Érase un callejón sin salida que soñaba con ser una alegre calle de paso. Desde sus dos esquinas colindantes, miraba celoso la fuente, los kioscos, las terrazas y las tiendas de la gran avenida.
!Unas tanto y otros tan poco! se quejaba maldiciendo que incluso el sol, que todo lo abrillanta, a él le ignorase siempre.
Una tarde llegó hasta su acera un músico, buscando una sombra en la que descansar; pues no estaba permitido tocar en la avenida, hasta pasada la hora de la siesta.
Viéndole sacar una armónica, el callejón le preguntó:
– Oye amigo ¿Por qué no tocas aquí, en vez de en la avenida?- Sí hombre…y¿me darás tú los cuarenta euros que dejaré de ganar? Replicó el músico.
El callejón le contestó que si lo suyo era el dinero le escuchara atentamente, porque tenía algo que proponerle:
– ¿Ves el caserón del final, ese que impide que yo tenga salida?- Lo veo… ¿no está abandonado?- No, eso es lo que has de conseguir. Tienes que echar a la dueña. Escuché a los del ayuntamiento que cuando la vieja ya no esté, demolerán el caserón y me convertirán en una linda travesía con salida a la calle Don Margallo.- ¿Y qué quieres? ¿Qué mate a la vieja? Ni hablar…
¿Qué gano yo?
– Yo no he dicho nada de matar… En cuanto a beneficios, le ofrecen un millón por la casa. A buen entendedor…
El músico no le dijo ni que sí ni que no; pero cada día se plantaba en el callejón y encandilaba a la anciana tocando bellas melodías bajo su destartalado balcón.
Una tarde de extremo calor se atrevió a llamar a su puerta con la excusa de pedirle un vaso de agua.
Doña Rosita, que así se llamaba, le ofreció sentarse en la salita, al lado del ventilador.
El músico quedó embelesado por la amena conversación mantenida con la anciana aquella tarde y las que siguieron. Cuanto más le escuchaba más se preguntaba de dónde extraería Doña Rosita tanto material para sus inacabables anécdotas y adictivos cuentos.
Tanto se aficionó a esas gratas tardes en la salita del ventilador, que cada día esperaba más impaciente la hora de subir.
Se despedían antes del atardecer. El músico sabía que en la desvencijada casa de Doña Rosita, después de las ocho no entraba ni la soledad, como ella misma decía.
Intentaba salir discretamente para evitar explicaciones, pero el callejón no transigía:
– Eh amigo ¿qué hay de lo nuestro?- Mal… no quiere irse – ¿Le ofreciste lo de llevarla a ver al mar? – Sí, pero me contestó que ya lo había visto- !Qué mentirosa! !Nunca pasó una noche fuera de casa!. Protestó el callejón.
El tiempo fue pasando. Al carecer de herederos, la anciana puso su casa a nombre del músico, en gratitud por las entretenidas tardes que pasaban juntos.
Meses después, cuando ella falleció, el callejón vino a pedirle cuentas al nuevo dueño:
– ¿Cuándo vendes, coges tu millón y te largas?- No hay dinero que valga, amigo. Yo tampoco me voy- Pero…¿qué tiene esa casa que no puedas comprar con un millón de euros?- Un dormitorio mágico.
Por fin el músico entendía el misterio del amplísimo anecdotario de Doña Rosita y también que hubiera visto el mar sin verlo.
Y es que todas las mañanas la habitación se transformaba en un cine y proyectaba en la pared del fondo, los sueños de quien allí hubiera dormido.
Y así fue, como aunque el callejón continuó mirando celosamente a la Avenida; ahora, al girar la cabeza, le compensaban los sueños del músico, que más de una vez eran eróticos.
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