El visitante de Palma Edén

La historia que narraba no era de terror.

«… entonces la cucaracha malvada se hizo más grande y empezó a comerse los autos, las casas, las reglas de tránsito. Todos empezaron a correr y correr, entonces la chica mágica llegó con su espada…»

Yoselin hacía muecas y gestos en cada oración de su relato, sumida en un estado de euforia propio de los niños de su edad.

Sus espectadores, su hermano mayor Paco y su amigo Ram, tomaban mate alrededor de la mesa de la sala, bajo la luz tenue de un par de velas. No era de noche, sino una temprana tarde; incluso la luz del sol se filtraba por las ventanas, pero eso no les importaba. El ambiente estaba preparado para la festividad de aquel día: la víspera de Halloween.

Ram, que ya había terminado su taza, había declarado por la mañana que no los acompañaría a pedir caramelos como en otras ocasiones. La noticia no fue bien recibida y la confusión fue mayor después de escuchar sus vagos motivos. Tras una breve discusión, sugirió la idea de «contémonos historias de terror hasta el atardecer», la cual fue aceptada con entusiasmo por la hermana menor.

Paco, por otra parte, no tenía el mismo entusiasmo que su hermana pequeña. No era bueno contando historias. Cuando sortearon los turnos, él ganó el primero, así que no le quedó más opción que improvisar, reciclando la trama de una película de terror que había visto días atrás. Claro que omitió bastante contenido para no asustar a su hermana menor.

El segundo turno era para Yoselin, que aún no había terminado su historia, y el tercero era de Ram.

«… y fin». Yoselin acabó su historia haciendo un exagerado movimiento de brazos.

«Bueno, no fue aburrida,» dijo Ram despreocupadamente mientras se servía otra ronda de mate.

«¡Estuvo genial, Yoselin!» dijo Paco, pero mirando de soslayo a Ram. «… aunque era un poco similar a la revista manga que me regalaste…»

«¡A mí me pareció una historia muy original!» exclamó Ram.

Mientras Yoselin se inflaba de orgullo por los halagos que recibía, un distraído Ram empezó a mirar atentamente el florero de la mesa.

Eran rosas blancas junto a otras carmesíes, de pétalos gruesos y tallo delicado. El aroma que despedían inundaba toda la sala, transmitiendo una sensación de paz y descanso.

«Oye, Paco, las flores que tienes se ven bastante bien. ¿Las compró tu tía?»

«¿Recién las notas? Las compré esta mañana, ¡fue toda una ganga!»

«¿Las compraste esta mañana?» Ram recordaba que Paco había salido temprano, pero no que volviera con esas flores en la mano, sino con una bolsa negra… ¿Se habría confundido su vista? Podría ser el caso, ya que estaba ocupado inventando la historia que le tocaría narrar. «Bueno… y ¿cuánto te costaron?»

El bajo precio que le respondió hizo fruncir el ceño a Ram.

«¿Eh? ¡Tan barato las venden en la tienda! No, espera…» Ram puso una cara extrañada. «¿Alguien más te las vendió…?»

«Pues sí, de un indigente que pasaba por ahí,» dijo Paco encogiéndose de hombros. «Estaba bastante desesperado para vender tan buenas flores a tan bajo precio, ¿no?»

«¿Qué es un indigente?» preguntó Yoselin.

Ram miró nuevamente las flores, sin prestar atención a la conversación de los hermanos, y lentamente se puso de pie. Su estado de ánimo había cambiado; ahora emitía un aura fría que puso en guardia a Paco y Yoselin de inmediato.

«Levántense con cuidado,» ordenó con gravedad.

Respondiendo a sus palabras, algo saltó de entre las rosas.

Entonces, un sonido reconocible y perturbador llegó a ellos, como el aullido de una bestia moribunda en medio de la noche. Pulsaba en los tímpanos, no se detenía, haciendo que el pensamiento solo pudiera repetirlo: un azote acústico sin fin, una desesperación que venía de lo más profundo de un alma atormentada, y hacía que el fuego de las velas bailara a su ritmo.

Ram no se contuvo más. Con un chasquido de dedos, apagó las velas e hizo que la luz de la sala se encendiera.

«Cri, cri, cri, cri, cri…»

El sonido inundaba toda la casa, con un origen imposible de ubicar solo escuchándolo. Cada habitación parecía ser la fuente de aquel incesante eco.

Pero, visible bajo una luz artificial, el causante se hallaba expuesto en medio de la mesa: un insecto fácilmente reconocible por su canto y sus llamativos apéndices.

Un grillo.

Si tan solo fuera «un grillo», Paco lo habría aplastado con sus manos sin dudarlo. Pero el ejemplar que ahora se giraba hacia él y su hermana tenía un aspecto que hacía dudar si no era una criatura de otra especie.

Su anormal tamaño, el doble de cualquier otro que hubieran visto antes, estaba a la par de su repelente aspecto, de antenas y extremidades negras. Tanto su cabeza como su abdomen resaltaban con un amarillo enfermizo pigmentado de puntos rojos. Sus ojos abultados eran de un naranja metálico que recordaba a las moscas de la carne podrida. En su espalda, de un difuminado color ocre, yacía escrita la letra «M».

Solo verlo causó una gran impresión en los hermanos. Yoselin no lo resistió, y pegando un grito se ocultó detrás de Paco.

Lejos de mostrar una conducta tímida, el grillo se dirigió zigzagueante hacia ellos, en una embestida feroz. Su canto ininterrumpido se había transformado en el anuncio fatídico de su ataque.

Pero, repentinamente, se detuvo a un salto de los paralizados hermanos.

Se giró.

Ram, que lo había observado en todo momento, había extendido su mano hacia el insecto. Este, en respuesta a su desafío, cargó en su contra. En solo tres saltos, trepó por su brazo extendido llegando hasta su hombro izquierdo.

Las antenas negras de aquella criatura se posicionaron sobre su cuello, presionándose contra su piel, casi como agujas a punto de perforarla si hacía el menor movimiento.

Ram, por su parte, no se inmutó. Se conformó con verlo de reojo mientras en su otra mano, oculta en su bolsillo izquierdo, apretaba un objeto desconocido.

Después de unos segundos de silencio, que bien pudieron ser minutos, los hermanos vieron cómo el grillo retrocedía un poco mientras Ram bajaba lentamente su mano derecha.

Otros minutos pasaron. Entonces, Ram suspiró mientras extendía nuevamente su mano hacia el grillo. Este saltó de su hombro hacia su mano extendida sin apartar la mirada en ningún momento. Finalmente, lo depositó en las rosas de donde emergió.

Paco, que había estado viendo todo lo que ocurría, solo podía escuchar el palpitar de su propio corazón mientras sentía a su hermana apretarse a su lado.

Ram sacaba con cuidado las rosas del florero.

Esta era una de las pocas ocasiones en las que Paco sentía la verdadera naturaleza de su amigo.

«Bueno, me llevaré esto afuera. Regreso en media hora,» dijo Ram antes de salir por la puerta.

Transcurrió aquel tiempo y, efectivamente, volvió. Paco, que ya se había recuperado de la impresión, lo recibió en silencio y de inmediato lo llevó a la sala donde Yoselin se encontraba armada con un matamoscas.

«¿Qué fue eso? ¿Qué era esa cosa?», preguntó Paco.

«¿Qué sabes de fantasmas?» respondió Ram con una mirada amarga.

Aquella noche, después de escuchar la historia de Ram, tanto Paco como Yoselin se quedaron en casa, para sorpresa de su tía.

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En el atardecer de aquel día, una pareja de ancianos añadió otro puñado de rosas a la tumba de su hijo, ubicada al lado de una palmera. Las que depositaron días atrás habían desaparecido para aquella mañana y, cuando regresaron con nuevas, estas volvieron a aparecer junto a un papel que decía «¡Lo siento!». Molestos por semejante broma, rompieron y tiraron a la basura aquel papel antes de salir del cementerio.

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