(Banda sonora para este cuento:)

Las cortinas metálicas, protectoras de la gran casa que se erigía en las alturas de la cordillera, estaban terminando de abrirse para dejar ver el cielo nocturno. Un poco más allá de ella, aterrizaba una nave ovoide, conocida como neóptero, cuyas gentiles alas traslúcidas no levantaron hoja alguna. Jessica Montreal descendió de ella, y cuando puso los pies en el piso quebró uno de sus tacos y el zapato se perdió entre la yerba falsa. Le dio vergüenza e intentó ir a rescatarlo, entonces alguien la tomó por el brazo, suave y dócil.

—David, no te vi.

—Yo me vi ayer, caminando por el salar morado— sonrió.

Él la miró con los profundos ojos negros que vestía y le pidió cortésmente que no pisara el pasto porque estaba recién sintetizado. Jessica dio unos pasos atrás y abrazó a su amigo. Tomaron el sendero de piedra laja que tanto le gustaba a ella, y es que se podía ver todo, las luces de la maquinaria que trabajaba en el salar morado, y los astros que en Santiago ya no existen. Se quitó el otro zapato dejándose llevar por la sensación de las piedras debajo de sus pies. Manoseó algunas de las plantas que ornamentaban el camino, porque sabía que tenía permiso. Le era inevitable no tocarlas e intentar dilucidar cuál era orgánica y cuál no.

—Ya no quedan, Jessica, la última murió en primavera, era un diente de león, ¿no es raro? Pasó el invierno, pero supongo que así son las cosas ahora.

—Parece que sí.

Al acabarse el sendero lajado, los esperaba una puerta robusta en cuyo centro descansaba el ojo vertical que, al reconocer las ondas cerebrales de ambos, abrió su párpado dejando a la vista el iris rojo, la puerta se deslizó hacia arriba, con levedad. Jessica giró la vista con sutileza a ver cómo el neóptero emprendía el sigiloso vuelo que al alejarse parecía una nube lenticular de las de antaño, y se estremeció debajo del brazo de David. La puerta volvió a sellarse. Un pasillo de negro abismal los recibió. Con cada paso que daban se activaban las luces internas de diversas pinturas en fondo blanco que se conformaban de palabras prohibidas, esas que otrora causaban odio y violencia, ahora contenidas detrás de un vidrio y enmarcadas sin artesanía alguna. Jessica hizo un esfuerzo por no decir ninguna en voz alta, pues estaba al tanto de las consecuencias. Al final de la “galería del caos”, como la llamó David Anderson, los esperaba el salón amarillo, el lugar de la reunión anual. Una multiplicidad de voces se arremolinaba con jolgorio. Jessica se estremeció nuevamente. David Anderson la detuvo por el hombro antes de abandonar el pasillo.

—¿Qué pasa? Ya hemos hecho esto antes, Jessica— bajó la mano a la cintura de su invitada, recorriendo hasta el vientre plano.

—Sí, pero esta vez algo ha cambiado.

David caviló, miró una de las pinturas con sus ojos falsos y se alejó con prisa.

—Te voy a conseguir unos zapatos.

El salón amarillo tenía forma cupular, en ella no habitaban esquinas, el techo se había confeccionado con un material que se volvía traslúcido con la luz lunar y era impenetrable por los mortales rayos solares. Diez personas vociferaban, y sujetaban copas de vino verde mientras movían sus esqueléticos y ridículos cuerpos al son del vinilo de Surrealistic Pillow de Jefferson Airplane que giraba en la vitrola que Jessica siempre quiso. El álbum musical solo contenía las melodías sin voz alguna. A veces, la invitada extrañaba oír algo que no fuesen instrumentos. A veces, Jessica solo quería romper cada cristal de la Galería del caos para poder oír los antiguos cantos. Sabía que era imposible, porque las palabras enmarcadas allí no estaban realmente presas, aunque lo imposible hace tiempo pasó a ser posible, era cosa de echar un vistazo al salón amarillo: decorado con las obras de arte más puras que David pudo conseguir. Entre ellas había querubines esculpidos que adoraban formas fálicas y tenían dagas entre sus manos, ángeles de cuerpos como sortijas repletos de ojos verticales y con docenas de alas constituidas por largos cuchillos señalando hacia abajo. Todo aquello alrededor del Gran Árbol Blanco, erigiéndose, con su silueta femenina de anchas caderas y pronunciado busto, hasta el alto cielo del salón donde sus ramas se dispersaban igual que venas. Las puntas caían en una simetría arquitectónica, de ellas surgían transparentes hojas lanceoladas y entre ellas crecía el fruto más valioso. Fruto que jamás caía, solo era posible cultivarlo con las manos.

—No voy a dejar de impresionarme, David, en serio, tus antepasados descubrieron al Gran Árbol Blanco y tú nos has construido este santuario en medio de lo que parecía infértil.

Todos callaron y miraron a Neftalí Torres, dejaron sus copas en la mesa que rodeaba al árbol, se pusieron de cuclillas. Jessica no hizo nada de eso porque no había bebido vino verde, pero tuvo que mantenerse atenta a lo que ocurrió a continuación. David la afirmó por la cintura, y se unió a sus invitados. Inclinados todos bajo el Gran Árbol Blanco, se giraron con rapidez y tomaron las dagas y los cuchillos que proveía el salón amarillo. Cada uno se hizo un corte limpió en alguna parte del cuerpo y luego compararon cuál fue la preferida.

—Una mano— dijo David—. Tienes que entregarnos una mano.

Neftalí es el más valiente de nosotros, siempre es el primer sacrificio. ¿Cómo puede tener tanta confianza? El árbol no lo ha elegido jamás, no creo que funcione así. Le falta una pierna, las orejas, un ojo y ahora no tendrá manos para recibir el fruto. Las prótesis, se nota, no las ha cambiado hace mucho, están amarillas, qué eso.

Y mientras Jessica Montreal meditaba acerca de lo que iba a ocurrir, los sirvientes vestidos de blanco y de caras idénticas salieron por el ala derecha de la sala amarilla con pequeñas bandejas metálicas tapadas como se hacía en la antigüedad. Las dejaron en la mesa alrededor del árbol. David, por su parte, le pidió a uno de sus trabajadores que dejara la mano de Neftalí en la nevera, solo por un tiempo.

—Prometo no dejar caer una sola gota de sangre.

—Así se habla. Y devuelvan las armas limpias a sus esculturas— David le pegó una palmada. Luego, con las manos ensangrentadas se aproximó a la gran mesa del gran árbol y les indicó a todos que ya era hora. Unió sus manos en su pecho haciendo un símbolo que todos reconocieron y replicaron—Dad de comer y que devore todo, porque su sangre es la vida que nos falta, porque en su fruto está la semilla que germina en el desierto, porque en su corteza vive La Mantis, diosa que nos ha elegido, deidad que cayó en este lugar y reemplazó a cualquier ángel, porque su venida falsa ha sido. Mantis, nos has regalado el Gran Árbol Blanco que es más especial que cualquier otra forma de vida, pues en su condición inorgánica nos bendijo con el fruto.

Todos repitieron las palabras de David Anderson, tomaron las vendas que había junto a las bandejas, cubrieron sus heridas y quitaron las tapas de la cena. Jessica miró a todos, bajó la vista a su plato y contempló unos segundos la pequeña porción rectangular de carne sintética, a los segundos, y gracias al aire de la habitación, la comida se expandió. En dos sobrecitos, uno negro y otro púrpura, había un polvo de vegetales deshidratados que al escupirle tomaban su forma original y sal morada cuyas propiedades permiten la conexión con el gran árbol. Le pareció que la porción era bastante contundente y se preguntó:

¿De dónde vendrán estas cosas?

Tenía claro que muchos allí tenían los privilegios de David Anderson y por eso no hacían mueca alguna al ver sus platos. Pero una persona trabaja en un país abandonado por ése, donde el sol mata más que en cualquier otro punto, se hace tales preguntas.

Porque es inevitable que las haga. Quiero decir, sí, son valientes al estar acá, pero ninguno parece satisfecho.

—Es porque están acostumbrados, Jessica.

No se había percatado de que David estaba a su lado, tenía nervios y pensaba en las personas que estaban al otro lado del árbol, a esos que le era imposible ver y saber qué sentían.

—A veces es como si me leyeras la mente
—Han de ser estos ojos nuevos.
—¿Pueden hacer eso?

—No seas eso. No pueden. Ojalá lo hicieran, las cosas serían más fáciles.

—¿Cómo qué cosas?

David la miró, terminó tomó un trago de vino verde, y se acercó cauteloso al oído de su amiga—Como saber si culearías conmigo, ¿me dejarías hacerte mierda? Quiero entrar en ti, Jessica. Pero está prohibido—David se secó la boca—Diles que pequé.

—Todos pecamos hoy día— le dijo ella con calma, y por supuesto anunció que su amigo cometió el crimen de enunciar palabras prohibidas. Nuevamente eligieron una mano. David dejó su carne en la mesa, porque ya era casi la hora de La Mantis.

Jessica miró el vino verde y notó que de las ramas del gran árbol goteaba más y más. Los pelos se le erizaron, sintió cómo se encogía su entrepierna y solo pudo tomar el brazo cercenado de David Anderson.

—Este es tu año, amiga mía. Oye, Laura Winfred, anda y saca ese vinilo, no quiero que La Mantis se distraiga. Y, por favor, apaga las luces, dejemos que la luna guie a la diosa.

Laura Winfred, la más delgada de todos, llevaba el vientre al aire con un vestido que descubría una parte de sus senos, mostrando sus costillas marcadas en la carne. Si se le miraba bien, podía admirarse el latir de su corazón entre los espacios de su esqueleto. Se dirigió hacia un lugar apartado, allí dónde vivía otro ojo. Abrió su párpado y supo que debía dejar todo ensombrecido. Un haz de luz celeste cayó desde el techo transparente y regó al salón amarillo tornándolo verdoso. La reflexión de la luz sobre las bandejas rebotó en dirección a las hojas que brillaron como insectos estáticos dando lugar a una cena llena de paz, con uno que otro intercambio de escuetas frases y miradas de intenciones difíciles de dilucidar.

Cuando todos hubieron terminado de comer se pusieron de pie porque los deslindes de la prohibición estaban para romperse aquella noche. No es relevante decir qué pecados realizó cada uno, pues las palabras que construyeron y los actos en los que desaguaron sus instintos no tenían mayor significancia más allá de lo que un pecado puede representar. Solo hicieron su sacrificio mentando las prohibiciones, pero vale la pena resaltar unos cuantos.

Scoobee Wayne, el más silencioso, se lanzó a Laura y

—Toqué sus tetas, hice que sangrara menstrualmente, pequé— Wayne no sabía qué era la menstruación—. He bebido la sangre del Gran Árbol Blanco.

Billy Morris, un tipo inglés, pequeño y taciturno lanzó injurias a todos lados y

—Whore, cunt, pussy, dick, infertility, God has abandoned us—Billy Morris no concebía lo que era una puta o una concha—. He pecado, y he bebido del Gran Árbol.

Así, todos y cada uno cumplieron su cometido y perdieron partes de su anatomía, carne que quedó sobre la mesa. Amputados, esperaron que llegara la mano cercenada de Neftalí, el árbol abrió el vientre entre sus caderas en una forma vertical. Los mutilados vieron a Jessica y ella supo que era hora. Comenzaron a alimentar al árbol con sus sacrificios. Las hojas cambiaron a rojo vivo y exudaron un líquido burdeos que los sirvientes no demoraron en recolectar.

Nunca me he desnudado frente a nadie. No importa. Todos han perdido algo hoy, yo tengo todo mi cuerpo, y será del Gran Árbol.

Jessica quedó con la piel a la vista de todos, el último trozo de carne fue arrojado al árbol. Caminó con mesura sobre la mesa hasta la apertura que había en la corteza, le dio la impresión de que el tronco respiraba, que los senos de la corteza se movían. Inhalaba. Exhalaba. Una tibia corriente de aire la envolvió y se sintió plena. Entró, al revés de un nacimiento. El líquido burdeos dejó de brotar. La apertura se selló.

—La metamorfosis no dura mucho, debemos beber el vino rojo— dijo David Anderson.

Unas copas de vidrio ornamentadas con cintas doradas le fueron entregada a cada uno. Todos bebieron de ellas. Sintieron euforia, éxtasis, desenfreno, anestesia. Pasados unos minutos oyeron un sonido extraño, no para ellos, pero para cualquiera que no conociese el ritual. En la habitualidad del sacrificio y el renacimiento, esperaron encantados a La nueva Mantis.

El árbol volvió a abrirse y una pata gigante y aserrada fue lo primero en salir, le siguió la otra, después una cabeza con ojos alienígenas, boca mortalmente dentada, un cuerpo de proporciones áureas de verde oscuro y luminoso. Jessica había transmutado. Nadie sabía a ciencia cierta si su conciencia seguía en aquel cuerpo, mas ella estuvo presente en todo lo que aconteció. A nadie le interesaba. Los once presentes la deseaban, querían ser elegidos. La mantis escaló el árbol, subió hasta el techo cupular afirmándose de las ramas, su cuerpo se plagó de copiosos lunares refulgentes dotados por la luz noctámbula, giró la cabeza y sintió el aroma del poder. Seleccionó por instinto a un individuo y en medio del frenesí copuló brutalmente con el cuerpo desenfrenado del elegido. Los invitados aplaudían y bullaban, brindaron con lo que encontraron, salpicando de sangre el perfecto amarillo de los muros. La mantis sacó su larga lengua y la introdujo en la boca de su amor hasta llegar al estómago, revolvió un poco las entrañas quedándose con el propio sabor ácido. Su pareja lo gozó dolorosamente. Poco a poco La mantis devoró a su pequeño amante, primero la cabeza, luego el cuerpo, sin nunca dejar de copular, hasta que no quedó nada más que sangre cayendo desde los bordes de la mesa. El árbol se sintió orgulloso y llamó a su creación para que volviera a entrar en él.

El sol estaba a punto de salir, los efectos del vino rojo y verde habían pasado. Los invitados que ahora serían dueños de casa estaban aturdidos. Fue Tomás Moro, quien más disfrutó del espectáculo, el que accionó las cortinas metálicas. Estas subieron y cubrieron todo el perímetro del lugar. Los diez se quedaron en penumbras, algunos sollozaron, otros se mantuvieron mudos y se limitaron a observar las esculturas manchadas de rojo coagulado, otros estaban encandilados con el gran árbol. El silencio pasó a ser su idioma. En colectivo, pensaron si afuera había gente además de ellos. Rostros nuevos. Existían otros árboles cuyas semillas cayeron del cielo, pero no había la certeza de más rituales. Jessica fue la buscadora más importante que tuvo el grupo, por ello siempre fue espectadora y nunca bebió de la sangre del árbol. Ahora tendrían que esperar un par de meses para volver a contar con ella.

Los neópteros llegaron por la noche llevando a cada persona a su ciudad, y es que un Árbol Blanco es difícil de hallar, muchos de ellos no dan frutos año tras año, no como aquel árbol extranjero en la cordillera. Jaime solar, el último en abordar, encontró un zapato entre la yerba. Volvió a la gran casa y lo dejó entre las esculturas, con una daga en su interior. Se permitió unos momentos en la galería del caos, no mucho.

Con los meses el árbol desovó doce huevos de sus ovopositores: tenían forma circular, parecían gránulos que dentro protegían fetos. Los cultivaron bajo tierra. A veces un cuerpo tardaba más que otro en salir, pero se trataba tan solo de semanas, y a los días ya tenían forma adulta. Era bien sabido que David Anderson y Jessica Montreal renacerían entre ellos, los demás serían las réplicas de cada invitado y llenarían al mundo con rostros cada vez más genéricos que articularían un lenguaje verbal más y más inútil.

Lo único nuevo en el mundo eran sus amaneceres iluminando copiosamente a los dientes de león multiplicándose en las llanuras por las que nadie volvió a caminar, pues bajo el sol solo había muerte. Con el árbol hallaron algo parecido a la vida, la desesperación de seguir naciendo.

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