TER de l’Hospitalet près de l’Andorre a Saverdun, 18 de marzo 2022

Escribir desde el tren sigue siendo mi modo favorito de pensar. No necesariamente pensar bien, pero, a quién le importa. Las voces de la gente suenan a rebufo cubiertas de capas y capas de aire, tejidas como lana, a metros de distancia. Es como una cafetería en la que, además de poner en modo silencioso el televisor, nadie pide un café o bebida caliente en barra que enfurezca el ambiente. En pleno s. XXI la máquina nunca rugirá con su bufido gaseoso de ballena metálica y agua hirviendo. La estabilidad de la mesa también es similar, cojea a cada sorbo rítmico de cerveza y, al codear sobre ella, la hicieras bascular. Un vagón de tren, si se tiene suerte, va equipado de asientos cómodos y resulta ser un espacio en el que el mundo todavía no se ha arrepentido de uno de los logros de la posmodernidad: la democratización de la lectura. Siguen habiendo usuarios escondidos entre los reposa-brazos husmeando entre la tinta de unas palabras que dibujan universos.

Además de las historias que se leen, en los trenes están aquellas que se viven, se cuentan y se escriben. Como la potencialidad de Borges inmiscuyéndose en una biblioteca. Mientras espero a que se reproduzca mi vida, escribo. Una vez en el andén, los pensamientos dejan de ser tan plásticos. Por ello, me gusta escribir metida dentro del vagón y pensando sobre mi estar en él. Es curioso, anoto mis libretas en lugares muy diversos, tantos sitios son despacho de mis pequeñas florituras literarias sin trascendencia, y, sin embargo, el único que siempre siempre menciono es mi medio de transporte favorito. De hecho, aparte de viajar en tren, me apasiona escribir e imaginar que me dedico a ello. Ofrezco mi vida entera a llenar páginas de experiencias hiperbolizadas, sensaciones literaturizadas e ideas congeladas en carbón. Si un día muero trágicamente tendrán años enteros de mi existencia a disposición de quienes se den la pena de leer mi dolorosa caligrafía. Con suerte algún mérito por excéntrica hermanará mis diarios con los de Emily Dickinson. Ya es algo más que nada. A esas personas, de valentía y ánimo incompensables, les pediría que por favor no muevan ni una coma. Si lo hacen que sean supervisadas por mi amigo con nombre de río, que a estas alturas tiene conocimiento suficiente como para saber qué escribiría yo.

Como veis, cuando una se ha convencido de que lo que sucede es de exponencial interés para alguien que guste de leer; el ego de un escritor no tiene medida. Y el tren, en su traqueteo nostálgico y su velocidad futurista, reúne la intimidad y la socialización necesarias para que egos como el mío quieran desear e, incluso, convencerse, de que ganarían dinero o —como decía mi padre — llenarían la nevera, del desliz de sus minas. Como decía, esencialmente, a cada trayecto en tren, lo mismo que cuando llego 20 minutos antes de una cita, soy escritora. El poeta de Nietzsche que se crece en la consciencia inventada del lenguaje. Aquella que lo exprime entre el juego de sus dedos para vaciar el pozo sin fin en el que su alma excava para alejarse mimetizando el mundo que la acuna. Tengo el ego de tal escritor y la cuenta corriente de todos los que pretenden serlo. Aunque no descarto cambiar eso último. ¿Qué es lo que convierte el texto en obra y a su autora en escritora? Seguramente no se trate de la cantidad de ceros en el banco. Más bien del reconocimiento, el público y en consecuencia una crítica. Positiva o negativa, suficiente es con que se hable de la obra o de la personalidad lunática del autor, ¿basta con incomodar o acomodar al público? La cuestión es que no olviden, un escritor se yergue sobre el recuerdo. Recordarme pues, antes de que me tenga que morir.

Pero entonces, la obra que no es leída, ¿qué? ¿Qué hay de los cuadernos escondidos en la habitación de las Penélopes del s. XXI? De ser leídos cambiaría el valor literario y filosófico de los mismos, aunque no necesariamente sus condiciones de escritoras. De lo contrario, sin voyeur de lencería intelectual, son las páginas del diario íntimo de una desconocida que puede escribir como las diosas, pero quien jamás se concedió la tentativa. Además, la literaturidad del texto y la naturaleza cualitativa de su autor dependen del contexto material capitalista que rodee el libro o la libreta. Al fin y al cabo uno puede leer libros millonarios y que no vayan mucho más allá de poder conversar sobre sus tramas en los tés provincianos de las seis. Podemos también descubrir cuadernos perdidos en un tren y quererlos quemar. O, rompiendo una lanza a mi favor: sean de la conmovedora verdad. Por lo tanto, me niego a considerarme escritora según si mi cuenta IBAN se encuentra entre las bases de datos de alguna editorial.

Asimismo, editarse a una misma es el mayor error de aquellas personas que desean ser escritoras. No es por el ego, ya se ha declarado que cualquiera que considere pueda escribir algo leíble más allá de “Querido diario, hoy mi hermano es imbécil”, ha de tener un ego suficiente como para ignorar todas las posibles decepciones a las que se expone. Si estás en este mismo tren que yo, Ego de mi corazón, sepas que una editorial tomará partido económico si cree que aquello que va a publicar, es bueno.

Volviendo al lugar en el que me encuentro, iniciando una carrera imaginaria, diré que un tren es un poco como en misa, todos metidos en la misma mierda, viajando a similar velocidad. Los escritores deben de cruzarse en los trenes con personas que les leen sin percatarse. Esta tipa de aquí al lado debe estar estudiando o aprovechando el tiempo muerto para escribir el informe para el jefe. Nada tan lejos y a la vez tan cerca de la realidad. Igual que la pregunta “y tú: ¿escribes o trabajas?”, el trabajo no remunerado es trabajo o ¿el término solo se refiere al tiempo dedicado y medido por la rentabilidad de la labor de un individuo?

Un consejo importante es ese que me dio hace años un profesor y también autor: “Kill your babies darling”. Es una frase de otro escritor de quién no recuerdo el apellido. Hay que saber distinguir entre la tinta que corre como el teclado de un despacho de administración público y aquella que contiene potencial. La mayoría de las tardes son de las primeras, por eso se tarda en escribir un libro, porque con suerte un día se llena una página de calidad y mínima corrección. El resto de folios son “querido diario, hoy mi hermano es imbécil” y por ello, debe de tenerse valor para seguir insistiendo hundiendo los codos en la sueca mesa cutre.

Esta introducción la hago con el ánimo de reivindicarme como escritora, pero jamás reconoceré los hechos. Desafortunada y desafortunado lector, cedo cualquier parecido con la ficción a la tutela de tu responsabilidad hermenéutica.

TER de vuelta, 20 de marzo del 2022

Nunca me bajaría de este tren. Como es el día de mi aniversario, mis dedos parecen devorar centímetros de papel a la expectativa de escribir “las líneas más excelsas de mi vida”, no es el caso. Veintiséis años, 80% miedos e insuficiencia autoafectiva, 20% ambición. Así que terminaré el preámbulo rescatando un fragmento que escribí jugando un día:

Se me olvida que, como César, soy mortal. La eternidad es una gran carga que me abandona a la deriva luchando entre descansar y aprovechar ese tremendo, finito, incomprensible don que es la vida. Mi vida, mejor dicho, mi presencia, es finita. Tiene un principio y según parece tendrá un final. Como César soy mortal, la historia lo ha demostrado. Como César, soy inmortal, la historia lo ha demostrado también. Al menos, de momento, en el caso de César. Oh ave! Pero dime, qué hago yo con ese vuelo que sospecho tan veloz. Qué hago una vez fuera de mi jaula carnal. ¿Dónde voy a ir a parar anclada en los raíles?

CC BY-SA 4.0

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