Todo aquello que poseemos por el derecho mismo de estar vivos, lo damos por sentado y escasamente lo valoramos por lo habitual en cada día de nuestras vidas; pero cuando por alguna extraña razón aquello que creíamos poseer absolutamente, se desvanece, es cuando cobra un valor infinito por su ausencia y añoranzas, que se pierden en la memoria.

El Autor

Primera edición: octubre 2022

© Derechos de edición reservados.

© Juan Carlos Riera Medina

INTANGIBLE


De pronto mi piel se hace indivisible de aquello que me rodea, mi cuerpo se torna trasparente ante mis ojos, permitiendo la mirada más espléndida.

No percibo mis huesos ni mis músculos, soy una masa de agua flotando en el aire, una ingravidez que no sé cómo explicar; pero logro entender.

Levanto mi mirada, o más bien la bajo; en realidad no logro aún comprender si es arriba o abajo, pero veo las sábanas que cubren una forma humana que crea irregularidad en su superficie. Se mueven como por arte de magia, elevándose inertes, dándome espacio para moverme, pero… ¿Me ondulo? No noto mis pies, no advierto el suelo frío que contrae mis músculos, solo siento que vivo, pudiendo mirar la realidad, inalterada como si jamás hubiera existido un humano que la afectara. No entiendo de qué manera permitirme sonreír sin que las personas a mi alrededor se percaten, eso puedo sobrellevarlo porque a veces me rio cuando por obligación; que no lo noten, me resguarda en la intimidad de mis certezas que no debo explicar.

A veces y solo a veces, cuando trato de acariciar su piel y no logro sentirla, me debilita la voluntad, por más que deslizo mis borrosos dedos, no siento, no alcanzo a ser sentido. Trato de explicar con palabras que salen como bocanadas de humo, sin reflejos sonoros que se anulan en el aire trasparente, haciéndose parte de un infinito que nadie concibe, ni comprenderá por qué se desvanece.

Cierro los ojos en un absurdo intento de ser visible otra vez, pero mis parpados son invisibles también, sigo viendo el mundo como trascurre, aun cuando los apriete con mayor fuerza, estoy obligado a mirar, aun cuando no pueda alterar la realidad, inquebrantable e implacable. No conoce de emociones ni anhelos; creo que ni de tiempos, solo existe en una línea interminable de sucesos que cada uno mira desde la nostalgia incomprendida del propio ingenio. Como náufragos en la isla del cuerpo físico, rodeados de millones de islas que no nos ven, que no logran hacer un continente a pesar de estar tan cerca.

Haber perdido mi cuerpo, me entrega la extraña sensación de ver las voces de las personas cuando conversan, pero también me ha permitido entender sus pensamientos al mismo tiempo, llevándome a la incomprensión de como coexisten. No sé si es miedo a pavor lo que siento en mi trasparente pecho al percibir la dualidad intrínseca de existir o tratar de hacerlo, en medio de tantas cosas que no vemos y solo imaginamos para satisfacer nuestros anhelos.

Quiero gritar, quiero gritar fuerte, pero únicamente sale humo que se disipa más rápido cuanto más trato de alzar la voz, me ahogo en medio de emociones que apenas alcanzo a ver como hilos que se entrelazan a través de mi cuello, son tantas y variadas que no logro

saber cuál debo detener para que no sigan apretando, trato de tirarlas, pero solo consigo el efecto contrario, tengo miedo, comienzo a levantar mis manos y agitándolas pido ayuda, pero… son trasparentes, nadie las puede ver, mis gritos se desvanecen en el aire, mis miedos tensas cuerdas que solo yo veo. Quiero escapar, pero soy invisible, no soy capaz tocar, no puedo alterar la realidad.

Mi aliento se agota tratando de hacerse tangible, oigo un sonido estridente que penetra mis oídos, rompiendo como cristal todo lo que logro ver, el panorama se oscurece mientras intento tapar mis oídos. Son las 6: 30 am, la alarma me trae de nuevo a ser de carne y hueso una vez más.

INAUDIBLE

¿Qué hora es? Estiro mi brazo para dar un pequeño toque a la pantalla de mi teléfono en la mesa al lado de mi cama, con dificultad veo que son las 3:36 AM; el silencio tan profundo que existe me hace creer que sigo dormido y solo estoy soñando. Giro mi cuerpo y no oigo el suave frote de las sábanas.

Trato de centrar mi atención en los sonidos que ocurren a mi alrededor, pero escucho nada; un vacío como si tuviera los oídos tapados herméticamente, no quiero abrir los ojos porque temo ver algo que genere ruido y no lo esté oyendo. Chasqueo mis dedos y advierto la presión en mis pulpejos, pero no oigo el sonido, intento decir hola; percibo mi boca moverse en un impenetrable silencio.

Entra en la habitación esa figura habitual que transita a diario, toca mis pies, giro mi cabeza y veo el movimiento de sus labios, pero sin poder oír sonido alguno; comienzo a balbucir con la sorpresa que no me oigo, que no me percibo.

Estoy pensando las cosas que quiero decir, y las murmuro, pero no sé si logro expresar con exactitud mi intención, porque la respuesta en los gestos que obtengo de esa persona es opuesta a lo que esperaría ver; al mismo tiempo, no logro oír lo que me dice, supongo descifrar algunas cosas en el intento angustioso de leer su boca. Solo obtengo  más silencio en medio de los gritos mudos que por más esfuerzo que haga, no los puedo oír.

Hablo y hablo sin parar, mientras ella hace lo mismo, como si estuviéramos compitiendo quien logra ser entendido primero; pero no la oigo y estoy convencido de que no me oye, no altera su comportamiento ante mi pánico de no poder explicarle lo que pasa. Sin embargo, yo tampoco puedo cambiar mi actitud porque no oigo que me dice. “Si el miedo de la ausencia existe, debe ser este” pienso, mientras me esfuerzo por alzar la voz que inaudible sale de mí.

Trato de detener esta guerra de expresiones insatisfechas, e incomprendidas, algunos deseos incapaces de florecer en las palabras, no soy capaz de lograr articular los sonidos de mis emociones. Si este silencio pudiera verlo, sería un negro absoluto, implacable ante mi necesidad de comunicarme.

¿Cuántas veces oí palabras llenas de intenciones y emociones a las que fui sordo por anteponer las mías? O ¿Por qué demoré tanto en expresar, con mi voz, la transparencia de mis pensamientos o de mis anhelos? Ahora no puedo hacerlo; es tarde para oír u oírme, ya no tengo fuerzas para gritarle palabras de amor, ya no soy capaz decir su nombre y oírlo. Estoy quedándome atrapado en haber conocido la música, pero ya no puedo apreciar sus notas acústicas; no volveré a escuchar una palabra, ¿acaso olvidaré como expresarme?

Esa mañana se transformó mi mundo, ahora me detengo a entender con más calma lo que me quieren decir y pienso mucho más lo que voy a hablar; soy más lento en mis conversaciones a cómo eran antes, ahora mis manos forman palabras sin emitir un solo sonido; más que nunca entiendo desde el corazón cuantas veces decimos y entendemos erróneamente los acordes de las voces, la diferencia entre oír sonidos cargados de nuestras propias cicatrices y escuchar realmente las palabras que fluyen como un manantial infinito de oportunidades para crear puentes, de una fuente inagotable de regalos invisibles, pero audibles, en un éxtasis de tonos bailando en medio de murmullos de la vida que brindan el placer de oír.

Ahora entiendo con especial maestría las vibraciones que mis dedos perciben. Incluso he logrado distinguir lo que ocurre a mi alrededor gracias a lo que sienten mis pies al tocar el suelo. Mi vida cambió, pero no terminó. Vivo en un universo lleno de silenciosos colores que despiertan cada día una razón para existir. Y si, ahora solo hablo por señas, ya que he aprendido a amar el silencio, no escucho lo que me dicen y entendí que me expreso mejor en un mundo inesperadamente inaudible.

INSÍPIDO

Mi expresión fue tan evidente que congeló el momento familiar que tanto habíamos esperado, el almuerzo anual de nuestro clan; un evento tan anhelado como la Navidad.

Todos aguardan este momento para poder enunciar en la mesa, los éxitos que han tenido o los grandiosos avances que han hecho sus hijos, y así lustrar un poco las medallas que con los años iban perdiendo brillo.

Mi abuela, la matriarca de expresión fija, con sus labios quebrados en arrugas que se estiran cada minuto cuando sonríe viendo sus nietos correr por su previo. Sin embargo, en ese momento, en que todo se congeló, su cara paralizada, solo movía sus ojos buscando una respuesta en alguna expresión de los concurrentes.

Cuando me llevé la cuchara repleta de minestrone a la boca, mi rostro se desdibujó, la reacción natural e incontrolada fue escupir aquella masa de granos repletos de grasa que no tenían el más mínimo sabor. El minestrone anual era el honor máximo de la abuela, que servía en un ritual de alegrías para ser homenajeada en un alud de adjetivos que la elogiaban como la mejor cocinera; en verdad eran exquisitos, pero esa tarde, fue solo una masa babosa, sin ningún sabor, resultaba insultante a la tradición familiar.

Varias manos golpearon la mesa increpándome, no sabía que decir, me sentía nervioso por la situación, no lo podía controlar, el  bocado no tenía gusto determinado, ¿cómo les hago entender que no quedo de mal sabor?, es que no lo tiene. No encontraba palabra alguna que me ayudara a salir de tan bochornoso momento familiar.

Hace 3 meses comencé a trabajar en una plantación cercana a la villa donde vivo; mi madre me había conseguido el puesto, gracias a que era la administradora de la granja

Todos estaban orgullosos de mi actitud ante la vida, tan joven, y ya trabajando para levantarme, me había convertido en el prospecto que todos habían anhelado. Me tomaban fotos cargando los envases de insecticidas y me etiquetaban en las redes como el nuevo rudo de la granja; Me sentía fuerte como un toro.

Esa tarde, después de insultar el mejor minestrone del mundo y tratar de explicar a toda la familia que yo mismo no entendía que ocurría, conocí como la reacción humana inmediata es violenta y sin ápices de comprensión, reactivos sin fundamentos más allá de los lazos emocionales.

Tomé otra cucharada y esta vez, fue más desagradable la sensación de no sentir sabor alguno. Mi tía se levantó unos segundos después y me dio a chupar un limón, que me supo a lo mismo que el minestrone, luego vinagre de uvas, sal, especies de la cocina y finalmente un ají picante, que me supo a nada.

Recordaba el sabor y trataba de sentirlo conscientemente, pero estaba perdiendo el control; las miradas en la mesa cambiaron a ser gentiles, angustiadas por lo incomprensible del momento.

Han pasado ya 9 meses del almuerzo anual familiar, la verdad me alimento porque entiendo que debo hacerlo si quiero seguir con vida y no contraer alguna enfermedad. Comer, se ha convertido en una tortura necesaria, pasear por mis labios y mi lengua cada bocado de lo que sea, me provoca arcadas porque no hay sabor, no retienen la esencia de la palabra, degustar, pero debo tragar por mi bien, por mi salud. Según mi doctor, me expuse tanto a los insecticidas de la granja, mojaron mi ropa y mis manos que entraron a mi organismo y destruyeron para siempre mi capacidad de percibir el sabor, un daño irreversible a mi olfato concluyó.

No sé si será más o menos grave que estar ciego, pero no volver a saborear un delicioso chocolate, un aromatizado café o un minestrone anual, me hace estar al margen de la realidad que viví y di por sentada.

INVISIBLE

Ese día comenzó tan soleado, era el verano más brillante que había visto; los colores de todo aquello que veía habitualmente se mostraban más intensos y relucientes; era una mañana perfecta para jugar al ladrón y policías; esa fantasía cándida que nos impulsa a ser del bando bueno o del malo, sin tener más opciones.

La avidez de emociones intensas del grupo de los policías, una vez que nos capturó; fue imponer una sanción por aquellos delitos que la ficción más real de un niño puede crear. El castigo decretado fue presenciar directamente la explosión de un diminuto trozo de cobre con pólvora en su interior; que al ser golpeado generaba un ruido estridente y chispas de aventura que hacía soltar las más divinas carcajadas.

El segundo exacto de la explosión, una luz intensa, azul y naranja, penetró mis ojos tan fuertes como la risa que salía de mi boca, la emoción era enorme y alucinante; por reflejo cerré mis ojos, los gritos a mi alrededor se hicieron más intensos y los pasos de los niños corriendo se hacían estridentes. Por un momento perdí el equilibrio y no encontraba algo firme para sostenerme, opté por caer sobre mis rodillas en la arena seca y granosa.

Abrí mis ojos un par de segundos después, los cuales cobraron la luz del día y me entregaron una extraña oscuridad blanquecina; por más que frotaba mis ojos y abría los parpados con mis dedos, no podía  ver nada; apretaba las manos contra mi rostro, solo percibía un ardor muy profundo, poco doloroso.

El pánico me invadió, no entendía qué ocurría, la inexplicable angustia que sentí al tratar de enfocar esas múltiples y diminutas sombras a mi alrededor que brincaban sin parar y al mismo tiempo sin entender lo que ocurría, poco a poco se fueron desvaneciendo hasta un blanco turbio de colores imprecisos.

Desde ese día los colores viven en mi memoria, la luz es una invención casi mágica, recordando las sombras, no pude haber imaginado lo valioso que podría ser admirar una simple sombra, porque te demuestra la maravilla de la luz, de lo tangible y, más aún, de la capacidad para apreciar lo que te rodea. A veces giro mi cabeza a un lado cuando oigo un ruido o simplemente mi nombre, como si pudiera observar el origen del sonido, pero mi panorama no cambia en lo absoluto, sigue siendo esa clara oscuridad.

Ya he olvidado la luz, apenas logro recrear algún color, se me ha borrado la sensación tan agradable de ver a alguien sonreír. Son años ya deambulando en una eterna y oscura claridad a la que se había hecho habitual, porque a decir verdad no me he adaptado, solo me he acostumbrado. Mis sentidos restantes se han agudizado, hasta me logro ganar la vida atendiendo llamadas en la central de asistencia telefónica y cada día he aprendido a divertirme

adivinando el rostro de cada persona que llama, según su voz, su tono y su rapidez al hablar.

Hoy día mi imaginación es la posesión más valiosa, recorro paisajes que solo yo podré ver en un lienzo de memorias que siempre me dan lo que anhelo. Aprendí que la diferencia entre dormir y estar despierto. Es solo mi estado de conciencia porque habito en esta extraña oscura claridad.

OLOR

¿Cuántos años fueron?, quizás 20 o 22, me cuesta recordar algunos detalles que, aunque ocurrieron, los diviso borrosamente en mi memoria. Creo que fueron 21 años como el único catador de granos de café en la zona, es un arte poder percibir el aroma, sentir la textura que envuelve los detalles de la tierra donde fue cultivado, el clima e incluso el agua que usaron para madurar cada grano de café que olía cada día.

Gané títulos como la “nariz más costosa” porque llevé la cata y clasificación del café a otro nivel, según los expertos, yo simplemente hacía lo que por naturaleza me salía bien, era oler. Alguna vez un erudito de los catadores me dijo que solo un 5 % a 10 % de la población tenemos este don para poder ofrecer al resto del mundo productos de alta calidad.

No hice nada especial para tener esta inherente habilidad; es un sentido que por años ayudó a los humanos y sus predecesores a mantenerse vivos y poder reconocer alimentos que podrían haberles causado daño. Una vez leí que en la prehistoria grupos de hombres y mujeres lograban saber el estado de salud de los animales por el olor de sus excrementos; incluso hace cuanto tiempo habían estado en un lugar específico; podían incluso hallar la cercanía de manadas que servirían luego como alimento, habilidades ancestrales a simples granos de café, pero era mi oficio, mi orgullo.

Cumplí 60 años rodeado de mi gente y la torta de celebración era una inmensa nariz, acumulaba momentos mágicos con mi familia, sin embargo, dos meses después olvidé como llegar de mi trabajo a mi hogar y seguí a la casa donde viví cuando era un niño. Con angustiante recurrencia empezó a haber episodios donde olvidaba el nombre de mi esposa, un día olvidé donde quedaba el baño y no sé por qué razón utilicé la cocina para tal indecoroso momento.

Una semana después me asignaron el diagnóstico de Enfermedad de Alzheimer, la verdad no le di mucha importancia, mi familia me ayudaba con las tareas más complejas de la casa y cada día me llevaban a mi trabajo que seguía haciendo a la perfección. Entonces un diagnóstico médico, un tanto apresurado a mi manera de ver, no me iba a detener.

Solo bastaron 6 meses; cuando dejé de percibir el olor de los granos de café, no dije nada al principio, asumí que era algo temporal o quizás una gripe mal curada.

Pasados unos días sin poder clasificar claramente los granos, decidí introducirlos en mi nariz, a ver si podría percibir el aroma; pero fue un intento desafortunado, pues las cámaras me grabaron en un acto bochornoso e inaceptable; sumado a que llevaba a cuestas un diagnóstico que me estigmatizaba.

Sentado frente al que había sido mi jefe por tanto tiempo, con mi esposa a un lado y mi hija al otro, cada una con su mano en mi hombro, recibí la fatídica noticia de mi despido atribuible a causas médicas. Me trató de dar tranquilidad diciendo que mi fondo de ahorros me permitiría estar bien. Se me ocurrió una sola pregunta, ¿tanto tiempo trabajando como la “nariz más costosa” y por un solo error de procedimiento me despide?

No es un error de procedimiento, respondió, es el Alzheimer que está eliminando poco a poco tu olfato, y no me preguntes ¿por qué el olfato y no otra cosa? Esa pregunta me la he hecho cientos de veces. El destino nos hace jugadas que resultan incomprensibles, nos resta lo que más afecta o nos quita los bastones de apoyo y depende de nosotros dejarnos caer.

Ciertamente en los meses siguientes dejé de percibir cualquier aroma, por más que aplicaba perfumes, era imposible percibir el más mínimo atisbo de algún olor, sin embargo, creo que el Alzheimer, más allá de borrar mi olfato, me hizo olvidar como rendirse, no sentí frustración; pero si rabia. La vida me quitaba el bastón de apoyo que por años me permitió vivir, conocer, disfrutar y levantar una familia, pero el bastón no sirve de nada sin mis manos, por lo que entendí que yo era quien decidía en qué apoyarme. Si me quedaba sin soporte, era mi decisión buscar en lo infinito de la existencia donde sostenerme.

Ya ha pasado algún tiempo que me despidieron, he estado en mi casa reinventándome, mañana asisto a la firma de libros en una famosa librería del centro de la ciudad, pero no como lector, sino como el nuevo escritor sobre la cata y experiencias en clasificación del café.

Los libros han ido de maravilla y gracias a haber tenido, por tanto, tiempo, lo que hoy ya no poseo, puedo seguir existiendo en el mismo universo, en la misma línea de tiempo que permanece viva.

Casi he olvidado mi nombre, pero gracias al entrenamiento, firmo siempre igual, hablo sobre el mismo tema constantemente, lo que me permite permanecer activo, evocando recuerdos de un exquisito sentido que perdí, pero quedo grabado en mis más firmes memorias que aun el Alzheimer no me ha podido quitar. Hoy soy la “nariz más costosa” plasmada en letras que mantienen vivo el recuerdo de un olor.

MORAR Y SENTIR

Es curioso como a pesar de creer ser dueños de nuestros destinos, no ostentamos la libertad de donde y cuando nacer; lotería o no, está llena de infinitas interrogantes como la existencia misma. A veces me pregunto ¿por qué no fui un neandertal? Una respuesta inmediata se precipita; pudiste serlo en otra línea temporal y lo olvidaste, por aquello de los cambios genéticos que vamos teniendo en el proceso de evolución o involución.

Sin embargo, el conflicto más grave de aprender es que cada día te das cuenta de que te mueves en escasos milímetros de sabiduría. Tratar de entrar en esta disyuntiva de existencias y universos paralelos, así como, imaginar que podemos entender la esencia misma del ser.

Es un rompecabezas para el que aún no estamos preparados, son piezas infinitas de diferentes formas y colores que encajan entre sí, dependiendo del momento, el ángulo y la emoción con que la mires es mutable en su naturaleza misma, si parpadeas un segundo ya perdiste la posibilidad de encontrar la ecuación geométrica que enlazaba las piezas.

La realidad es definitivamente una paradoja circunstancial que suele ser definida de una manera diferente en cada ser humano que trata de describirla; sesgos, experiencias y emociones conforman esa trinidad en una sola esencia; la propia percepción.

Solemos defender y alegar a toda costa nuestra percepción, pensando que tenemos la razón absoluta; pero, cada trinidad de las siete mil millones de almas que habitan la tierra, tiene su única realidad que coexiste en una tensa armonía sostenida por creencias, estructuras sociales y leyes que cumplir; que de alguna manera nos hemos vistos obligados a unificar.

Sin embargo, existe un hecho invariable y constante que sustenta todo aquello de la percepción y son nuestros sentidos; gracias a ellos podemos percibir casi inadvertidamente todo lo que nos rodea. Son los más acuciosos receptores del entorno y nos permiten almacenar una cantidad casi infinita de información sobre olores, colores, sabores, texturas y sonidos que arman ese mosaico de experiencias vinculadas a la memoria y nos permite desarrollar nuestros propios conceptos de la realidad.

Aquello que tiene un aroma agradable para uno, puede ser espantoso para otro, al igual que el sabor de una comida; ni hablar del concepto de belleza en su más abstracta definición, es una apología al ego supremo de la apreciación individual.

Una gran mayoría de nosotros nacemos con nuestros cinco sentidos, los cuales vamos desarrollando en el proceso de maduración neuronal; esto por naturaleza misma es un hecho habitual que no amerita esfuerzo alguno. Los sentidos nos enseñan a protegernos, a vincularnos, el agrado por objetos, alimentos y personas, a  defendernos e incluso más instintivamente a sobrevivir. Es por ello por lo que los sentidos son habilidades que vienen incluidas en el paquete denominado “estar vivo”.

Si pudiéramos preguntarle a un preso condenado a cadena perpetua, ¿Qué es lo que más lamenta haber perdido?, entendiendo que solo puede moverse en un área de escasos metros cuadrados, no puede elegir su comida, que día salir de paseo o ir a la playa, o simplemente cuando poder tomar un poco de sol; con toda seguridad que lo que más lamenta es haber perdido su libertad.

La libertad de existir según sus conceptos, sean buenos o malos para la sociedad, porque le suprime la esencia misma de vivir.

Los sentidos son como esa libertad, que no elegimos, pero con la que implícitamente nacemos; los sentidos están grabados en nuestro ADN y nos permitirán hacer del viaje de la vida más satisfactorio. Escasamente nos detenemos a valorar y admirar lo maravilloso que es poder ver, oír, oler, saborear y tocar; esa experiencia tan delicada de palpar la suavidad de la lana o el aroma de las flores, incluso lo mágico que es ser encandilado por los rayos del sol en una mañana. Damos por sentado todo nuestra conexión real con el mundo que nos rodea.

Lamentablemente, cuando perdemos algún sentido, es como perder trocitos de libertad, que solo son valorados justamente cuando ya no forman parte de la naturaleza misma del día a día.

Comenzamos a extrañar al mismo nivel que valorar aquello que ya no podemos percibir, en muchos casos miles de mujeres y hombres son condenados a esta pérdida de libertad sensorial sin previo aviso. Así como cumplimos las leyes de la sociedad para poder ser libres en ella, debemos cuidar, valorar y entender que nuestros sentidos nos pertenecen, pero en un segundo pueden desvanecerse y convertirse en un efímero recuerdo de lo sentido.

SIN SENTIDOS

Para nuestros ancestros, los sentidos fueron elementos fundamentales en la supervivencia y evolución de la especie, constituían el primer armamento nativo para enfrentar el mundo exterior y al mismo tiempo les permitió vincularse con él. En esta era primitiva los seres humanos se comunicaban mediante la gesticulación, mirada, movimientos de las manos y sonidos guturales, que transmitían señales claras que fueron desarrollando un método de interacción y permitió evolucionar hasta lo que somos hoy día.

¿Pero, que somos hoy día?, Realmente, en cuanto a comunicación hemos elevado el término a una expresión cuántica que solo los grandes imaginarios de la ciencia ficción pudieron a penas dar luces de lo que sería; ese hoy día.

A pesar de esto, las actuales circunstancias socioculturales se han modificado de forma progresiva para inadvertidamente difuminar estas capacidades básicas, basadas en los sentidos.

Sin la necesidad volver a pisar la ya desteñida alfombra de críticas a las redes sociales, teléfonos móviles, tabletas, aparición del COVID y analizar su impacto en la conceptualización de como el individuo interactúa con el mundo que lo rodea, creo pertinente entender como esto, disloca los sentidos inherentes a la vida.

Lo intangible se ha hecho realidad cuando ya no nos permiten que abracemos a amigos y familiares, que le estrechemos la mano a otras personas, hemos ido perdiendo la sensación de acariciar y el suave y placentero reflejo que genera en los dedos. Las reglas cambian cada día, por nuestra salud propia, ahora debemos ser intangibles nosotros mismos.

Lo invisible ha llegado como una barrera luminosa, de textura suave, que nosotros, por voluntad propia hemos decidido instalar delante de nuestros ojos; el teléfono móvil, gracias a una extraña fusión de colores brillantes y sonidos, ha logrado capturar nuestra atención permanentemente, adhiriendo la mirada a su pantalla, mientras se nos pasa de largo la asombrosa vista del mar, los paisajes del amanecer y del atardecer, o simplemente ver a quien nos hablan tratando de captar nuestra atención en el aquí y ahora; deambulamos con la cabeza gacha, evitamos contacto visual con otros habitantes que a diario nos circundan, los hacemos invisibles.

Sin oponer la menor resistencia hemos entrado en un mundo eterno inaudible, existimos en la sociedad, mientras usamos auriculares de cientos de modelos, unos mejores que otros, pero que sirven para aislarnos de los sonidos que nos rodean. Ya no percibimos el canto de los pájaros, el soplar del viento o los simples ruidos de la naturaleza, en su desesperado intento de manifestarse ante nosotros.

Se ha vuelto más gratificante oír las notas de audio de personas que no coexisten en nuestra realidad o dedicar horas a oír “influencers” que solo se enfocan a condicionar mentes ansiosas de escuchar lo que la moda de turno te obliga a saber y replicar conductas incomprensibles, solo para evitar la frustración de la crítica social, que con frecuencia terminan en estados depresivos severos.

En la actualidad, desde el año 2020, donde nació o se creó un virus potente, con características casi sobrenaturales, hizo estragos en la vida y psicología del mundo entero, nos arrastró como un verdugo a lo que creíamos imposible en pleno siglo 21 y gracias a esto, casi dictatorialmente nos han confiscado el sentido del olfato; los sistemas políticos nos han condicionado a llevar mascarillas permanentemente y cuando salimos fuera de casa, ya solo olemos el hedor de la tela usada o el plástico que llevamos pegada a la nariz obligatoriamente. Oler un buen vino puede ser un acto de irreverencia social al bajarse la mascarilla y ser visto como un terrorista de la salud.

Hoy día, solo podemos oler y catar los gases y aire que sale por nuestras bocas y nariz, que repugnantemente se reciclan, entrando al mismo canal de donde acaba de salir, para ser eliminados como agentes de desecho.

Para finalizar, si sumamos la pérdida del gusto que ocasiona este COVID, que puede durar meses o años, a la creciente tendencia basada en los miedos de acabar la naturaleza y los vaivenes de protocolos de salud mundial; donde hoy un alimento te hace daño, pero pasado un lustro, la revista internacional de medicina afirma que ya no es así, y que ingerir tal o cual alimento en contradicción con lo que se había afirmado previamente en el estudio X, produce beneficios reales a la salud de nuestro cuerpo.

Entonces tenemos años comiendo basados en la verdad que la misma revista médica nos había afirmado años atrás. Nos han secuestrado la posibilidad de saborear en paz los alimentos y bebidas que la naturaleza nos regala. Al comer un delicioso plato de comida con un miedo incrustado en nuestra mente, jamás sabrá igual a que si lo comiéramos con la calma de apreciar cada sabor que nos brinda nuestras papilas gustativas.

La vida misma se sustenta en sentir a plenitud todos aquellos estímulos que nos invaden cada segundo, sin importar su intensidad, su valor material o el momento; es simplemente el hecho de poder percibir que estamos vivos y somos parte activa de una sucesión de eventos minúsculos, qué unidos forman el grandioso placer de vivir y disfrutar de la existencia interconectada, básicamente por los sentidos que nos fueron regalados; como alas a los pájaros para poder volar y sentir la imponencia de la altura y la humildad de pisar la tierra para luego alzar vuelo y seguir viviendo con todos sus sentidos.

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