracias a su trabajo.
Llegó. Aparcó su destartalado vehículo y bajó, sonriendo feliz todavía, camino del colegio.
Cruzó la ancha puerta del centro. Sus marcos de colores le devolvieron la sonrisa. ¡Cuánta vitalidad! Recorrió el largo pasillo lleno de aulas repletas de alumnos. Por los diminutos ventanucos de las puertas podía ver, como breves relámpagos, imágenes de las clases. Los profesores explicaban sabiamente sus lecciones y los pupilos prestaban atención tratando de memorizar todas y cada una de aquellas palabras en las que se encontraba su futuro. Por supuesto que había alumnos rebeldes, pero qué niño no lo era en algún momento de su vida. A fin de cuentas, eso también era una muestra de vitalidad. Vitalidad. Vida. Vida es lo que necesitaba la juventud.
Por el camino a la cocina se encontró de bruces con el director. Se sonrieron el uno al otro. No le dijo nada. Era flexible, aunque en ciertos temas pudiera resultar bastante estricto. Era un hombre muy apuesto. Bajo su mando y supervisión se habían acabado muchos de los problemas que parecían azotar el colegio de manera cuasi endémica. Se acabaron los gritos, las peleas, las bajas notas, la violencia y las faltas de respeto hacia profesores, alumnos y personal de la institución. Era un hombre muy apuesto. Tenía una bonita sonrisa.
A veces sentía alguna punzada de remordimiento, pero lo cierto es que pronto volvía en sí. Se aseguraba una y mil veces que aquel trabajo le encantaba. La dignificaba. Y el director le había dado una nueva vida. ¡Como iba a poner pegas a sus métodos! Cierto es que al principio le habían parecido inhumanos y extremadamente crueles. Seguramente muchos hubieran denunciado a aquel hombre, pero ahora los profesores trabajaban tranquilos, como el resto del personal del centro. Y se habían ido acabando todos los problemas, que era lo más importante. Incluso las cuentas del centro empezaban a cuadrar y, en consecuencia, los salarios habían subido bastante.
Los vómitos al inicio de su labor, se dijo, eran normales. Lo más probable es que otros se hubieran incluso echado a llorar desconsolados al ver, horrorizados, lo que ella vio. Pero el director la animó en todo momento a seguir en su puesto. Siempre había sostenido que era la mejor. Nunca antes se lo habían dicho. Jamás. Y había trabajado mucho y en muchos otros lugares.
Los primeros días, cuando le mordían los remordimientos, se acordaba de su difunto hijo y no podía evitar dudar de la moralidad de la situación. Poco a poco, con el pasar de las semanas, ante la mejora de la situación, comenzó a decirse a sí misma que, tal vez, a su hijo le hubiera gustado verse realizada y, por supuesto, verla haciendo felices a tantos niños y jóvenes con sus divinas manos para la cocina.
Su alma encontraba paz cada vez que pensaba así. No tardó mucho en asumirlo. Fue entonces cuando desaparecieron los remordimientos. El trabajo no estaba nada mal. La hacia feliz. Eso era lo importante.
Entró en la cocina. Dirigió sus pasos hacia la despensa, donde se encontraba su uniforme. Esa vestimenta le daba un sentido a su vida. Se desnudó lentamente y se visitó con las prendas oficiales. Se colocó la redecilla para el pelo. Era una cocinera profesional. Era la madre de aquellos niños y jóvenes que llenaban cada día su estómago con las deliciosas comidas que preparaba. Los guantes. Los guantes eran muy importantes, no sólo para los alumnos, sino para ella.
Avanzó por la despensa directamente hacia la cámara frigorífica. Hoy tocaba albóndigas. Se le daban muy bien. Tenía unas manos extraordinarias. Dio varias vueltas a la manivela. Parecía una caja fuerte. Y no era para menos. Allí se guardaba la clave de tantos éxitos desde que el nuevo director llegara. Abrió la cámara.
Allí colgaban piernas y brazos. Algunos estaban clasificados. Los que habían empezado a consumirse no necesitaban ya clasificación, pues la regla era muy clara: no más de tres días. Ella seguía aquellas normas a rajatabla. También había cajas llenas de manos, pies, órganos, caras, intestinos. Todo perfectamente clasificado. Por supuesto.
Se acercó a una de las cajas. Albóndigas. Esa era la receta de hoy. A ver. No encontraba lo que buscaba. Dio media vuelta. A ver en la otra estantería. No. Nada. Se rascó la cabeza. Dónde habría puesto aquella caja de carne picada. Edward Bullier, 12 de diciembre de 2019. Nada. Volvió a mirar. La encontró.
Salió de la cámara con la caja. Enjuagó la carne bajo el caño de agua fría del fregadero. Recolocó la caja sobre una larga mesa de cocina y comenzó a hacer bolas con ellas. No las rellenaría esta vez. Luego haría salsa de tomate para que resultara adictivamente deliciosa. Miró por el ventanal que tenía enfrente. Se acordó de su hijo. Sonrió.
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