Miguel abrió los ojos antes de que la alarma lo atormentara. Tenía las piernas calientes, así que las deslizó hacia el lugar deshabitado de la cama, donde la ropa era fría. Curioseó con su nariz. Se quedó mirando el reloj de números romanos para ver si por fin retrocedía un segundo o, mejor aún, se le agotaran las fuerzas. Nada. Saboreó la lengua amarga. Agua añeja con burbujas, que (por ahí escuchó) advertían fuerzas malignas, solo avivó el gusto a insomnio. El espejo apenas pudo reproducir su imagen. Luego salió limpio, tibio y desnudo. Era entonces donde gozaba admirar su figura atlética entre el vapor, pero de a poco, muy de a poco: la mano, a veces tersa, a veces seca, desempañaba su abdomen, su torso, su rostro. En ese orden. La vestimenta, cuidadosamente elegida, esperaba en fila militar. Cinturón ajustado. Alcanzó a desactivar la alarma y, al mismo tiempo, el termo chilló. A sabiendas de que el café le martillaba la cabeza, enterró la cuchara cuatro veces, imaginando que era una pala. La amargura crece. Arrepentido fue a maquillar el hálito con un enjuague fucsia, por treinta segundos, como dice la etiqueta. Después el espejo le devolvió la mirada, y se arrepintió de nuevo. Con el pulgar desgastado repasó las fotografías. ¿Por qué? Ya, como una sentencia, el aparato vibró. Llegué, escribe. Desabrido. El taxi parpadeaba a varias cuadras.
¿Y si me hago el hueón? No, ya me vio.
Pocas veces me llama la atención uno de los cuentos que ponen en el metro. Me molestan esos dibujitos pendejos, pretenciosos, posmodernos. Y a pesar de esto, (quizás son los nervios), he leído varias veces esas tres líneas que no sé si son solo eso o si puedo hacer una tesis sobre ellas. Es lo que pasa con las cosas simples, o me pasa, no sé si a todos, porque no es tan difícil acordarse de una cara y eso no le importa a mi cerebro que configura como quiere las facciones del Tomás Farina. Los carros llegan quejándose, escupen gente. Carne molida. Se recargan, y todavía más gordos, iracundos.
Ahí está. Lo vi al tiro. Ahí está, justo en la puerta que sopla directo en mí. Yo me lo imaginaba más alto, más ancho. Qué mentirosas las fotos, pensaría otro. No se demoró en perder el miedo y ya me está enseñando alemán debajo de un árbol del parque O’higgins. Claro que no entendiendo nada, aunque le miro los labios no escucho. Meses hablando sin vernos las caras, nutriendo espejismos virtuales, pero ya nos conocemos las voces.
Me pregunto de nuevo: ¿será que confundo mi pasión por las mentes cultas con las ganas de tirar un par de condones sucios a la basura? Es como imaginarse a un cinéfilo teniendo orgasmos legítimos al ver monos impresionados por un monolito.
Sentir que Strauss o cualquier otro compositor creó esa melodía para ti. Te eriza los pelos y, a veces, excava buscando lo prohibido. Me abrazó sin aviso. De regalo
impregnó su aroma en la tela. Viajó a los Dominicos.
Qué cómodo tu sillón, me dice abrigando las manos entre las piernas flacas. Yo, aunque bueno para hablar, no sé qué responder. Las frases triviales chocan y se
agolpan porque las muy tontas quieren atravesar al mismo tiempo una única puerta.
¿Vayamos a la pieza y tiremos? Le quiero decir y enseguida brota el sabor del café, no ese que es rico en las mañanas acompañadas de pan tostado con mantequilla,
sino más parecido al vestigio de una cajetilla de cigarros ahogada en copete.
Los ojos se le mueven indecisos de dónde posarse. Tan fácil que era dejarme querer por las sábanas, sin culpa.
Culpa.
Culpa del aroma dañino, manipulador, sediento.
– ¿Qué estudias?
– Música, en la Católica. Te lo había dicho.
– Ah, cierto, cierto. ¿Y te gusta?
– Pues sí.
Cómo odio el “pues”.
– ¿En qué año vas?
– ¿Y si conversamos en la pieza?
Gracias
Al principio, estaba algo aburrido, sin embargo, los violines, el arpa, las trompetas, el diminuto hombre gordo, ¡la música! Terminaron conquistándolo, tanto, que en un
punto sintió dolor. Desde la boca, el estómago fue atado por las cuerdas.
Nunca buscó ópera. Se inquietó, no quiso pensar en algún motivo. Dejó que el tenor le atravesara el corazón evasivo. Arpones lanzaba el escenario. Las butacas fueron cazadas y hasta el final pensó que el último fue el que cayó en él.
No hay como Pavarotti, pero igual me encanta, dice. Creo que nunca me detuve a mirarlo como ahora. Tengo la sensación de que los ojos le han cambiado de color,
más vivos. Nunca me detuve a verlo como ahora. La obra es infinitamente triste; él la ama, la ama tanto que mató por ella. Ni
suplicando fue correspondido. Y al bajar el telón, como siempre, solo tenemos pocashoras traducidas en kilómetros pausados para enamorarnos de nosotros.
Como se trata de una droga, hay efectos secundarios: enamoramiento de la
arquitectura, de la temperatura, de las estaciones. Fatídico.
Vive al otro lado de Santiago ¿Y si ese lugar no existe? ¿Si tú no existís? Se ríe.
Hiere la luz del tren, porque es roja, suena irritante y consigo es capaz de arrastrar al mundo entero. Aparecen acosadoras las tres líneas inexactas, refugiadas detrás de un cristal frágil. Cualquiera es capaz hacerlo trizas. Puede ser que esté una palabra que no se deja ver por algún efecto lumínico, esa que le daría todo el sentido. Me refiero a un solo sentido.
El sonido se extendió largos segundos que le sirvieron para tantear el terreno. Era
la primera vez que se juntaba con alguien que conoció en internet. De cuando en cuando, y disimuladamente, se pasaba a llevar el pantalón para asegurarse de que
el celular aún estuviera ahí.
Que las cortinas gruesas se hallaran cerradas no fue impedimento para
percatarse de todo el polvo que teñía a los muebles, o de la tenebrosa bolsa
envolviendo a la antigua radio, alta, grande, tosca. Qué cita más extraña: los dos envueltos en oscuridad poco lujuriosa. Lo más curioso fue la inexistencia de olores. Ni a casa vieja, ni a ropa mojada, desayuno, platos sucios, pasta de dientes, perfume. Signos de vida.
-Música en la católica- respondió.
Trucos jugó su mente creyendo haber tenido esa conversación.
-¿Disculpa?
Ríe-Me preguntaste qué estudio. Música, en la cato. Ah, y me llamo Antonio, por
si acaso- hubo un silencio incómodo. Miró el estuche de su saxofón y se le ocurrió
tocar algo.
– No- tajante-. Es que tengo un poco de migraña.
Ojos gachos, postura débil, sin mover músculo alguno. No era para nada la película que Antonio proyectaba en su mente antes de bajar de la micro. El sueño
donde beso y la lengua llegaban antes de que la puerta cerrara ¿Para qué hablar?
De haber un sillón grande, Miguel lo iba a empujar tierno y violento a los cojines. Húmedos los dos, reptando el pasillo, tropezando en la escalera, se esconderían, juguetones ente sábanas ajenas. Piernas revueltas, lenguas enredadas, miradas cortas, vaivenes fuertes. Lo quería dentro suyo, sentir el líquido tibio en su piel. Ya, no aguantó. La fantasía fue suficiente para pasar por alto las extravagancias. Lo
primitivo navegó, caliente, a sus piernas.
– ¿Y si conversamos en la pieza?
Llamó su atención pero enseguida, el teléfono sonó, cortando la excitación cual
tijeras, cual papel. La frecuencia cardíaca se precipitó, vertiginosa, a la decepción monumental.
Vamos.
El ring desenrollándose al espacio, el ring apagándose con el tiempo.
Da lo mismo en qué parte del andén lo espere, siempre aparece en el vagón que está frente a mí. Me topo con las tres líneas. A veces creo que este cuento me sigue, Qué erís loco, No, te lo digo de verdad, y no lo entiendo, ¿Por qué?, Algo le falta, una palabra o una letra, ¿Y no puede ser solo lo que está escrito ahí? Sabías que
en una película… no me acuerdo del nombre, hay una escena que muestra cómo una cabaña es arrasada por fuego, en medio de la nada. Un montón de gente
especuló, le dieron sentidos filosóficos, páginas de internet repletas de teorías: es la personificación de la ira que sienten sus personajes, el fuego es metáfora del apocalipsis, es un recuerdo, es un blablablá. Hasta que le preguntaron al director
¿qué significado tiene esa casa ahí? Ninguna, con mi equipo íbamos pasando por el lugar, la vimos abandonada y dije: tengo que quemar esta mierda y les gustó cómo se vio en la edición. Me sonrió, me calmó. ¿Pidamos algo rico para comer?
En la micro sacó un montón de partituras en las que estaba trabajando.
Nuevamente quedé sin entender, pero asintiendo en todo momento para no desilusionar. Se entusiasma al explicarme la ciencia que mueve a la música. Le
gusta mover los brazos y hacer muecas exageradas, histriónico. Avisa, sin decirme,
que él está en el escenario y yo entre el público. No quiero hacer caso. Vive ahora, que en cualquier momento se te va. He intentado atrapar el humo de un cigarrillo
dentro de un vaso boca abajo, más tarde que temprano logra escabullirse.
Es una casa tan especial la que hay acá, refugiada en un lugar que espanta a todos los ruidos con apenas poner un pie en cualquier piedra que se sienta parte de
ella. Rara vez veo a alguien caminando en esta calle, lo vecinos mantienen sus cortinas cerradas, invierno, verano, han de proteger de la luz sus pieles de papel, como yo protejo mis fotografías, celosamente, en una habitación, en esta casita, en
este lugar mudo. Pueden destruir, construir, encender en llamas, acribillar los muros, y no va a soltar secreto alguno. Pedimos una pizza. Pitsa, así se pronuncia,
dice, y me quedó dando vueltas, pitsa. Devoramos la masa, nos devoramos nosotros. ¿Por qué está tapada?, Porque no quiero que se ensucie, ¿La puedo encender?
Sí. Sin titubeos le respondo que sí. Estudia las torres de cedés, elige a Chaikovski, la misma ópera que lo acompañé a ver. No tenía idea de que estaba acá. Llena de secretos. Puta que la quiero. Por eso las cortinas cerradas y las lámparas tenues, luciérnagas. ¿Puedo ver las fotos?, sí. Supe que ya sabía tanto de mí como yo, todo
lo que averiguara después sería nuevo.
Él me enseñó los misterios que temí tocar. Carmen, La Bohemia, Fígaro, Otelo, El barbero de Sevilla.
Salió del baño para el solsticio de invierno, la noche más corta en este lado del mundo, la noche más linda, fatal. Reveló su piel por primera vez. Cortinas cerradas,
no impidieron que la luz azul se posara en la piel nívea, siguiéndolo a él, no a mí, era su escenario, siempre suyo. Tímidas caricias, el cuerpo le brilla, un cuerpo celeste. Linda casa. Espera, quita mi mano suavemente, Se siente raro que alguien más me toque. Erizados los bellos, corazón inquieto, igual logré conquistarlo, aroma extranjero, inolvidable, se multiplica por la alcoba, afinidad natural, fuego y aire. Salpicado de lunares me invita a leerlo, mapa estelar. ¿De qué te ríes?, No sé, ¿Te
gusta?, mucho, ¿Te gusto?, Me encantas, ¿Tuyo?, Mío, Tuyo. Entra el vaivén en el último acto; lento, después rápido, lento de nuevo. Espera, ¿Estás bien?, Sí, pero
espera. Hicieron falta esos pocos segundos marcados por el inmortal reloj para darme cuenta de que sus ojos dejaron de ser camaleones. Lo perdí y… el tic-tac se detuvo. Todo mudo, menos la efervescencia que alcanzamos. Jadeantes, animales, cansados y contentos, quedamos tendidos mirando al techo. Mantuve mi mente consciente hasta donde pude. Su aroma fue el somnífero. Desperté con la melancólica melodía del tiempo. Ya no estaba, como sabía. A mi lado dejó la cámara fotográfica, me encaminé, desnudo, a la habitación oscura donde colgó una imagen
mía dormitando, como muerto, aún de noche.
Pocas veces dormía en esta casa, pero ¿dónde si no es acá me abrazaría su
aroma? Nada de comida, agua, pastillas, su esencia atrapada como alma en pena
bastaba. Un buen día se extinguió.
Ahora no cuento los días. Apenas me levanto tomo una ducha y salgo a recorrer
el parque O’higgins, o Tobalaba, o algún teatro. No está. Ya empecé a perder la esperanza. Y, puta madre, bajando la escalera de Baquedano siento su olor. No me
volvió loco, pero se encogió mi estómago. Sigo con la nariz el perfume y no logro identificar de dónde viene. Me distraigo en memorias. Pasa de nuevo, ahora en un vagón, alguien con el mismo olor, muy suave, cerca de mí. No puedo evitar acercar mi sentido al cuello de una mujer. Antes de siquiera tocar, me mira, roja y da media vuelta golpeándome con el estuche de su guitarra. Tonto. Está en todos lados, en la calle, las micros, el metro. No sé de dónde viene. No sé de dónde viene. Así que entro a la aplicación de nuevo, a deslizar fotos en mi celular. En una de esas encuentro a alguien que me haga olvidar.
Los hombres son mucho más fáciles que las minas. Quiero sexo, quiero carne.
Hablamos unos días y los invito a la casa escondida. No pueden tocar nada, más que el sillón, el piso y mi cama. Salgo a la calle, nace el aroma, sexo en ningún
lugar. Calle, aroma, condón a la basura. Calle, aroma, tetas. Calle, aroma, maricones. Rabia. Sexo violento. Ahora hay un pendejo sentado en mi sillón esperando que lo parta en dos, el sonido del teléfono no nos detuvo.
Subimos a mi alcoba, se desnudó… hubo aroma. Le rompo la camisa, violento, él se encarga de
quitarse lo demás, trata de besarme pero yo lo empujo dejándolo boca abajo.
-¿Te gusta?
-¡Sí!- y mientras más grita más aroma despide, no es tanto como el de Tomás,
pero suficiente. Voltea hacia mí, me acerca con sus escuálidas piernas, pone cara
de dolor, brota más aroma.
-Espera- dice, pero yo no puedo, y sigo entrando en él, porque me droga- Espera
un poco-. Subo mis manos por su vientre hasta el cuello y él me entierra las uñas
en la espalda. La sangre escurre- Me duele, Miguel, para- logro oír esa
desgarradora ópera que me llevo a ver, recuerdo su pasión, su amor por la música
trascendiendo cualquier otra cosa.
-Grita, grita- susurro. Su cuello es tan delicado, está luchando por no dar más de
su esencia, qué egoísta. Y me golpea el pecho y yo entro, y me dice algo que se pierde en el aire, y yo entro, y ya se apaga- No, por favor, no…dame un poco más.
Miguel envolvió entre las sábanas al chico y lo escondió en la habitación oscura, debajo de todas esas fotografías de personas desnudas. Vistió el traje con el que
fue al teatro, puso verano de Vivaldi, fue al parque O’higgins. Sentado debajo del árbol que los acompañó por primera vez ya no le quedaba duda.
La luz roja se iluminó, las puertas se abrieron con suavidad, desde el puente que conecta a los andenes de Baquedano se oía un fragmento de Eugene Onegin. Las notas entraron por su olfato y como un proyector de cine lanzó imágenes hermosas, de Tomás tocándolo, de Tomás dándole vida a un piano y a un violín, de la casa que tanto gozó, que tanto sufrió. Se siente el sonido del verdugo aproximándose, pero, antes de su llegada, el corazón se detuvo, porque ese chico amante de la
música que tal vez era la música misma, estaba parado frente a las tres líneas. Elegante, brillante como ningún otro compositor. Las personas dejan de caminar,las luces se atenúan, la orquesta callejera es lo único que danza junto a él. No vio su vida completa pasar frente a sus ojos, solo un escenario vacío.
A los vecinos no les llamó la atención el pino gigante que se secaba frente a la casa, ni no haber visto a Miguel hace meses, sino que el sonido insistente del
teléfono y la música docta que no cesaba. Nada salía de esas paredes, algo ocurrió. Molestos de oírlo de noche y de día y cada vez más alto, tuvieron que llamar a la
policía.
Encontraron con una casa antiquísima y se vieron obligados a derribar la robusta puerta que opuso bastante resistencia antes de desplomarse. Dentro los
impactó un hedor nauseabundo, todo estaba demasiado oscuro, así que uno de los hombres tiró abajo las gruesas cortinas. La luz no tuvo piedad. El papel de las
murallas se deshizo, detrás emergieron miles de párrafos escritos con diferentes colores, en distintas lenguas, que en un segundo se desvanecieron. El techo se agrietó, los libros ardieron. Todos quedaron estupefactos, pero avanzaron a la
fetidez desvaneciéndose. Una luz roja los vigilaba al final del pasillo. Lentamente uno de ellos abrió la puerta para encontrarse con láminas blancas colgadas en
hileras. En la alcoba solo había un reloj detenido y una mochila que dentro llevaba una guitarra.
El último canto del teléfono.
Con un guante de plástico, uno de los peritos se aproximó al arrinconado aparato.
-Diga.
– ¿Está Miguel por ahí?
-¿Quién habla?
– Nadie. Si lo ve por ahí cuéntele que no creo que falte ni una palabra ni una letra.
Después de mucho pensar, creo que no es más que la ausencia de una coma la que nos inquieta. Solo una.
OPINIONES Y COMENTARIOS