La nieve hacía remolinos en el horizonte, el bello paisaje blanco traía una calma absoluta. Muy diferente del ruido intenso dentro del convoy de carga, que se encontraba estancado en medio del desolado camino.
Dentro diecisiete soldados nos refugiamos del feroz clima, llevábamos detenidos desde que nos habíamos quedado sin combustible y ahora quién sabe cuántos días después empezaba a escasear la comida se había enviado la señal de auxilio, pero no éramos los únicos atrapados entre los pasillos que conectaban un pueblo con otro.
Después de todo, el país no tenía ni tiene suficientes recursos para financiar una batalla, menos para una guerra que ya llevaba 5 años. Solo podíamos confiar en que nos sacarán pronto o que la muerte decidiera que era nuestra hora.
— Cesar – el grito estridente de uno de los cabos hizo callar las fuertes discusiones sobre la comida.
Ante su grito, gire la cabeza sacando mis ojos de la membrana que funciona como ventana. Mire al joven que se atrevía a cometer semejante acto de informalidad.
— ¿Qué crees que haces? ¿No fuiste a la academia? ¿Acaso no conoces mi rango? – No pude evitar fruncir el ceño.
Aunque era una situación apremiante, jamás se debe permitir una falta de respeto de esa magnitud. Había códigos y reglas que se debían respetar incluso más allá de la muerte. En el campo de batalla, donde solo había caos, estas reglas eran lo único que podían permitir que uno permaneciera cuerdo, aferrándose a lo único que no cambiaba.
— ¡Lo siento general! – su rostro mostró una inesperada sorpresa, pero bajó la cabeza.
Aun así, parecía encender una llama de determinación en los demás.
— General Silveria, ¿Qué…? ¿Qué debemos hacer? Esperar no es una buena opción, el rescate tardará mínimo dos semanas – trago saliva mientras me miraba expectante, como si yo tuviera una idea salvadora.
Suspiré, no podía recordar nada de lo que solía decir para entrenar a los novatos, justo ahora nada parecía lógico. Mi mente se había quedado en blanco, quizás por el hambre o el frío.
Solo había estado en pequeños enfrentamientos al norte del país, por eso llevaba lo necesario para un par de días y un corto viaje, justo para no quedar en estas condiciones.
Esta era la primera vez que participaba directamente en esta guerra desde que inició. Antes solía coordinar los ataques desde el centro de mando, siempre acompañado por otros generales y analistas, supervisando cada detalle, haciendo lo que podíamos con lo poco que quedaba.
Mire a los jóvenes cabos con poca experiencia que solían luchar en el frente de batalla. Son muchos más jóvenes que yo y habían vivido tan poco, pero aun así no dudaban en entregar sus vidas para esta fragmentada república
. Mirándolos se nota el valor y el coraje que yo había perdido con los años. No merecían morir aquí con este viejo general que ya había disfrutado de la vida, si quedaba aún una manera de sobrevivir estaba en sus manos.
Con ese pensamiento mi sangre parecía hervir de emoción, abrí de un tirón el cierre de la mochila a mi lado y busqué en ella un mapa que nos pudiera ubicar. Delibere mis opciones y cuando creí haber encontrado la más eficiente, levanté la cabeza para hablar.
— Los que mejor se encuentren tomen sus cosas y vayan al sur. Hay un pueblo a 17 km, pueden llegar en siete días si caminan durante todo el día, coman, beban, llenan los bidones de gasolina, tomen un auto o el vehículo que encuentren y vuelvan por los demás – mi voz sonó más firme y decidida de lo que me encontraba en realidad.
Una vez que salieran no podíamos saber si llegaron a su destino o si el frío los hubiera matado, había peligro en el camino. Y cuando llegaran los pueblerinos podían aniquilarlos, incluso si vivían, como saber sí volverían. A pesar de las dudas era imposible esperar más tiempo, por haber esperado habían muerto tres de mis soldados. Era lo único que quedaba.
En cuanto salió el sol, un grupo de ocho soldados con grandes mochilas que contenían tres paquetes de galletas comprimidas y dos litros de agua, salieron del convoy sin mirar atrás, sabían que no quedaba otra solución.
Al poco tiempo de partir, sus figuras se perdieron tras un manto de blanco, llevando la esperanza en sus encorvadas espaldas.
De los nueve muchachos que quedaron conmigo, la mayoría estaban débiles o enfermos a causa de la desnutrición y el frío. Algunos no creían que estuvieran respirando.
Por desgracia los cuerpos que no habíamos podido sacar fuera se conservaron debido al helado clima, sus expresiones de agonía y miedo quedaron grabadas en sus rostros y en la memoria de todo aquí. Otros tuvieron “suerte”, murieron mientras dormían, sus expresiones tranquilas transmitían una calma mortífera.
Debido al miedo de terminar de la misma forma muchos se habían negado a dormir, otros esperaban deseosos la muerte. Llegó un momento en que perdí la noción del tiempo, también de los vivos y los muertos.
Antes de desmayarme debido al hambre me pareció captar a lo lejos el débil sonido de ruedas que intentaba abrirse paso a través de la densa nieve.
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