Ingresé al hospital por la noche, eso creo, no lo recuerdo bien. La última imagen almacenada en mi memoria fue la de mi telenovela de las diez. Estaba recostada en mi cama enfundada en mis gruesas mantas que me regaló mi cuñado, ya que el frío del invierno no perdona ni a la carne amarga y caída de una anciana. Después de eso los recuerdos son vagos, recuerdo el grito de mi cuñado al no sentir mi pulso. Lo sé porque el tacto de sus gruesos dedos se posó sobre mi cuello. No sé cómo es que en ese momento seguía con algo de conciencia, pero llegué a escuchar a mi hija gritar – ¡La ambulancia, rápido, llama a la ambulancia, se me va mi mamá! – Con mucha agonía y desesperación. Lo que prosigue es oscuridad y, finalmente, el brillo que emitía el cuarto del hospital. Se sentía como volver a nacer.

-Está estable- dijo una enfermera en voz alta, pero hablando para sí misma.

No podía pronunciar palabra alguna, solo algunos gemidos de agonía.

Observaba a mi alrededor y me encontraba en una gran habitación lleno de camas separadas por un espacio angosto, algunas cortinas corredizas para que entre un poco de privacidad y un foco con luz tenue que daba la impresión de que entrabas a la morgue. Y no culpo a nadie si piensa eso, con tantos viejos postrados en cama, algunos de ellos en vegetal, hasta yo pensé que la había palmado.

La enfermera se fue sin hacerme mucho caso, cerró la puerta y la vibración del golpe movió las cuatro paredes. Se apagaron las luces. El sueño me entró rápido e intentaba quedarme despierta por el miedo a que demore en despertar y quede como uno de mis nuevos compañeros de cuarto o aún peor, que ya no despierte. Sin embargo, el sueño le gana en toda batalla al cuerpo de un anciano y cuando bajé la guardia ya me había dormido.

En mi sueño caminaba por la zona de mi casa en San Juan de Lurigancho. A pesar de como luce actualmente, mi cabeza lo pintaba como era en sus años dorados. Había niños en el parque jugando fútbol en la cancha, otros estaban en la vereda jugando con canicas y las niñas se guardaban bajo la sombra de un árbol a tomar té con un juego de tazas de porcelana. Doblé la esquina y me encontré a Don Ignacio, el panadero, me saludó con bastante afabilidad y me deseó un buen viaje.

– ¿Buen viaje? – pensé. Yo no iba a ninguna parte.

Entré a la calle donde se encontraba mi casa. Mi vecina me gritó desde su ventana lo mismo que el panadero. Yo seguía sin entender a qué se refería, seguramente ni siquiera era para mí el saludo, pero al inspeccionar con un vistazo la calle, estaba sola. Abrí la puerta de casa y la encontré en un estado de pulcro. Mi mayor sorpresa fue encontrar a mi difunto esposo sentado en la sala viendo un partido de fútbol con una Coca Cola en mano.

– ¡Mi amor por fin llegaste, te estuve esperando! – dijo con emoción mientras se levantaba de su sillón.

Mis ojos se llenaron de lágrimas al instante, lo veía joven, lúcido, fuerte y portador de una sonrisa encantadora con la que me enamoró desde el primer instante que me lo topé en aquella estación de tren.

– ¡Ay mi viejo, mi viejito lindo! – grité mientras corría para abrazarlo y llenarlo de besos.

Después de muchos años podía tocar su mano, besar sus labios y oler su perfume. Me quedé buen rato pegada a él mientras me acariciaba delicadamente, como siempre lo hizo, temiendo que mi delicado cuerpo se rompiera por la mitad.

-Ya es hora de irnos – dijo mientras se despegaba y me miraba a los ojos.

Yo tenía un ceño confundido.

Mi esposo subió las escaleras y casi al instante bajó con unas maletas repletas. Caminó hacia afuera y abrió la cajuela del carro para meterlas. Yo, aún extrañada le pregunté.

-Pero ¿a dónde vamos a ir? Si estamos en casa.

-Ya llegó la hora de irnos, sube al carro que yo conduzco, tranquila.

-Pero ¿a dónde me vas a llevar?

-Al cielo mi amor, para poder estar juntos por la eternidad. Es una maravilla y trae una paz la cual no podrás imaginar.

Mi cara cambió de un estado de confusión a una de ira insostenible.

-Tú estás bien huevón si crees que me voy a ir al cielo, la hora en que me tenga que ir la decido yo. Así que no me vengas a molestar.

Él se empezó a reír a carcajadas y se dirigió hacia mí abrazándome.

-Esa es la mujer con la que me casé – finalizó la oración dándome un beso y regalándome una pequeña sonrisa. Posteriormente subió al auto y arrancó. Momentos después de su partida desperté.

Eran las diez de la mañana y la luz que entraba por la única ventana de la habitación nos daba suficiente luz que a simple vista no te percatas en la noche. Miré las camas vecinas y todas tenían bandejas con recipientes vacíos, de repente me entró hambre. Agarré el interruptor para llamar a la enfermera, lo apreté con todas las fuerzas que tenía, pasaron unos minutos y nadie venía, lo apreté otra vez y era lo mismo, ni un alma. Tuvieron que pasar veinte minutos para que una tuviera el coraje de atender a uno de sus pacientes y aprecio esa valentía ¿Quién diría que cuando tomas la carrera de enfermería terminarías por atender a personas? Yo le echo la culpa a la televisión por engañarnos en todo lo que sale.

-Enfermera, disculpe – dije con dificultad. La señora, que tenía cara de pocos amigos, fingió no tener oídos o una sordera incurable y siguió con lo suyo – Disculpe, señora – Repetí con un tono más elevado de voz. Esta vez me miró por el rabillo del ojo, con repugnancia.

-Sí a ti te hablo, la que puede caminar ¿Podrías traerme mi desayuno antes de que te caiga una denuncia por negligencia? Mira que mi cuñado es uno de los abogados más reconocidos del distrito – en absoluto lo era, solo quería intimidarla, pero si viera usted la soltura y la labia con la que defiende el escudo de su equipo de fútbol cualquiera pensaría que estudió derecho en San Marcos.

-La hora del desayuno ya pasó – dijo la enfermera sin siquiera dirigirme la mirada.

-Pero a mí no me dieron nada.

-La hora del desayuno ya pasó, tendrá que esperar a la hora del almuerzo.

No dijo nada más, le seguí protestando, pero lo único que recibí como respuesta eran más miradas de enfado furtivas y la misma respuesta que parecía que era lo único que aprendió en la universidad.

Me terminé rindiendo de insistir a regañadientes, porque la voz ya no me daba. Pasaba saliva pensando que era pedazo de un buen chicharrón o bistec hecho en casa. Sin embargo, esa estrategia no fue la mejor ya que me hizo pensar en más comida y mi estómago hablaba más que yo.

Pasaron las horas y noté que a mi lado derecho había una viejita que no se había movido en toda mi estancia aquí, llegué a pensar que era un vegetal si tan solo sus ronquidos no fueran tan ruidosos como el mismísimo Jorge Chávez y, de ratos, empezaba a llorar a mares y balbuceara unas palabras poco entendibles en un comienzo, pero mientras tu oído se acostumbra a sincronizar con el habla de un casi paralítico, llegas a descifrar el par de palabras que tanto repetía la pobre anciana en sus sollozos, que eran: Mi hijo.

A mi lado izquierdo no había nadie hasta pasado el almuerzo que, por cierto, la execrable enfermera me dejó la bandeja de mi almuerzo a los pies de la cama ¡¿Cómo yo iba a poder recoger mi almuerzo si apenas podía hablar?! Yo no esperaba que me dieran de comer en la boca, muy aparte de que, por ellas, ni darme una cuchara o el plato para comer y, aunque tuvieran la voluntad de darme de comer, sería una humillación para mí, no lo permitiría. Soy vieja, lo admito, me delata la gran hilera de cabellos plateados que descienden de mi cabeza, pero nunca necesitaré ayuda para cosas básicas como respirar o comer ¡Antes muerta!

Como estaba diciendo, después de tener toda una odisea para tomar la bandeja y saciar el hambre, a las horas trajeron a otra abuelita en camilla. Apenas se abrió la puerta un olor hediondo invadió el cuarto. Se podía percibir a kilómetros. Para mi mala suerte esa camilla que transportaba aquella peste terminó en el espacio vacío de mi izquierda. Esto ya se había convertido en un infierno.

En este punto ya no me importaba el dolor y cansancio que podría llegar a tener, solo quería salir de aquí. Llamé al botón otra vez, presionándolo en señal de S.O.S a ver si así se dignaban a tomarlo como una emergencia y venían rápido. Tenía razón, demoraron diez minutos, en ese momento agradecí que no me hubiera dado otro infarto. La enfermera se dirigió con desgana a mi camilla y con un pesar pronunció el monosílabo envuelto en una interrogación desinteresada.

– ¿Qué?

-Tranquilícese, no necesito nada de usted, pero ya que la veo de ganas quisiera hablar con el doctor, quiero solicitar mi traslado ¿podría llamarlo? Y si le parece muy arduo el trabajo, llame a alguna de sus compañeras que si prestó atención al catedrático.

La enfermera me blanqueó los ojos e hizo un ademán de afirmación gris.

Pasé horas sin respuesta alguna, empecé a pensar que ya la había palmado y que no había entrado a un hospital, mas si al inframundo. Mi castigo era soportar a una apestosa con olores que no sabía que existían y se podían saborear con total repudio en la garganta sumado a los insoportables ronquidos de la paralítica. Cuando entró la enfermera se me iluminaron los ojos, imaginé que me decía, sin dejar su voz apagada, que el doctor entraría en unos minutos o que ya estaba en camino. En cambio, recibí una noticia negativa, que llamó al doctor por teléfono y no vendría hasta la tarde de mañana, pero que se avisara a mi familia del estado en el que me encontraba.

La ilusión de irme lo más rápido posible se me hizo añicos.

Etiquetas: carax incompleto relato

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